martes, 12 de junio de 2018

Doce de junio












E
s un doce de junio de jersey y algo más a la tarde, aquí, por este Guadarrama aún sin verano. Hoy hace un año que cumplí setenta, y a mis cincuentayveintiuno todo sigue igual, más o menos igual, en el constreñido ámbito de mis circunstancias. Sigo observando con atención crecer las plantas, barro hojas, corto ramitas, animo a los geranios y a las rosas en su floración, agradezco a las celindas la exuberancia de su blanca sencillez... Y cuando me canso viajo, viajo bastante, viajo a los mundos de esos hombres dados a inventarse mundos y que han tenido la deferencia de contárnoslo en sus libros. Menos mal que siempre ha habido individuos de este pelaje.

Y en estos días, para compensarnos de tristezas como la torpe xenofobia de Quintorra o la brutalidad de Matteo Salvini, los socialistas han sido capaces de darnos la alegría de orear este país. No sé cuánto podrán, pero ya han podido mucho. Siempre agradeceré ese ilustre ramillete de señoras prometiendo sus cargos de ministras. Hermoso. Esperanzador. Hacía falta. Gracias. Y estos aires —miel sobre hojuelas— también han ventilado algunos de los tufos que a tantos nos apartaron del socialismo hace muchos años. Esperemos que la ventilación continúe por la querida Andalucía.

Y anoche, a las doce y media, me llega un video de mi nieto Gabriel —en octubre hará cuatro años— cantándome con su guitarra la primera felicitación del día. Pues qué más quiero.












lunes, 4 de junio de 2018

La Doro










A vida é a hesitação entre uma exclamação e uma interrogação.
Bernardo Soares


…?


E
n su entorno inmediato fue la Doro; en el mercado, donde pagaba religiosamente, la señora Doro; y en el Registro Civil fue Dorotea de Miguel Cansino. Durante muchos años vivió en una buhardilla de la madrileña calle de Toledo, separada tan solo por la ripia y la teja del hielo de enero y el sol de agosto. Se ganaba la vida regentando un chiscón de madera habilitado en el portal de la misma finca. Chiscón y buhardilla fueron el pago que por toda su juventud le dio un tipo barrigón, entrador del matadero, traje a rayas, habano, palillo entre los labios, reloj de oro, dientes de oro, y uña larga en el meñique derecho.

En el cuchitril del portal, acunada en las coplas de Estrellita Castro que emanaba su Telefunken, la Doro vendía unos caramelos de azúcar y vinagre que ella misma hacía. También cambiaba sobadas novelas de amoryguerra a modistillas y aprendices que intentaban sacar la cabeza de su cotidiana miseria. Pero el fuerte de su comercio fueron los afamados cigarrillos de producción propia, liados con buen papel de arroz y la materia prima que unos colilleros —cosechadores en barrios selectos— le suministraban. Ella sabía clasificar por calidades y airear y secar el tabaco para lograr tan apreciado producto.

Tan pronto como la Doro dejó de interesar al tipo barrigón, el Niano se le coló en la buhardilla y ya no hubo forma de echarle. Justiniano Trancoso dejó sus dos piernas por algún rincón del frente de Tarragona en agosto de 1938, se las llevó una granada de mortero “nacional” mientras se jugaba a los chinos un paquete de “caldo” con unos paisanos. Si la movilización le hubiese pillado en otro sitio la granada habría sido del bando opuesto, y el Niano podría haber sido don Justiniano, del Benemérito Cuerpo de Caballeros Mutilados por la Patria. Pero las cosas fueron como fueron y el Niano solo pudo ser un lisiado que se arrastraba sobre la plataforma de hule que reforzaba sus posaderas, y se servía del carrito que le fabricó su cuñado Demetrio, un manitas que también le hizo los tacos de madera que ajustaba a sus manos con correas y con los que se impulsaba a modo de remos. Era de ver la habilidad que llegó a desarrollar y la potencia con que sus brazos le proyectaban, en salto prodigioso, de su vehículo a la banqueta de la barra de un bar tan pronto le invitaban a un chato. Era igualmente de ver la velocidad con que ascendía los tramos de escalera hasta la buhardilla, al llegar la hora del pobre cocido que lograba hacer la Doro. Pero esa potencia no duró siempre, y llegó un momento en que la asunción y descenso del Niano requirió del artilugio que el bueno de Luisón, el pocero del segundo, instaló en el hueco de escalera. Mediante unos polipastos y un torno de los usados en su oficio construyó un ingenio que elevaba o bajaba al lisiado en su carrito, teatralmente iluminado por el cenital tragaluz, con el esfuerzo de los cada día más debilitados brazos de la Doro y la ayuda de algún vecino.

De la relación triste de la Doro y el Niano vinieron al mundo dos criaturas que solo duraron días. También llegó Luisillo, cuya vida fueron dieciocho años de sufrimiento. Todas las taras del hambre y la miseria de siglos quisieron concentrarse en aquel cuerpecito, que sin embargo albergó un espíritu bondadoso y sensible al que no corrompió la sordidez del entorno. Estudió algo, lo que su madre pudo pagar y su pobre naturaleza soportar, en el vecino colegio de La Paloma. Tenía una sorprendente facilidad para el dibujo, y en ello encontró el medio de ayudar a su madre: copiaba santos de un libro de estampas que le había regalado un profesor del colegio, y el ciego Tomás, vecino de la casa, los vendía en el mercado de La Cebada mostrados como pliegos de cordel. Las ganancias, repartidas al cincuenta por ciento, no daban para mucho, pero eran algo.

También llegó la hora del Niano, cuando tan solo era un peso muerto para la agotada Doro, que solo recibía ya manotazos e improperios.

Vinieron después unos años más tranquilos, en que la mujer fue adaptando a los tiempos la mercancía ofrecida en su zaquizamí. Poco obtenía, pero poco necesitaba.

Y sucedió que un día llegaron los hijos del ya casi olvidado entrador del matadero reclamando el desalojo de su propiedad. La Doro nunca había llegado a tener escrituras.

Después fueron años terribles de calle y limosneo hasta ser recogida por la beneficencia pública en situación de absoluta demencia.

Hoy, Dorotea de Miguel Cansino es unos ojos perdidos en inmensa interrogación, y un amasijo de hueso y pellejos colocado en un rincón del asilo sobre una silla de ruedas que los empleados cambian de sitio cuando estorba.