martes, 22 de octubre de 2019

No parece haber lluvia que nos lave









Al amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.

Gabriel García Márquez

El mar del tiempo perdido
(1961)







l agua ha lavado lo que el agua puede lavar, y el mundo parece nuevo, casi reciente. Cuando escampa y se abre algo el cielo, José se decide a salir y encaminar sus pasos por la cuesta que a diario le lleva al mesón de Rojo. Ha llovido mucho, pero la tierra sedienta apenas deja regueras ni charcos; el páramo no tiene agua que no se beba él, ni que le sobre para mandar al Yebro seco.

Al entrar en el mesón el viejo maestro siente que la nitidez del mundo nuevo se queda a la puerta, dentro está el tufo rancio de la vieja España. José se sienta a su mesa de todos los días y observa, recortada en el contraluz de la ventana, una sombra de greñas coloradas que perora entre aspavientos; no tarda en reconocer al Rojo de Valderas. Agustín Alonso Rubio tenía pelo bermejo y era natural de ese pueblo, en la comarca por donde León se adentra en la Tierra de Campos; de ahí su sobrenombre. Durante el Trienio Liberal, entre 1820 y 1823, Agustín levantó una facción de cincuenta hombres que cabalgaron por León y Castilla al viejo grito de diospatriarey, defendiendo el absolutismo que amparaba la Iglesia. Para unos fue un ladrón faccioso, y para otros un héroe de ardiente amor a la religión y al rey. Los constitucionalistas lograron capturarle, y el doce de febrero de 1823 le dieron garrote en Valladolid, en el Alto de San Isidro, y allí mismo le sepultaron. Unos meses después, el trece de julio, la Iglesia rescató el cuerpo de su defensor, y en solemnísima ceremonia lo trasladó a la iglesia de San Andrés, donde fue nuevamente sepultado bajo pomposa lápida loadora de sus gestas. Lapida que fue destruida posteriormente, sin que en la actualidad se tenga noticia del paradero de los restos del bermejo faccioso.

Sentada a la mesa, junto a la ventana, otra sombra escucha la aspaventera perorata del pelirrojo, en silencio, con la sonrisa del que está de vuelta. El viejo maestro sabe de quien se trata, ha charlado con él en otras ocasiones. Victoriano López Rubio, del Partido Comunista, ganó las elecciones de 1933 y fue elegido alcalde de Valderas. Los intentos de poner en practica sus ideales sociales bajo el amparo de la legislación de la República, llevaron a que el pueblo fuese conocido en la región como Valderas la Roja. El veinticuatro de julio de 1936 una fuerza compuesta por trescientos individuos, entre los que había militares, falangistas, requetés y guardia civil, entra en Valderas. Tras los saqueos, registros y persecuciones se llevan a doscientas personas detenidas. Cien son fusiladas. Victoriano López muere apedreado tras atroces torturas, en las que no faltó grabarle a fuego un INRI en la frente.

José sale del mesón en busca de aire. Extiende la mirada por la amplitud del paisaje de nubes y páramo. Hincha sus pulmones en un intento de limpiarse el alma de los posos que hoy le han dejado las sombras visitantes. Seguimos igual ―piensa―, no parece haber lluvia que nos lave.

















jueves, 10 de octubre de 2019

La meditación del barrendero










uatro mil años llevan sonando en el mundo los cánticos del barrendero de este pueblo. Mantras védicos. Sánscrito, sánscrito védico. El idioma de los dioses. Y uno no es capaz de reconocerlo; no sabe nada al respecto.

la repetición de estrofas, de sonidos, el ritmo, ayudan a la mente en la liberación de lo material, facilitan la meditación. Es como ese cabeceo de los judíos al rezar, las letanías o la aparentemente absurda repetición de avemarías de los católicos. La meditación me ayuda mucho. Hago mi trabajo mientras entono las ancestrales salmodias que ponen mi espíritu lejos de la basura que recojo. Hasta que llega la hora de cambiar la escoba por los pinceles y mi otro yo del día se enfrenta al lienzo…

No he vivido nada que pueda acercarme a las experiencias del barrendero. Mientras me habla recuerdo aquellos rosarios del fin del día en el colegio; teníamos perfectamente cronometrado lo que duraban con cada fraile. Ninguno se acercó nunca a las marcas del pequeño de aquellos dos hermanos. Recuerdo que también se le daba bien el frontón. He oído que después de la frontera del 75 dejó los hábitos y se casó con la hija de un fabricante de pegamentos vecino del colegio.

Nunca sentí los efectos de la repetición de avemarías.

El barrendero sigue adelante con su escoba, su pala, su carrito, su cántico y su meditación. Y yo me quedo con mis limitaciones, con la falta de esas experiencias.

Gracias, amigo barrendero, por tus ratitos de charla, por condimentar algo el gris de cada día.