La imagen de esa anciana está en la confusa niebla en que se mezclan los recuerdos de la infancia con la oralidad familiar. Es una imagen viva, con olor y color, táctil, que le ha acompañado toda la vida. Una habitación en penumbra; la anciana vestida de negro, sentada junto a una ventana por la que puede verse la explanada que se abre frente a la casa; un pañuelo, anudado bajo su barbilla, deja escapar algo de pelo blanco y enmarca un rostro de cuero; las manos deformadas descansan sobre la falda. Su mirada tiene una tristeza honda y está lejos del paisaje al que dirige sus ojos a través de la ventana. Su hija, ya también anciana, le atiende. Hay un olor ácido, a ancianidad, quizás a muerte, que se mezcla con el olor de la fruta y el del sudor de los caballos, de las sillas de montar y los arreos, de la alfalfa y del amanecer. Imágenes que se cruzan con el golpe seco, con la sangre en la cabeza de una mujer golpeada por el contrapeso que se escapa de una báscula; con el montón de agonías que aletean en el corral y la risa de la muchacha que mata pollos, en un rápido crujido que les rompe el cuello. Comida para la visita que se anunció en la polvareda del camino y que llega en estruendo de bocinas y risas. La guacha torda sigue al niño como un perrito por el mundo interminable de la chacra, donde los caminos se adentran sin fin, saliendo de las geometrías del agua y los frutales para entrar en paisajes enigmáticos a los que no se adivina término, entre caballos, vacas, bichos y enormes sapos. Un prometedor universo por descubrir donde todo le es nuevo y excitante. Hoy, quien fue aquel niño, desde aquí, sitúa la mirada de la anciana en la nostalgia de la tierra que había dejado setenta años antes, en la dura Somoza leonesa, la tierra del trajín, la recua y el hambre. Ella fue allí con su juventud y su marido a inventarse un país, a crear una lengua y un paisaje en ese Río Negro por hacer, en el camino del fin del mundo. Al final de su larga vida, después del brutal esfuerzo que ha creado cuanto le rodea, su alma tiene que guarecerse al rescoldo de la lejana lumbre de la infancia.
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La imagen de esa anciana está en la confusa niebla en que se mezclan los recuerdos de la infancia con la oralidad familiar. Es una imagen viva, con olor y color, táctil, que le ha acompañado toda la vida. Una habitación en penumbra; la anciana vestida de negro, sentada junto a una ventana por la que puede verse la explanada que se abre frente a la casa; un pañuelo, anudado bajo su barbilla, deja escapar algo de pelo blanco y enmarca un rostro de cuero; las manos deformadas descansan sobre la falda. Su mirada tiene una tristeza honda y está lejos del paisaje al que dirige sus ojos a través de la ventana. Su hija, ya también anciana, le atiende. Hay un olor ácido, a ancianidad, quizás a muerte, que se mezcla con el olor de la fruta y el del sudor de los caballos, de las sillas de montar y los arreos, de la alfalfa y del amanecer. Imágenes que se cruzan con el golpe seco, con la sangre en la cabeza de una mujer golpeada por el contrapeso que se escapa de una báscula; con el montón de agonías que aletean en el corral y la risa de la muchacha que mata pollos, en un rápido crujido que les rompe el cuello. Comida para la visita que se anunció en la polvareda del camino y que llega en estruendo de bocinas y risas. La guacha torda sigue al niño como un perrito por el mundo interminable de la chacra, donde los caminos se adentran sin fin, saliendo de las geometrías del agua y los frutales para entrar en paisajes enigmáticos a los que no se adivina término, entre caballos, vacas, bichos y enormes sapos. Un prometedor universo por descubrir donde todo le es nuevo y excitante. Hoy, quien fue aquel niño, desde aquí, sitúa la mirada de la anciana en la nostalgia de la tierra que había dejado setenta años antes, en la dura Somoza leonesa, la tierra del trajín, la recua y el hambre. Ella fue allí con su juventud y su marido a inventarse un país, a crear una lengua y un paisaje en ese Río Negro por hacer, en el camino del fin del mundo. Al final de su larga vida, después del brutal esfuerzo que ha creado cuanto le rodea, su alma tiene que guarecerse al rescoldo de la lejana lumbre de la infancia.
Después,
para el niño, son imágenes en el mar del regreso, cotidianidad en
aquel barco del humo lento, donde las gentes bailaban al pasar el ecuador.
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