viernes, 20 de agosto de 2021

Desesperanza









 

La desesperanza parece extenderse. Se deposita como el polvo del tiempo, como la ceniza del incendio, sobre los pueblos, las calles, las cosas, la gente. Una desesperanza que enturbia ojos y endereza sonrisas.

Los viejos están desesperanzados. Su mundo se ha visto reducido a la casa y cuatro calles en el mejor de los casos, o al horror de la residencia, reducto de muerte, quizás en uno de los peores. Los viejos sienten como, al difuminarse el horizonte, se les anquilosan las articulaciones y el alma; les duelen los huesos, la ausencia de los amigos y la pérdida de su mundo.

Y yo debo de estar viejo.

De jóvenes, solo teníamos tiempo para pensar en los garbanzos, en salir adelante. Tristeza sí, claro, tristeza había, toda la que podía infundir un país triste, en blanco y negro, como era este, pero desesperanza no, no recuerdo haberla sentido. Creíamos posible un futuro. Creíamos posible vencer al tirano.

Hoy, me parece ver una juventud desesperanzada.  

Hay situaciones nuevas, en extremo inquietantes, qué duda cabe. La pandemia ha dejado una humanidad atónita en un mundo parado; y no parece nada claro que podamos regresar al que dejamos atrás. La historia de los hombres va unida a las pandemias, a todas las que han ido superando. Parece lógico pensar que esta sea una más, pero inquieta ver a los científicos titubeantes, a pesar de los evidentes logros con las vacunas.

Hace unos días veía desde mi casa un horizonte negro por el que trataba de filtrarse la bola roja de un sol de ocaso. Era humo de un incendio lejano, en Ávila, que hoy, seis días después, sigue activo. Apenas nada si lo comparamos con el mundo ardiendo, helado, inundado o destruido por huracanes de que nos hablan de continuo los medios de comunicación.

Con más o menos base científica se nos anuncian otras aterrorizantes consecuencias del cambio climático en un futuro que cada día nos colocan más próximo: pandemias por virus y bacterias redivivas surgidas del descongelado permafrost, migraciones masivas, hambre, guerra, muerte etc. etc.  

Los informes del IPCC, ese organismo de las Naciones Unidas que evalúa el cambio climático, dejan poca o ninguna alternativa a la desesperanza.

A todas estas situaciones nuevas tenemos que añadir las que podemos considerar consuetudinarias, de siempre, conocidas, repetidas en el tiempo. Pongamos por caso el reciente triunfo del mundo civilizado ─capitaneado por los yanquis─ abandonando Afganistán en medio de un absoluto caos. Asunto repetido y conocido en la historia reciente. Pero es incomprensible el inaudito ridículo de Biden, pocas horas antes de la entrada de los talibanes en Kabul, pronosticando el futuro inmediato de la zona.

Fueron sorprendentes también las declaraciones de un militar español valorando las previsibles dificultades de los talibanes ante la superior preparación y mejor dotación de armamento del “ejército afgano;” cuando las milicias debían de estar ya en la capital, o entrando con toda tranquilidad.

¿Cómo puede entenderse tanta ignorancia sobre la realidad del país que tienen ocupado? ¿Tenemos que creer que los servicios de información yanquis no pudieron prever lo sucedido?

Las religiones consuelan al hombre de su condición mortal y le elevan de su insignificancia en el universo, pero le dan la posesión de la verdad absoluta, lo que les suele hacer temible martillo de herejes. A lo largo de la historia no ha habido martillo más eficaz que el de los católicos. No es carrera que puedan igualar ya los islamistas ni su radicalismo afgano.

Nuestros particulares talibanes, los de andar por casa, tienen, de momento, el martillo en el armario, pero nunca debemos bajar la guardia. De continuo estiran el cuello y alzan la voz, para que sepamos que ahí están. Pongamos, por ejemplo, al ínclito cardenal Cañizares, a la sazón arzobispo de Valencia, pródigo como pocos en despropósitos que serían hilarantes si no conociésemos el horror de que pueden acompañarse. Y últimamente hemos tenido que escuchar al esperpéntico exministro Camuñas, en su partido político de turno, el PP, en un incompresible retorno a su añoranza, justificando, una vez más, la sublevación militar de 1936.

El PP, un partido que corre, como pollo sin cabeza, tras la conquista del poder, de su poder. Sin parar en licitudes o cuestiones de Estado. Un partido mediatizado por el muy preocupante crecimiento de esa vieja sinrazón hecha ideología que podríamos definir con la imagen de la sonrisa de Morticia Monasterio, esa sonrisa que de inmediato se hace afilado, amenazante filo de navaja.

Y enfrente, en el poder, un PSOE desnortado, con un cáncer interno y unos socios de gobierno empeñados en incomprensibles cambalaches con el palurdo e insolidario independentismo catalán.

Pues estamos listos, piensa el viejo en su constreñido mundo. No sabe si ir a tomarse un chato a la taberna, donde, de seguro, algún pepero le coloca las consabidas y profundas consignas al uso: moros de mierda y panchitos de los cojones. Estamos listos.

Servidor no puede por menos de pensar en los nietos.

 

 

 

 

  

 

 

 


domingo, 15 de agosto de 2021

Lo agrio de nuestro tiempo

 



Tratando de esquivar lo agrio de nuestro tiempo me encuentro en la red con el conocido retrato de Virginia Woolf que, en 1902, le hizo George Beresford. Me detengo a observarlo. Creo que en él me refugio. Tras la belleza que conmueve y la serenidad que emana, está ─entre el exquisito dibujo de los rasgos─ esa mirada hacia ninguna parte, esa interrogación que no espera respuesta. Una mirada, quizás, hacia el horror que ya conoce. El atisbo, tal vez, de la derrota del talento y la belleza por la enfermedad y el sufrimiento.

 



En este entretenimiento del tiempo pandémico que es hurgar en lo que fue revisando viejos papeles, he encontrado, entre los de un tío abuelo, una foto de Nadar, el fotógrafo de las celebridades en el París de finales del XIX. Ignoro quién es la dama fotografiada y la razón por la que mi pariente atesoró este retrato que ha llegado hasta mí y yo he regalado a uno de mis hijos. La belleza de la foto merece su conservación, sin duda, como la merece la austera elegancia de esa desconocida que me llega desde los lejanos tiempos de la Francia del imperio liberal.