sábado, 20 de septiembre de 2014

Bajo por la Calle de Toledo








Esta podría haber sido una mañana para grandes cosas, pero las dejo para otro día y me limito a coger el tren de las diezytreintayseis, que me deja en Sol. Cruzo California subiendo hacia el Valle Yosemite, acompañando en su retroceso al joven profesor Smith con su pony de Shetland, su caballo y sus dos perros escoceses; caminamos por un mundo que regresa a los orígenes y en el que la humanidad ha sido casi destruida por la Peste Escarlata de Jack London. De fondo, se escucha a Peggy Lee cantando Johnny Guitar. Bajo por los soportales de la Calle de Toledo, desde la Plaza Mayor. Paso frente al  templo del Colegio Imperial, apeado de su rango catedralicio. Sorteo a los jóvenes del Instituto San Isidro, cumplidores de esa extraña moda que los tiene tirados en la mugre del suelo madrileño, y me llego a la tienda de salazones del número 44. Unas anchoas de Santoña y unas huevas de maruca supongo que serán buen maridaje – que dicen ahora – para los Cherrys confitados con cebolla y los pimientos encurtidos de mi huerta, que llevo en la faltriquera. Me voy dejando caer por las Cavas, Puerta Cerrada, Vicaría y Santiago hacia la Plaza de Oriente, donde hemos quedado para despacharnos unas judías con torcaz del maestro Ambrosio, previos los entrantes que servidor porta. Y tras el rito de charla, vino y comida, el regreso a casa en compañía del viejo profesor Smith, que habla a sus nietos de un mundo que fue, en un idioma que los niños ya no entienden; un mundo destruido por aquella peste que surgió en el verano de 2013, cuando él tenía veintisiete años. Ya no oigo a Peggy Lee.




     

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Gritos en la memoria









Militarismo y Represión
Melecio Galván





   
P
arecen gritos, sí, sí, ¡son gritos!, pero… no termina de entender lo que dicen. Lo que le parece oír no puede ser, no es concebible en ese lugar. Es una mañana de abril sin primavera del año 1971, y el sargento llega terminando de abrocharse, con la somnolencia de la rutina gris del ejército, ascendiendo la desesperanzada cuesta que lleva a las alineaciones de los barracones, entre los que ya está formada la compañía.
          — ¡Hermanos tirad las armas, vayámonos de aquí!
 Entre la formación, unos brazos se agitan acompañando a los gritos.
          —¡Viva la paz!
          —¡Viva el amor!
          —¡Viva la libertad!
Se oye alguna risa, respuesta nerviosa a lo insólito, a lo incomprensible.
          — ¡Mientras haya ejércitos habrá guerras!
Las filas se descomponen con la búsqueda del autor de los gritos; murmullos; ojos incrédulos en las caras juveniles, buscando a los mandos, esperando la represión entre la que han crecido…
         —¡Hermanos…
Un recluta vestido con uniforme de instrucción —entre sus compañeros en ropa de gimnasia— lanza su proclama. La voz, casi  infantil, surge entre las caras atónitas, y se alza encajonada entre las paredes verdes de los barracones. Dos cabos inician un amenazante movimiento hacia el joven, lo que termina de aclarar el cerebro del sargento que ve la necesidad de actuar y de hacerlo con rapidez. Se acerca al muchacho indicándole que le acompañe, lo que hace dócilmente. Da órdenes a los cabos para que vayan bajando la compañía a gimnasia y entra con el recluta en uno de los barracones.
         —Pero… ¿Tú estás loco? ¿Qué coño haces?
Las manos frenéticas giran la gorra. Los ojos, en disparatado movimiento, en un rostro juvenil de rasgos suaves…
         —Yo me declaro pacifista, ya lo hice en la caja de reclutas, y… me        mandaron a a la mierda…                          
El sargento no sabe si ve valor o inconsciencia…
     — No aguanto más. Tengo que dar este testimonio…
Los ojos y la voz del recluta se empañan y la cara se contrae ahogando el llanto.
     —Mira, aquí lo que hay que hacer es terminar la puta mili y largarse…
     —No, no, yo tengo que dar testimonio, tengo que dar testimonio de mi fe cristiana… tengo que…
     -Tu fe cristiana, no me jodas!, ¡tu fe cristiana! Esa fe es patrimonio de los que te van a joder vivo; y a mí, como no me espabile. No tengo ni puta idea de qué hacer. En estos momentos ya debe de hablarse del asunto en todo el campamento. Tengo que pensar. No te muevas de aquí, no salgas de este barracón, no hables con nadie, espérame aquí. ¡No salgas!, ¿me oyes?, ¡no salgas!
       —Te repito que tengo que dar testimonio de Cristo…
       —Sí, coño, pero ¡espérate!
       —Bueno, bueno, esperaré. Pero…
       —¡Cállate, coño! No salgas, no hables con nadie.
Realmente el sargento no sabe qué hacer. No tiene ni idea de cómo enfocar las cosas, el chaval ha montado un buen lío. En realidad no sabe si puede hacer algo, pero da por hecho que tiene que intentarlo. Es consciente de que los militares no van a pasar por alto el asunto, intuye que desplegarán toda la parafernalia en su liturgia justificadora y ejemplarizante. La noticia ya habrá llegado lejos, tiene que hacer algo y pronto. Él también se la está jugando. Le ha llamado la atención la fundamentación cristiana en la argumentación del recluta; es algo nuevo. En las guardias, el sargento ha hablado con algún Testigo de Jehová, que por aquel entonces abundaban en las prisiones por su negación a prestar el servicio militar; pero las razones de estos, también religiosas, le parecen lejanas, ajenas, quizás exóticas.  El sargento, como la mayor parte de los jóvenes de su generación, siente un fuerte rechazo al ejército mantenedor de la dictadura; y a la prepotencia de militares y curas aliados en el régimen cruel, gris y alienante. El sargento no se siente religioso, pero la postura de este muchacho, basando su antimilitarismo en la fe cristiana, le parece culturalmente cercana e inteligible. Siente la autenticidad del chaval frente a la incongruencia propia, a la propia impostura; siente la gallardía del rebelde frente a su personal y simple acatamiento de lo impuesto. <<Quizás no todo sea gallardía, los ojos de este muchacho… no está bien, seguramente no está bien…>>
         —Mi sargento, yo conozco a ese chico, fuimos compañeros de colegio… estudia ciencias físicas… siempre ha sido muy buen estudiante… estaba en tratamiento psiquiátrico…
Ese puede ser el camino… El sargento habla con sus compañeros los médicos de IPS, les pide consejo y ayuda para preparar una estrategia.
       —Mi capitán, hay informes de los médicos… estaba en tratamiento… parece ser un magnífico estudiante… en el test de Raven dio la mejor puntuación…
        —Mire sargento, déjeme de hostias. El único loco que he conocido se cortó los güevos pa ver lo que tenían dentro…
El sargento cree recordar que fue un junio caluroso, pero no está seguro. Lo que sí recuerda perfectamente es el viaje en tren con los reclutas que servirían de testigos en el primero de los dos Consejos de Guerra.
       —Pues una de las cosas que dijo fue: ¡muera Franco!
       —¿Tú lo oíste?
       —A mí me han dicho que lo dijo…
      —Pues te limitarás a decir lo que tú oíste, y no lo que te han contado. ¿Me entiendes? Solo puedes declarar lo que tú has oído. Y esto sirve para todos, solo podéis declarar lo que cada uno ha oído. ¿Está claro?
A la puerta de la sala del Consejo de Guerra el sargento ve al acusado en compañía de sus padres.
       — Mirad, este es P… el sargento de complemento de mi compañía…
Y P…, desconcertado, solo es capaz de balbucear sin sentido. Siente un fuerte desasosiego, quizás vergüenza, ante aquellos padres afligidos; le parece estar representando a la sinrazón.
Consejo de Guerra para fallar la causa sumarísima por delito de sedición. Una interminable mesa presidencial repleta de uniformes de gala, colorido y brillos de quincalla. Un muchacho de veintidós años con alguna disfunción en su cerebro. Cinco años de prisiones militares.
Diez días después tiene lugar el segundo Consejo de Guerra, por anulación del primero. Seis años de prisiones militares.
Después son veintiocho meses de recorrer prisiones por toda la península: Castillo de Figueras, Psicopático Militar de San Baudilio, Prisión Civil de Figueras, Prisión Militar de Barcelona, de Valencia, de Murcia, Prisión Civil de Cartagena, Penal de Galeras en Cartagena, Talleres Penitenciarios de Alcalá de Henares… Y después África, El Aaiún.
Pero estas últimas son cosas que P… conoce muchos años después, una vida después, cuando ya es un jubilado. Han quedado muy lejos aquellos meses de prácticas de las milicias universitarias, pero los hechos anteriormente narrados nunca se han podido borrar de su memoria. Y esa memoria le lleva un día a poner, en un buscador de Internet, el nombre de aquel recluta, el nombre de V…
Durante su estancia en El Aaiún, V… se cartea con J…, una prima segunda suya. La soledad del joven encuentra un remanso en aquellas cartas, que le hacen ir concibiendo esperanzas amorosas con aquella muchacha que le habla de desavenencias con su novio. A su regreso a casa, ya libre, pretende a su prima, a la que ha dejado el novio, un médico que acaba de casarse. V… es rechazado, y su cerebro centra la razón de su fracaso en el dolor causado a su amada por el novio que le ha abandonado.
 V… pide cita en la consulta del médico. Es recibido por la esposa, que le pasa al consultorio. Al ser preguntado por la razón de su visita V… saca un cuchillo de monte con el que apuñala hasta trece veces al médico. A los gritos de auxilio acuden la esposa y una anciana sirvienta, a la que V…, en su huida, también hiere.
La Audiencia estimó que V… cometió un delito de asesinato con alevosía y una falta de lesiones con atenuante de enajenación mental incompleta, y le condenó a veinte años de reclusión menor.
Cuarenta y tantos años después P… piensa en la definición de locura que le dio aquel capitán, cuando hacía las prácticas de milicias, en el  inició de esta triste historia de la que ahora ha conocido tan tremenda continuación. P… piensa en esa definición que —se le antoja—  resume una época en blanco y negro, en la que solo brillaban multicolores las medallas, los entorchados y los fajines sobre las barrigas de los generales en los Consejos de Guerra.