viernes, 25 de septiembre de 2020

Otoño del 2020

 


El otoño se ha presentado de golpe. Los árboles, sorprendidos, parecen acelerar los amarillos y los ocres. Los otoños se van haciendo más cortos cada año, y en este terrible 2020 asusta el anuncio de los fríos.

Dios los crea y ellos se juntan. Pero no se pueden juntar muchos, pues pocos son los de su condición en el medio en que viven. Un medio privilegiado, una colonia de veraneantes de la burguesía madrileña surgida en los inicios del siglo pasado en las estribaciones guadarrameñas. Ya no es sitio de veraneo. Los descendientes de aquellos primeros pobladores y los llegados después viven aquí todo el año. Digo que pocos son de la condición de los que se juntan porque este grupo de jubilados tiene formas de ver o interpretar el mundo no muy extendidas entre sus convecinos. Sus extracciones sociales de origen son variadas, así como la formación y la actividad que han desarrollado en su vida. Poniendo oído a su charla veremos lo que les une.

─Tarde llegas para lo que sueles.

─Chico, que me han pillado ahí, en la esquina, que no me dejaban marchar, oye. Es la esquina del adoctrinamiento.

─Esa esquina es la cátedra de franquismo.

─Eso parece. Antes eran gente de derechas, y punto. Pero de un tiempo a esta parte no se cortan un pelo y todo es añoranza y reivindicación franquista.

─Pues hoy están con el proyecto de la nueva Ley de Memoria Democrática, les sale humo por las orejas. Lo que más parece indignarles es la posible anulación de determinados títulos nobiliarios. Con eso estaban. Cuesta entender que les preocupe tanto a los no directamente involucrados.       

─Hombre, a poco que hurgues te das cuenta de que, a lo largo de la historia, aquí, siempre nos han manejado condes, duques, marqueses y demás titulería, heredada o comprada, con origen en reyes, pontífices o dictadores, que a los de abajo tanto nos da y nos ha dado el origen, el problema es sufrirlos.

─Y militares, que parece que te olvidas de los militares. Aunque muchos de estos tienen su origen en aquellos, en la titulería que dices, pues la milicia es oficio que siempre ha gustado a la preclara nobleza. En nuestros días no te costará encontrar casos de familias con abuelos de estrellas de cuatro puntas sublevados en la sanjurjada, padres con las mismas estrellas sublevados en la franquistada, e hijos con las mismas puntas sublevados el 23f. Se hace difícil no pensar que los nietos están a la espera de su momento, o fabricándolo.

─Tentémonos la ropa. Miedo da.

 ─Y en toda esta parafernalia la tramoya teatral la ha puesto siempre la Santa Madre; el dolor y el sufrimiento lo ha puesto el pueblo llano, que para eso está.

─Algo habrá que matizar, digo yo.

─Matiza, matiza. Pero tú sabes que el matiz de esta gente, a lo largo del tiempo, ha estado entre el paredón y el anatema. Aunque, para mayor seguridad, siempre han procurado que las dos cosas fuesen juntas. Al menos desde que la Santa Madre dejó la hoguera y confió estas engorrosas labores de limpieza a sus armados compañeros de camino.

─¿Y el capital? ¿Dónde dejáis el papel del capital?

─Históricamente el capital también ha estado en manos de la titulería. Qué duda cabe. Algún pelo de los señoríos se dejó esa gente en la gatera de las Cortes de Cádiz, pero los principales títulos no se dejaron allí las propiedades, las aumentaron.

─Algunos o bastantes ricos nuevos aparecieron en las bien intencionadas y fracasadas desamortizaciones principales, pero rápidamente se unieron e imitaron a los de siempre, incluso pudieron hacerse con títulos que los adornasen, para no desentonar.

─Oye, a mí, como bilbaíno que es uno, le interesa especialmente el tema de la industrialización del XIX. Quedó en poco, no vamos a engañarnos, poco más que los textiles catalanes y la industria vasca; y esta, al final, se concretó sobre todo en bancos y finanzas. No voy a poner nombres, pero ahí están. Mal que bien ahí están.

─Más mal que bien están tus ahorrillos en acciones del Banco de Bilbao ¿eh?

─No me mientes la bicha, coño.

─En el XIX los españoles se entretuvieron en defenderse de la invasión de Napoleón. Después, las peleas entre liberales y conservadores no los dejó tiempo para industrializaciones, que era cosa de ingleses.

─Pues como ahora, no les dejan tiempo para encargarse del virus.

 ─Por seguir en la historia apuntaré que el desarrollismo franquista enriqueció más a los de siempre, favoreció tapados y pagó servicios.  Acabó en la cultura del pelotazo, que tanto hemos sufrido, y en el desinfle de una economía basada en la mentira.

─Y después de los años de la bonanza que comienza con las perras llegadas de Europa tras el ingreso en la Unión, hoy estamos donde estamos, qué os voy a contar. Creo que esta pandemia nos está mostrando una terrible radiografía de nuestra situación económica, política y social. Es difícil ser optimista.

─Pues menudo repaso estamos dando. A pesar de las mascarillas. Pero me parece que simplificamos demasiado.

─Claro, qué duda cabe. Pero nos entendemos. Tampoco vamos a hacer aquí y ahora una tesis doctoral. Digo yo.

Desde que esa nube nos ha tapado el sol siento fresco. Me voy a poner esta chaquetita que me he traído.

─Pues esta mañana servidor se ha puesto ya la camiseta. Hay que andar con cuidado.

─Regresando a las titulerías, creo recordar que Franco creó más de cuarenta títulos.

─Y su sucesor le ganó. Me parece que rondan los cincuenta.

─Me vais a dejar que haga un cuadro de honor al respecto, y es con las personas que se han permitido el lujo, o se han dado el gustazo, de rechazar uno de esos títulos. Si no recuerdo mal son: don Severo Ochoa, don Pedro Laín Entralgo y don Felipe González Márquez.

Loa a ellos.

─Loa.

─No es muy larga la lista, no. Mucho dice de nuestras inclinaciones.

─Pues oye, a mí esta maquinita de pedalear me va muy bien para la circulación de las piernas.

─A mí me estás poniendo de los nervios con el pedaleo y el cricrí de ese chisme.

─Queridos habitantes de este pedrusco a medio enfriar girando en torno al sol, queridos racionales, voy a ir levantando el campo, que hoy tengo que hacer arroz.

─Serio asunto. El del arroz, digo.

─Serio, sin duda. Mañana más. Podemos empezar con los habitantes del pedrusco a medio enfriar, con los racionales, esos disfrutadores o sufridores del desarrollo cerebral que los hizo conscientes de su contingencia y capaces de la maldad, la bondad…

─Uy, uy, que este no espera a mañana, me piro. Con dios, señores.




 

 




miércoles, 16 de septiembre de 2020

Plaza de Olavide





─No tengo pueblo, no. Nací en la casa en que vivo y mi familia es de aquí, de siempre, al menos que yo sepa. Parece ser que tenían una tejera o un alfar, con una casa baja en la que llegó a vivir mi abuelo. Vendieron el solar, y les pagaron con dos pisos en la calle Murillo, uno en el que vivo yo y otro en el que vives tú, Mariano, que se lo vendieron a tu abuelo o a tu padre, no sé.

─A mi abuelo, Javi, a mi abuelo. Se lo vendió tu abuelo a mi abuelo, al que no llegué a conocer. Fue panadero, tenía una tahona por aquí, no sé exactamente en dónde, por Alburquerque creo.

A media mañana las gentes llenan la madrileña plaza de Olavide aprovechando el día fresco de finales de agosto. Son gentes de los distintos estamentos sociales que hasta ahora han conformado el barrio. Vocinglería de niños. Colores oscuros en los corros de ancianas de clase media y multicolor aspaviento en los grupos de sus cuidadoras caribeñas. Mamás con las piernas a los últimos soles. Gorriones, que aún quedan, y palomas a las migas que les caen. Algún zángano en bicicleta poniendo en peligro frágiles caderas.

Los tres viejos están sentados en un banco, a la semisombra que ofrece el jardín. Son viejos de gorrilla y cachava, claros representantes de la parte menestral y original del barrio, ya minoritaria, pero que se resiste a desaparecer.

─Muy callado estás, Miguel.

─No es buena fecha para mí. Tal día como hoy, de hace treinta años, fue la policía a la obra a decirme que mi hijo estaba en el depósito de cadáveres. Hacía dos meses que le había comprado la moto. Era su capricho, y el mío que mi hijo tuviese su capricho. A mi mujer se le paró la vida, lleva treinta años recordándome a diario que yo maté a su hijo.  Pero dejemos eso. Hay que procurar vivir. Volviendo a los pueblos, yo sí tengo, o tuve, el de mi madre, en Segovia. Y guardo buenos recuerdos de veranos pasados allí. La familia de mi padre es, como las vuestras, de este barrio, que yo sepa al menos desde mi bisabuelo. Y todos albañiles, como yo, todos de este oficio hoy prácticamente desaparecido.

Las palabras de Miguel han puesto un silencio entre los viejos que Mariano trata de aliviar.

─Pues ya hace cuarenta y seis años que volaron el mercado. Parece mentira.

─Así es. Cuarenta y seis años discutiendo el asunto. Cansa, cansa. No me apetece nada volver al tema. Pero estaréis conmigo en que se está muy bien aquí, con todo este espacio abierto, sin mas ocupación que charlar y ver las redondeces de estas mozuelas que nos han llegado del otro lado del charco.

─Estoy contigo, Javi, no sirve de nada seguir con esa discusión. Ya no estoy yo para cortar hierros con cuchillitos de luna lunera. Que no. Yo ya estoy solo para chatitos y mirar, eso, mirar; las redondeces o el mundo en general, como espectador, sin dar un palo al agua, y con los garbanzos seguros. Pero me has dejado intrigado, Miguel, con eso de que ya no hay albañiles…

─Pues parece evidente. Tú, como cerrajero, has estado por las obras, Mariano, recordarás lo que eran aquellos albañiles que sabían hacer de todo, y hacerlo bien si querían ser considerados y pagados como oficiales. ¿Te imaginas pretender hacer hoy una terraza a la catalana? Como no fuese un viejo que se liase la manta a la cabeza no lo veo posible, no. Hoy, cada uno aprende una cosa determinada, y que no le saquen de eso.

─Pero, en mayor o menor medida, ha pasado en todos los oficios. No me imagino hoy a un cerrajero joven que le quiten la soldadura y lo tenga que hacer todo remachando y roblonando. No me lo imagino.

─Pero si necesitas un herrero que sepa hacerte una restauración lo encuentras, te costará, pero lo encuentras; un albañil no. Hasta el nombre del oficio ha perdido categoría. Yo comencé a trabajar con mi padre a los catorce años, cuando dejé el colegio. Recuerdo su finura trabajando, replanteando, pasando niveles, lo que fuese. Me enseñó casi todo lo que sé. A los quince años ya le cortaba yo rasillas para tabicar la primera rosca de las bóvedas de una escalera de siete plantas que hizo en la calle Sagasta. La segunda rosca, a restregón y con mortero de cemento, ya la podía hacer cualquiera. A ver quién hace una escalera así hoy.

─Oye, dejad ya los oficios, que hay que empezar a pensar en cosas serias: ¿dónde nos tomamos el chato?

─¿Sabes dónde me lo tomaría yo hoy? En El Majuelo. Echo de menos esa tasca.

─Ahí me he tomado yo chatos junto a, no digo con, Marcial Lalanda, que vivía al lado.

─A las monjas de un poco más abajo he ido yo de parvulito. Las niñas de pago iban de uniforme y las gratuitas con guardapolvo blanco. Y no se mezclaban ni en el recreo. Manda huevos.

─Por andar un poco podemos ir a La Nueva, o a Sagasta, al Dos.

─Vamos a La Nueva, si os parece. Hace tiempo que no nos pasamos, y nos tratan bien.

Los viejos cruzan la plaza a su paso quedo, todo lo tiesos que pueden, al ritmo de sus garrotas, y suben por Trafalgar hacia Eloy Gonzalo.

─Creo que han cerrado la tienda de las gallinas, ahí enfrente. Siempre me he parado a verlas en el escaparate.

─Yo también. Siempre he pensado que me hubiese gustado tener una casa con gallinas…

─Esta es la iglesia de los protestantes. Tú has trabajado para ellos, ¿no, Miguel?

─Alguna cosa les he hecho. Es la Asamblea de los Hermanos, un aparte dentro de los protestantes, pero no me preguntes diferencias, no te sabría decir. Es buena gente. Tengo idea de que mi padre trabajó en la construcción de esta casa, la hicieron en los años cuarenta y tantos, cerca de los cincuenta debió de ser. Antes tenían una pequeña capilla y algo de colegio, creo.

En Eloy Gonzalo, caminando hacia Quevedo, los viejos pasan frente al remodelado Instituto Homeopático.

─El Hospitalillo de los Anises. Aquí me traía mi madre de niño, parece ser que tenía algo de reúma. Había un médico que no le cobraba mucho.

Los viejos entran en la taberna, a la que algo le queda del buen poso que dejan los años en las tabernas.

─A ver, ponnos tres chatos, hoy del caro, que creo que paga Mariano, y a ver si te luces con la tapa…