lunes, 3 de octubre de 2016

El cabo Morales













El cabo Morales se movía con aplomo de conocedor por las anchuras despejadas del Campamento, siempre con un coro de reclutas en redor acogidos a la seguridad que emanaba el gitano. Pollos apretándose a gallina en medio hostil.

El cabo Morales no tenía esa tendencia a la verticalidad y al estiramiento tan común en los varones de su raza; propendía más bien a la redondez; pero sus ojos, sus labios y su piel reclamaban la inclusión entre aquellos nómadas llegados aquí desde la India, tras dios sabe cuántas paradas, hace quinientos o seiscientos años. Hablaba un castellano con mil adobos fónicos, entreverado de poco catalán y algo de caló. Apenas sabía leer, y firmar era un esfuerzo lento con la lengua entre los dientes.

No sé cómo llegó a alcanzar la condición de cabo primero. Vaya usted a saber. Lo mismo se debió al sentido común de alguien. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que el cabo Morales era un inhabitual remanso de seguridad para los reclutas que tenían la suerte de llegar a su Compañía, en aquel CIR catalán de las estribaciones pirenaicas, en los primeros años setenta del siglo pasado.

Lo procuré, pero no conseguí que Morales me hablase mucho de sí mismo. La marginalidad ancestral de su pueblo, el miedo al sistema y la poca seguridad que uno podía inspirar, no hacían fácil la comunicación. Al fin y al cabo uno era un superior, más o menos de verdad, de las Milicias Universitarias esas, pero más valía ser prudente. Supe que había formado una familia, cobijándola en una chabola que levantó en alguno de los poblados gitanos del entorno barcelonés. Y que vivía de alguna, no recuerdo cuál, de las actividades habituales entre los calés de la época.

Ya eran tres o cuatro los churumbeles que alborotaban la chabola cuando aquel cura joven llegó al poblado y se instaló entre ellos, y su honradez fue ganando voluntades entre gentes tan hechas a desconfiar del payo y de lo payo, y adquirió predicamento. El caso es que la María, la mujer de Morales, se hizo asidua a las liturgias y actividades del curilla en el chamizo que instaló a modo de parroquia entre basura y escombros; y andando el tiempo María fue convenciendo al marido de la necesidad de poner “orden” en sus vidas, según los criterios del sacerdote. No tardó mucho el futuro cabo en verse, traje a rayas, zapatos puntiagudos, mujer de negro al brazo, ante el cura que oficiaba su boda. Después fueron bulerías y vino. Y después un interminable papeleo, dirigido y acicateado por el curilla, hasta lograr la existencia administrativa de la familia.

Y llegó aquella carta, y Morales la llevó a que se la leyese el párroco.

- ¡Cagoendios! Por jugar a payos…

Y tras la indignación la marcha a la mili. Y la mujer y los hijos dejados al cuidado de padres, de hermanos, de la unión familiar de los gitanos.

Después conocí yo al cabo Morales, el que cobijaba asustados pollitos mientras pensaba en sus hijos y esperaba el regreso, en aquel CIR de los barracones verdes, en las laderas del Pirineo.