la sombra de un corro de
tilos que tiran sus últimos frutos ya secos, en una mañana de un julio
exacerbado por el cambio climático, charlan los viejos convocados por la
querencia al sentimiento común. Hablan despacio, sin interrumpirse, en un paseo
por lo que fue, en un ligero vuelo sobre lo que dio sentido a sus vidas. Apuntan
girones de existencia que no esperan respuesta, que no necesitan respuesta, que
conocen la respuesta de los afines que les rodean. Los viejos enhebran
pespuntes de lo que fue frente a una actualidad que les aplana.
—Pues sí, qué duda cabe. La
mayor parte de nosotros, los de nuestra edad, procedemos de familias
religiosas, más o menos religiosas. Recibimos una educación católica y hemos
tenido una experiencia en la fe durante la infancia, pero con el tiempo se nos
fueron acumulando las preguntas sin respuesta y las incongruencias. Supongo
que, en nuestra adolescencia y juventud, la mera observación del comportamiento
del clero para con la dictadura, fue decisiva en la configuración de nuestro
pensamiento.
—Lo curioso es que, en ese
“despertar” por el que todos, o casi todos, hemos pasado, son pocos los que
desembocaron en el ateísmo. A la mayoría el paulatino alejamiento de la
religión les fue, o nos fue, llevando a posiciones agnósticas. Siempre me ha
llamado la atención el proceso de adaptación o fusión de la primigenia moral
cristiana que nos inculcaron, con los principios éticos adquiridos en nuestra
“subterránea” formación posterior.
—El ateísmo requiere de una
fe casi comparable con la religiosa.
—En los que procedemos de
familias no religiosas y perseguidas por la dictadura el proceso fue distinto,
claro está. En mi infancia una sotana, un tricornio o un uniforme eran el
miedo, símbolos de todo mal. No he conocido esa fe de la que habláis, solo he
conocido el miedo al cura, a la camisa azul, al señorito. Me costó trabajo
llegar a entender y admitir vuestra indulgencia, esa cierta indulgencia de
vuestras posturas para con una Iglesia tan integrada en la dictadura, en la
feroz represión.
—quisiera poder explicarme cómo
es posible que, entre personas educados en los mismos valores, crecidas en el
mismo caldo de cultivo, incluso entre hermanos, puedan surgir tanto un
agnóstico militante en la izquierda política como un fascista de rojigualda en
la muñeca echando billetes en el cepillo de la misa del domingo.
—Pues no es nada lo que
planteas. ¿Los rojos y los fachas nacen o se hacen?
—Creo poder afirmar, porque
os conozco, que todos o casi todos nosotros optamos de jóvenes por situarnos al
lado de los oprimidos de este mundo. Llegamos a la izquierda como opción tras
el análisis del entorno social, no fueron las lecturas las que nos crearon una
ideología, pocas lecturas no filtradas tuvimos de jóvenes, los libros, después,
pusieron palabras y orden a los sentimientos. Cierto es que mucho nos ayudo la
evidente necesidad ética de luchar contra la dictadura y situarse frente a su
ideología.
—Pues yo me atrevería a
decir que hay una cierta predisposición en los individuos, en su carácter, para
situarse a un lado o al otro, pero no soy capaz de analizar el por qué.
—Parece que todos dais por
hecho la dificultad o imposibilidad de ser religioso y de izquierda o
progresista.
—Imposible no, supongo,
difícil sí. De jóvenes conocimos a los curas obreros. En las sacristías ha nacido
algún movimiento social progresista que todos conocemos. Pero de controlar y
frenar estas aventuras siempre se ha encargado el Vaticano.
—Pues vaya mañana que
llevamos. Estos asuntos ya no interesan ni a los arqueólogos.
—Lo que sí parece claro es que,
si nos escuchase un jovencito de esos que, hoy en día, reivindican el
franquismo, no entendería una palabra.
—Como nosotros no entendemos
una palabra de lo que está ocurriendo. Hemos pasado unos años, tras la
transición y el ingreso en la Comunidad Europea, convencidos de que han sido
los mejores años por los que ha pasado este país. Y de alguna manera orgullosos
de ser una generación clave en esos logros. En España es claro que estos logros
se derrumban, pero en todo occidente se derrumba lo conseguido tras la Segunda
Guerra. Algo se ha tenido que hacer mal.
—Es incomprensible el
triunfo de tanto energúmeno. Las barbaridades que tenemos que oír. Es
incompresible este tremendo paso atrás de la humanidad. Estoy contigo, algo se
ha tenido que hacer mal.
—Pues para no incurrir en
más errores propongo continuar con una charla más ligera y con unos chatos de
vino delante, aquí mismo, en el kiosco de aquí al lado.
Los viejos no tardan en
enjuagar con risas la tristeza que les produce la realidad que asoma en los
medios de comunicación.