viernes, 29 de septiembre de 2017

Relevo














D
on Prudencio Cascaleja está convencido de que el tal Peter, el del principio de incompetencia, era demasiado biempensante para ser competente. Don Prudencio cree a pies juntillas en lo que podríamos llamar principio de Cascaleja. Y no es que don Prudencio haya pretendido formular principio alguno, no,  y menos en poner su nombre a algo tan universal. Pero para entendernos podemos llamar así a ese modus operandi que tan bien le ha funcionado a lo largo de la vida y que, con sus propias palabras, podríamos enunciar así: si asciendes a los listillos las cagao. Vamos que el competente, en su viaje hacia la incompetencia, te puede hacer una avería; por lo que hay que estar seguro de no elevar a nadie capaz de hurgarte la tierra bajo los zapatos.
En el acto de su relevo, a Cascaleja se le hacen presentes los muchos años de camino desde su puesto de botones en aquel banco hasta su acomodada situación actual y su cargo de Gobernador Civil, (en la intimidad ha seguido usando el antiguo título). No ha sido un paseo fácil. Han sido muchos gorrazos, muchos siseñor, muchas reverencias, mucho aguantar a imbéciles poderosos... El artero don Prudencio pasea su mirada cicatera por esas caras arrobadas que escuchan las palabras del petimetre que el Partido ha nombrado para sustituirle. —Todos estos cantamañanas de la boca abierta me deben sus carguillos y muchos favores—. Qué olvidadizos son los humanos.
Don Prudencio siempre ha hecho honor a su nombre. Jamás se ha ido de la lengua. Su mano izquierda ha ignorado, sistemáticamente, los trabajos de la derecha. Siempre ha seguido al evangelista Mateo en lo de imitar la ofídica prudencia. Sí, puede ser que se haya pasado un poco en el asunto ese, sí; pero en realidad nada fuera de lo habitual. Lo que ocurre es que en el Partido hay ahora mucho cobardón hipócrita. ¡Si don Prudencio olvidase su prudencia!
Su única equivocación ha sido el petimetre. Lo reconoce. Se equivocó. Le engañó esa cara de tonto. Y eso que nunca se ha fiado de marisabidillas como este. Pero sí, le engañó. Tampoco vigiló sus intrigas en el Partido, y eso que una voz agradecida le había avisado, pero no hizo caso, no le dio importancia. —Me hago viejo— piensa don Prudencio.
En cuanto a los asuntos judiciales Cascaleja está tranquilo. Todo quedará en nada. Ahora a descansar a la finca y a pergeñar algún negociete que ya da vueltas en su cabeza. Seguro que todavía podrá ajustar las cuentas a alguno. Sobre todo al mequetrefe de las manos juntas y el andar escorado que le ha sustituido en su puesto. Ese petimetre marisabidilla que ha escapado a su olfato. Todo se andará. Siempre que llueve escampa. Todos los veranos se ha trillado.









    

jueves, 28 de septiembre de 2017

¿Cambio climático?



















N
o sé si esto es cambio climático, consecuencias del Procés, o qué será. La cuestión es que hoy es 28 de septiembre y están floreciendo los lilos.

Servidor no lo había visto nunca.

Lo consultaré con el primo del Sr. Presidente.
















domingo, 17 de septiembre de 2017

Piensa Elías










E
l jueves, como en cualquier otro día, a Elías le saca de la cama el dolor de huesos, que no le deja estar tumbado. Abre un frailero y un día mortecino se esparce lento en la habitación. Abluciones mínimas que le despiertan algo, para qué más. Ropa más o menos limpia; hay que ahorrar los lavados que tanto le molestan. Café del día anterior y galletas con sabor a periódico. Pastillas. En la radio el rancio y cansino asunto catalán: cantinelas de ricos que no quieren pagar, pero que pueden y saben ilusionar a una juventud ansiosa de creer en algo, como toda la juventud; y junto a esto, esa incomprensible izquierda defendiendo los intereses de la burguesía más rancia y su nacionalismo palurdo y trasnochado; y enfrente, como siempre, la derechona españolista frotándose las manos y clamando por el rayo purificador; y en medio, como siempre, los demás, aguantando. Las grandes palabras suelen ser mentiras. Piensa Elías. En la ventana, el cotidiano rito de regar sus geranios, quitar las flores y hojas secas, mover la tierra, acariciarlos con, quizás, la única sonrisa del día. En el ordenador que le regalaron y enseñaron a usar los chicos, Elías mira el correo, ojea un par de periódicos y hurga algo en internet. Sigue asombrándole esta fabulosa posibilidad que la vida le ha dado en su vejez.  No son las diez y ya no le queda sino salir a la calle.

A esas horas, el subibaja de las calles de su barrio ya está lleno de turistas obedientes tras la banderita del guía. Se ha puesto de moda criticar el turismo; Elías no entra ni sale, pero de lo que está seguro es que estas masas de visitantes de hoy en día destruyen, precisamente, aquello que buscan y las agencias les venden, algo ya escaso y que el turista no encuentra nunca. Elías pasa frente a la tasca de Julián el Chato, que ya es solo un callado ancianito colocado en un rincón. ¡Cuántas pepitorias se han comido aquí Elías y sus amigos! En la acera, estorbando el paso y la civilización, los amenazantes diedros en que se anuncia eso que los hijos del Chato venden a los turistas: un repulsivo producto industrial al que llaman “paella.” Lo asombroso es que los turistas se lo comen, Elías lo ve a diario, ¡se lo comen! La realidad, piensa Elías, es que nosotros nos quedamos sin la tasca del Chato y los turistas se quedan sin saber lo que es una tasca y sin la más remota idea sobre lo que pueda ser una paella. Julián el Chato viajaba en tranvía y era un hombre prudente, un estupendo cocinero y un tabernero gracioso como él solo; sus hijos viajan en Audi, saben hasta de marketing, engañan a los turistas y maldita la gracia que tienen. Piensa Elías.

El patio es un amplio rectángulo al que, en tiempos, se abrían talleres de ebanistería, talla, pintura y dorado, dos imagineros, un broncista y un marmolista. Un grupo de extraordinarios artesanos que hoy día sería imposible reunir, piensa Elías. Todos los talleres están cerrados. Lo único vivo son dos tiendas de antigüedades en las que venden ilusiones de otro tiempo en forma de trastos viejos, junto a despojos más o menos auténticos de retablos barrocos e incongruentes objetos de derribo traídos de oriente. Elías entra en el taller donde ha pasado la vida. Lo fundó su abuelo, en 1912. Comenzó siendo carpintería y evolucionó hacia una ebanistería de extraordinaria calidad. Su padre introdujo la talla —para la que tuvo gran habilidad— y los complementos del dorado y el estofado. Se preocupó de que Elías fuese aprendiendo todos los oficios del taller, completando su formación con el dibujo, el modelado y la historia del arte en las Escuelas de Artes y Oficios. Consiguió que su hijo fuese un gran artesano, que intervino en las más importantes restauraciones monumentales de su tiempo.

Elías acude tres o cuatro días por semana al encuentro con sus fantasmas en el templo de nostalgias del taller, donde queda lo que no ha ido desapareciendo con los robos de los últimos años. Quedan aún herramientas, plantillas, trepas, máquinas, bancos y mesas de trabajo, restos de maderas hoy imposibles de encontrar, estanterías con carpetas repletas de láminas, dibujos, modelos… Un escenario de polvo y telarañas donde los viejos ecos rebotan estridentes en los objetos y las paredes. Elías se entretiene en tallar una greca, en el largo proceso de dorarla y jugar después con los mates y los bruñidos que el ágata y su vieja maestría dejan en el oro. Lo poco que ya le permiten sus manos doloridas por la artrosis. Regalos para los hijos, que Dios sabe si aprecian.

Desde hace años, desde que quedó viudo, Elías come cerca del taller, en una vieja casa de comidas en la que procuran respetar su manía, un menú que repite a diario, cree que es lo que mejor le sienta: sopas de ajo, sardinas, una manzana y dos vasos de vino. Después, toma café con unos amigos y marcha a su casa, donde pasa la tarde leyendo y viendo algo de televisión.

A Elías le parece que su oficio, todo lo que él aprendió de joven y fue perfeccionando a lo largo de la vida, ya no interesa a nadie, se está olvidando. Hoy todo tiene que ser rápido y barato. Su trabajo siempre fue lento y caro. No interesa. Este es otro mundo, y le gusta menos. Serán manías de viejo, pero le gusta menos.