a noche de la muerte de
Luisa Valdueza terminó en un amanecer, como cualquier otra noche, y el dolor de
Adelina se hizo desconcierto. Habían sido muchos días velando la larga agonía
de la anciana, y ahora su cerebro no podía asimilar la continuación del mundo
al margen de Luisa; se resistía a admitir el absurdo de que todo continuase
aparentemente igual, como si nada hubiese ocurrido. El amanecer era un absurdo.
Todo tenía su origen en Luisa, y toda
esa potencia ya solo era el diminuto cadáver de una anciana consumida. Presionada
por las circunstancias Adelina se atrevió a lo impensable: con mano temblorosa
abrió el escritorio de Luisa. Todo estaba dispuesto. Como siempre había sido.
Era una serie de sobres blancos, perfectamente colocados tras el teclado del
ordenador, con su inconfundible caligrafía, en la tinta azul de su pluma. Las
preguntas y las necesidades fueron surgiendo en el mismo orden en que estaban
colocados los sobres. Todos tuvieron la instrucción precisa. Como siempre había
sido.
Cuando cumplió los doce
años, las monjas del hospicio pusieron a Luisa Valdueza a servir en la casa de
una maestra jubilada. Al principio pasaba el día en casa de la anciana y
regresaba al hospicio a dormir; mas tarde se quedó a vivir con la maestra,
acudiendo al hospicio solo cuando era llamada por las monjas. Aquellas mujeres
con tocas de enormes alas blancas le habían enseñado a leer y a escribir, a
sufrir en silencio y a bordar. De la anciana aprendió los rudimentos que
aquellos maestros podían enseñar, pero sobre todo aprendió que era posible la
risa y la alegría, y supo de esos otros mundos guardados en los libros. Tenía
dieciocho años cuando falleció la maestra. Hizo un hatillo con sus pocas
pertenencias y guardó en el seno los escasos dineros que había podido juntar.
Las monjas le entregaron una llave y un sobre con algún documento, la herencia
de la madre que no conoció, y la encomendaron a Dios.
El alcalde, el párroco, los
directores de las cooperativas y hasta el presidente de la comunidad autónoma,
se disputaron el cadáver; todos querían organizar y capitalizar el velatorio, y
a cada uno paró el oportuno sobre aportado por Adelina. Jesús, el carpintero,
llegó con el cajón de pino que tenía preparado. Las mujeres introdujeron el
cuerpo envuelto en una sábana y Jesús clavó la tapa. A la mañana siguiente unos
muchachos de la escuela de bordado llevaron a hombros el cajón al cementerio, les
seguía el pueblo entero. Un pueblo vivo y próspero. Antolín, el sepulturero, tenía abierta la fosa. Con
delicadeza, en medio del silencio, fue vertiendo la tierra con la pala.
Era un pueblo atónito, en un
páramo desolado medianero con una fértil vega. A Luisa Valdueza no le hizo
falta la llave que le habían dado las monjas. Lo que había sido la casa de sus
abuelos maternos era una ruina cerrada con un viejo somier, en la que alguien
tenía cabras encerradas. En pocos días se puso a la faena. Los vecinos cercanos,
viendo el brutal esfuerzo de la mujer, se prestaron a ayudarla. En unos meses
la casa era medianamente habitable y el huerto adjunto reverdecía.
Después, Luisa se puso a
hacer lo que sabía, lo que le habían enseñado las monjas de las grandes alas:
bordar. Comenzó a buscar mercado a sus artesanías en las ferias y tiendas de
los pueblos cercanos, y se dio cuenta de que era más hábil en estas funciones que
como artesana. Poco a poco, gran parte de las mujeres del pueblo le fueron
trayendo sus bordados y encajes para que se los vendiese. Luisa buscó
asesoramiento, preguntó, escuchó y llegó a la conclusión de que lo procedente
era formar una cooperativa. La compusieron mujeres de los pueblos de un amplio
entorno. Con el tiempo pudieron edificar su sede, con talleres, oficinas y una
escuela de bordado en la que Luisa logró incorporar a los muchachos, que poco a
poco se fueron igualando en número a las chicas. El aumento de la producción
obligó a Luisa a buscar otros mercados, lo que la llevó a Francia. La
progresiva complicación administrativa y técnica del proceso, con la incorporación
de profesionales de muchas disciplinas, aconsejó a Luisa el nombramiento de un
director general con formación adecuada, y así se lo propuso al Consejo Rector,
que ella presidía. El elegido fue un muchacho del pueblo al que observaba desde
hacia años, y al que se había permitido asesorar, tímidamente, en la elección
de sus estudios de posgrado.
Al verse con tiempo libre,
Luisa Valdueza comenzó a madurar ideas que le rondaban en la cabeza. La
importante producción hortícola de la vega del pueblo, tanto en cantidad como
en calidad, no dejaba en los labradores beneficio que les permitiese el menor
desahogo. Leyó, preguntó, escuchó y llegó a la conclusión de que solo la
trasformación de esas materias primas podía añadir valor a su producción. Luisa
ya había puesto sus ojos en una joven ingeniera, de un pueblo cercano, que
trabajaba de forma más bien precaria para el IRYDA. Habló con ella, le planteó
sus ideas y comenzaron a trabajar. El predicamento que Luisa se había ganado
con sus convecinos, su tesón y habilidad negociando con la Administración y la
brillantez de los proyectos de la joven ingeniera, hicieron posible que un año
después la cooperativa de agricultores estuviese construyendo su fábrica de
conservas vegetales. Pequeña y humilde en un principio, pero que no dejó de
crecer con el tiempo, absorbiendo la producción de una amplia zona.
Fueron años de desmesurado
esfuerzo, pero llegó un momento en que las cosas parecían andar solas; las
cooperativas crecían y se desarrollaban sin la voluntad de Luisa Valdueza. Ella
era consciente de la necesidad de su presencia, pero comenzó a ocuparse un poco
de sí misma. Ya no era joven, y estaba cansada. Arregló algo su casa, que
estaba casi tal cual quedó en aquellas primeras reparaciones que hizo con sus
manos y alguna ayuda de los vecinos. Y compró libros, que era algo que siempre
había quedado pendiente, y se asomó a los mundos que le entreabrió la anciana
maestra. Y fue envejeciendo en paz, siempre vigilante de su obra, atenta a su
gente, sin dejarse tentar por vanidades.
Adelina se ha sentado en el
sillón de mimbre de Luisa. Tiene en sus manos el último sobre, el suyo. Lee
entre lágrimas las palabras de la anciana con la que ha vivido desde niña; le
deja todas sus propiedades: la casa en la que ha muerto y el pequeño huerto
anejo, lo que heredó de la madre a la que nunca conoció.
Bonito texto, que te reconforta con lo humano; muy conveniente en estos días.
ResponderEliminarUn abrazo Pedro
Mi querido Luis, ambos hemos andado un poco por el mundo y creo que ambos hemos conocido esa, poco frecuente, condición de los humanos que llamamos honradez. No sé si es condición natural o adquirida educacionalmente, quizás sea una mezcla de ambos orígenes, pero en una sutil proporción que la hace tan infrecuente. Y sí, el virus está destapando lo peor de nuestra sociedad. Es un triste espectáculo ver regresar de la alcantarilla lo que creíamos desechado.
EliminarAbrazo.