domingo, 30 de diciembre de 2018

Jóvenes y viejos










¿Pero quién me ha mandado a mí querer comprender?
¿Quién me ha dicho que había que comprender?
Alberto Caeiro







A
ntes de que comenzasen a oírse los golpes de la pierna protésica de Ahab, el repiqueteo de aquellos pasos óseos sobre la tarima pulida y blanqueada por años de lejía y asperón, aquel olor había llenado la casa. Hace días que llegó ese olor que Ahab trae del fondo del mar. Es el olor de las dársenas pesqueras, de las lapas recién arrancadas de la roca, de los erizos rotos. Pero el ajado levitón del capitán emana también un tufo rancio, que a mí se me antoja a grasa de cachalote para alimentar bujías. Ni el ajo, el pimentón y el orégano de los costillares adobados que Inés ahúma en la chimenea, pueden contrarrestar el olor del viejo marino que pasea rumiando su obsesión en el reducido ámbito del mesón de Rojo, en la paramera leonesa.

Los arrieros maragatos, con ojos hechos a ver de todo, ignoran al orate. Esos hombres adustos, con sus anchas bragas y sus sombreros de amplias alas, comen las sopas en silencio y mascan la cecina con parsimonia.

El cura de Valdurceda, gordo y colorado, solo tiene ojos y manos para las ancas que ha guisado Inés y que trajo esta mañana Anuncia, la ranera. La salsa picante parece llevar al párroco a un sudoroso éxtasis que le desconecta del entorno.

En la familia de Anuncia siempre ha habido raneros, y frailes, frailes músicos, pues tiene por las américas dos hermanos maestros de capilla. Pero el oficio de ranero está desaparecido. Se persigue mucho, por eso de la protección. La realidad es que apenas quedan charcas, y las pocas que quedan están envenenadas con tanta porquería como se echa hoy al campo. Ya no se oye el croar, en esta tierra.  Anuncia sigue saliendo a pescar algún día; por afición, solo por afición, que compensar no compensa. Casi todo lo que coge se lo come el cura, y más que hubiese. El cura no quiere saber nada de esas ancas chinas, o de donde sean, que ahora venden en La Bañeza. Inés le guisa las de Anuncia, en salsa o rebozadas, que también le gustan. Sixto, el secretario del ayuntamiento, asegura que el pimentón picante hace levitarse al señor párroco, un poquito, lo suficiente para poder pasar un periódico bajo sus posaderas. Eso dice Sixto.

El que sí ha logrado entablar conversación con los maragatos es ese jovencito en el que, oyéndole, he creído reconocer a Juan de Mairena. Su rostro también se ajusta al rasguño que de él hizo José Machado, allá por el año 36 del siglo pasado. El caso es que ese joven ha logrado hacer hablar a los ásperos arrieros de algo más allá de lo práctico de su trajín. ¡Qué guapo y qué joven está mi Marcelino!, dice Nina desde su sillón.

De pronto, un ruido rasga la quietud de este sitio olvidado. Un grupo de chavales veraneantes se acerca al mesón cabalgando sus motos. Entran entre risotadas y aspavientos, espantando toda sombra; tan solo permanece el extasiado cura, con sus ranas. Los muchachos traen los diversos acentos de los lugares a los que sus padres o abuelos emigraron. Los ruidosos jóvenes encajan mal en el decorado y en el paisaje en el que creemos vivir los viejos, y que seguramente ya solo existe en nuestra memoria.

Un cielo de potentes nubes se adueña del horizonte. El retumbar de algún trueno aún lejano y la algarabía juvenil me levantan de la silla y me hacen salir a oler y respirar la tormenta. Me encamino a casa con la luz espectral que precede a las gruesas y sonoras primeras gotas. Un coche para a mi lado; el cura saca su carota colorada por la ventanilla y se ofrece a llevarme a casa; un aliento a vinazo y pimentón me hacen improvisar una torpe escusa. El cura acude a su siesta, quizás en el confesionario, arrullado por la cantinela de alguna vieja contando maldades de su vecina.

Cuando llego a casa, ya llueve. La dulce Angustias ha encendido el fuego. Puedo sentarme junto a la ventana a ver caer la lluvia.





      
        


martes, 11 de diciembre de 2018

El mesón de Rojo








N
ina, la anciana viuda de Marcelino Rojo, insiste en que la figura que suele estar sentada en una mesa al fondo del mesón es su suegro Hermógenes, al que los falangistas fusilaron en el paredón del trinquete el año 39. Yo siempre supe que ese personaje que se recorta en el contraluz de la ventana que da al patio trasero, no es Hermógenes, es Eugenio de Aviraneta. Lo reconocí por las descripciones que de él hizo su pariente Don Pío, en los muchos libros que dedicó a contar las aventuras del conspirador. El primer día que me crucé con su tremenda mirada ya no tuve dudas, aquel menudo señor de levita era Aviraneta.

El mesón de Rojo es una reliquia de tiempos pasados. Hoy día está en medio de la nada, en el camino que sube de Valdurceda hacia el páramo, cruza las vías del tren y baja después hacia la vega del Órbigo. Es el único edificio que queda en pie del pequeño núcleo de construcciones que rodeaban la estación de aquel ferrocarril que dejó de funcionar hace ya más de treinta años. Todas las demás edificaciones ya son ruinas que regresan a la tierra con la que fueron levantadas.

Además del tráfico ferroviario, al mesón le daba vida el ir y venir de las gentes de Valdurceda que acudían a regar sus quiñones, esa ancestral forma leonesa de repartir las tierras comunales de las vegas. Tras pasar el día abriendo y cerrando surcos, repartiendo el agua que vertían los cangilones de la noria, los paisanos hacían un alto donde Rojo, para echarse una parrafada y unos vasos de vino al coleto.

Nada de eso queda. En el mesón viven Nina y su hija Inés, a la que se le fue el marido a poco de casarse. Inés ya es también anciana, pero sus brazos guardan fuerzas para mantener la casa y la poca hacienda que necesita el parco vivir de ella y su madre. Las puertas de la vieja venta siguen abriéndose a diario; se abren a las sombras de ayer y al raro paseante llamado por el cartel de hierro oxidado que el viento hace oscilar en su eje con agrio lamento.

El viejísimo gitano Melquiades, que no pudo resistir la soledad de la muerte, se sienta en una mesa cercana al fuego. Suele acompañarle José Arcadio Buendía, y los dos hablan despacio, casi en susurro, en la penumbra, apenas iluminados por las brasas. Nina ve en ellos a Marcelino y a Hermógenes, y desde el sillón de mimbre en que su ancianidad la tiene postrada, les cuenta lo mal que están los tiempos, y les pide noticias del más allá, sin esperar respuestas.

Cuando me jubilé no supe quedarme en casa, y seguí saliendo a la misma hora de siempre, con mis libros y mis papeles. En vez de ir al colegio cogía el camino de la estación y me llegaba al mesón de Rojo. Hace quince años que lo hago a diario y supongo que seguiré haciéndolo mientras sea capaz de subir la cuesta.

En invierno me siento en una mesa junto a la ventana que se abre a poniente, a la franja verde del Órbigo, a la línea gris y blanca del Teleno y al amplio y cambiante cielo. Allí leo, escribo y me entretengo con las habituales o inesperadas visitas que llegan al mesón. En verano suelo sentarme fuera, bajo la parra del patio, también con el horizonte del mítico Tilenus.

El día está frío y parece que se mete en agua. Creo que esta noche no voy a casa. Me distraigo observando cómo el cachazudo Pereira sostiene ante Inés la fórmula de su tortilla. Puedo ponerle ajo y perejil, y si quiere usted un poco de pimentón, que lo tengo muy bueno; le dice Inés. El lisboeta, horrorizado, claudica, y se come un par de huevos fritos de las gallinas que escarban en el corral. ¡Cuánto has engordado, Marcelino! dice Nina.

Suelo quedarme hasta ver el sol metiéndose tras el Teleno, y bajo al pueblo con las últimas luces. Cuando el tiempo se pone mal, Inés me hace unas sopas de ajo con un huevo escalfado, enciende la estufa del cuarto grande de la planta alta, y me sube a la cama una bolsa con ladrillos de los que siempre tiene junto a las brasas. Agradezco sentirme cuidado. Las tardes de mal tiempo se van haciendo frecuentes.

Hoy no he dormido bien. Quizás por el vinillo con que acompañé las sopas o por la acalorada discusión que en el cuarto se traían Chimista y Shanti Andía. Terminó de desvelarme la irrupción del prepotente Martín Zalacaín, imponiendo su presencia física de pelotari.

 Cuando bajo, Inés ya me espera con un tazón de leche y pan migado. Junto a mí se desayuna el señor David, el cartero, al que durante toda mi infancia y juventud vi subir a la estación con su cartera, a recoger las noticias que traía el tren correo y que luego repartía por Valdurceda. Un poco más allá está Rosendo, el barquero, que ejerció su industria en el río hasta la construcción del puente en los años sesenta del siglo pasado.

Ya apenas echo de menos el colegio. Me encuentro con hombres, apoyados en sus cachavas, a los que enseñé a leer. Me saludan con deferencia y respeto, y yo lo agradezco. Veo pasar los días y las estaciones desde esta ventana del mesón de Rojo. Me he habituado a esta quietud, sin esperar más que la posible novedad en las visitas de cada día al mesón, sin hirientes nostalgias, en este paisaje que amo y en el que siempre he vivido. 





   


  


       


lunes, 12 de noviembre de 2018

Não sou nada









Não sou nada.
Nunca serei nada.
Não posso querer ser nada.
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo.












Parece que algunos de vosotros habéis gustado mi tímido asomo del otro día al inabarcable mundo Pessoa. Por eso me atrevo a proponeros hoy una otoñal lectura en común de Álvaro de Campos; el mundano técnico que puso en versos algo de la angustia, la duda, el vacío, la añoranza de lo que pudo ser, la introspección del alma Pessoa. El arte y la belleza suelen tener un esqueleto de dolor.






TABAQUERÍA


No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
cuarto de uno de los millones en el mundo que nadie sabe quién son
(y si lo supiesen, ¿qué sabrían?)
Ventanas que dan al misterio de una calle cruzada constantemente por la gente,
calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de las cosas bajo las piedras y los seres,
con el de la muerte que traza manchas húmedas en las paredes,
con el del destino que conduce al carro de todo por la calle de nada.
Hoy estoy convencido como si supiese la verdad,
lúcido como si estuviese por morir
y no tuviese más hermandad con las cosas que la de una despedida,
y la hilera de trenes de un convoy desfila frente a mí
y hay un largo silbido
dentro de mi cráneo
y hay una sacudida en mis nervios y crujen mis huesos en la arrancada.
Hoy estoy perplejo, como quien pensó y encontró y olvidó,
hoy estoy dividido entre la lealtad que debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
Fallé en todo.
Como no tuve propósito alguno tal vez todo fue nada.
Lo que me enseñaron
lo eché por la ventana del traspatio.
Ayer fui al campo con grandes propósitos.
encontré sólo hierbas y árboles
y la gente que había era igual a la otra.
Dejo la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?
¿Qué puedo saber de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser esas mismas cosas que no podemos ser tantos!
¿Genio? En este momento
cien mil cerebros se creen en sueños genios como yo
y la historia no recordará, ¿quién sabe?, ni uno,
y sólo habrá un muladar para tantas futuras conquistas.
No, no creo en mí.
¡En tantos manicomios hay tantos locos con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna ¿puedo estar en lo cierto?
No, en mí no creo.
¿En cuántas buhardillas y no-buhardillas del mundo
genios-para-sí-mismos a esta hora están soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, de veras altas y nobles y lúcidas-
quizá realizables,
no verán nunca la luz del sol real ni llegarán a oídos de la gente?
El mundo es para los que nacieron para conquistarlo
no para los que sueñan que pueden conquistarlo, aunque tengan razón.
He soñado más que todas las hazañas de Napoleón.
He abrazado en mi pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto más filosofías que las escritas por ningún Kant.
Pero soy y seré siempre el de la buhardilla,
aunque no viva en ella.
Seré siempre el que no nació para eso.
Seré siempre sólo el que tenía algunas cualidades,
seré siempre el que aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta,
el que cantó el cántico del Infinito en un gallinero,
el que oyó la voz de Dios en un pozo cegado.
¿Creer en mí? Ni en mí ni en nada.
Derrame la naturaleza su sol y su lluvia
sobre mi ardiente cabeza y que su viento me despeine
y después que venga lo que viniere o tiene que venir o no ha de venir.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos al mundo antes de levantarnos de la cama;
nos despertamos y se vuelve opaco;
salimos a la calle y se vuelve ajeno,
es la tierra y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates,
mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería.
¡Come, sucia muchacha, come!
¡Si yo pudiese comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra todo, mi vida misma.)
Queda al menos la amargura de lo que nunca seré,
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico que mira hacia lo imposible.
Al menos me otorgo a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos por el gesto amplio con que arrojo,
sin prenda, la ropa sucia que soy al tumulto del mundo
y me quedo en casa sin camisa.
(Tú que consuelas y no existes, y por eso consuelas,
Diosa griega, estatua engendrada viva,
patricia romana, imposible y nefasta,
princesa de los trovadores, escotada marquesa del dieciocho,
cocotte célebre del tiempo de nuestros abuelos,
o no sé cuál moderna -no acierto bien la cual-
sea lo que seas y la que seas, ¡si puedes inspirar, inspírame!
Mi corazón es un balde vacío.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus me invoco,
me invoco a mí mismo y nada aparece.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, la acera, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que pasan,
veo los perros que también existen,
y todo esto me parece una condena a la degradación
y todo esto, como todo, me es ajeno.)
Viví, estudié, amé y hasta tuve fe.
Hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por ser él y no yo.
En cada uno veo el andrajo, la llaga y la mentira.
y pienso: tal vez nunca viviste, ni estudiaste, ni amaste, ni creíste
(Porque es posible dar realidad a todo esto sin hacer nada de todo esto.)
Tal vez has existido apenas como la lagartija a la que cortan el rabo
Y el rabo salta, separado del cuerpo.
Hice conmigo lo que no sabía hacer.
Y no hice lo que podía.
El disfraz que me puse no era el mío.
Creyeron que yo era el que no era, no los desmentí y me perdí.
Cuando quise arrancarme la máscara,
la tenía pegada a la cara.
Cuando la arranqué y me vi en el espejo,
estaba desfigurado.
Estaba borracho, no podía entrar en mi disfraz.
Lo acosté y me quedé afuera,
Dormí en el guardarropa
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo.
Voy a escribir este cuento para probar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como cosa que yo hice
y no encontrarme siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente:
Pisan los pies la conciencia de estar existiendo
como un tapete en el que tropieza un borracho
o la esterilla que se roban los gitanos y que no vale nada.
El Dueño de la Tabaquería aparece en la puerta y se instala contra la puerta.
Con la incomodidad del que tiene el cuello torcido,
con la incomodidad de un alma torcida, lo veo.
El morirá y yo moriré.
El dejará su rótulo y yo dejaré mis versos.
En un momento dado morirá el rótulo y morirán mis versos.
Después, en otro momento, morirán la calle donde estaba pintado el rótulo
y el idioma en que fueron escritos los versos.
Después morirá el planeta gigante donde pasó todo esto.
En otros planetas de otros sistemas algo parecido a la gente
continuará haciendo cosas parecidas a versos,
parecidas a vivir bajo un rótulo de tienda,
siempre una cosa frente a otra cosa,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el misterio de la superficie,
siempre ésta o aquella cosa o ni una cosa ni la otra.
Un hombre entra a la Tabaquería (¿para comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me enderezo a medias, enérgico, convencido, humano,
y se me ocurren estos versos en que diré lo contrario.
Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarro la libertad de todos los pensamientos.
Fumo y sigo al humo con mi estela,
y gozo, en un momento sensible y alerta,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es el resultado de una indisposición.
y después de esto me reclino en mi silla
y continúo fumando.
Seguiré fumando hasta que el destino lo quiera.
(Si me casase con la hija de la lavandera
quizá sería feliz).
Visto esto, me levanto. Me acerco a la ventana.
El hombre sale de la Tabaquería (¿guarda el cambio en la bolsa del pantalón?),
ah, lo conozco, es Estevez, que ignora la metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería aparece en la puerta).
Movido por un instinto adivinatorio, Estevez se vuelve y me reconoce;
me saluda con la mano y yo le grito ¡Adiós, Estevez! y el universo
se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza
y el Dueño de la tabaquería sonríe.












sábado, 10 de noviembre de 2018

Mañana de noviembre












Poco me imorta.

Poco me importa ¿qué? No sé, poco me importa.


Alberto Caeiro







H
ace otoño, y la luz de agua se queda en los umbrales de la ventana sin apenas penetrar en la habitación. El verde denso de la higuera se va haciendo trasparente palidez amarilla. Dentro de unos días todo serán palos expectantes, yemas, cápsulas de esperanza a la espera de la nueva vida que ordene el sol.

Y en esa luz paso la mañana, releyendo Los últimos tres días de Fernando Pessoa; días que recreó el amigo y sacerdote de su memoria: Tabucchi. Los libros cambian con la edad y la estación del año en que uno los lee. Recuerdo que hace años me pareció vivificante aquel retorno de António Mora, el loco de Cascais: todos los átomos que nos componen, esas partículas infinitesimales que son nuestro cuerpo de ahora, volverán después al ciclo eterno y serán agua, tierra, fértiles flores, plantas, la luz de la vista, la lluvia que nos empapa, el viento que nos azota, la nieve cándida que nos envuelve con su manto de invierno. António Mora… aquel loco lúcido que habló de dioses a Pessoa: … los dioses volverán, porque toda esta historia del alma única y de un solo dios es algo pasajero que está a punto de terminar dentro de los breves ciclos de la historia. Y cuando los dioses vuelvan los hombres perderemos esta unicidad del alma, y nuestra alma podrá ser de nuevo plural, como quiere la naturaleza.

Hoy, con la luz gris de la ventana y la melancolía del otoño, me aflijo en el desfile de personajes ante el lecho de muerte de quien expresó en ellos toda la humanidad que no cabía en su humilde persona, en su única persona capaz de ser muchas.

Y la aflicción me acerca al recurso que Bernardo Soares cuenta al yacente Pessoa: se llevó, a la villa junto al mar, a Sebastiaõ, el papagayo del carbonero de la esquina: … y así, mientras escribía, hablaba con Sebastiaõ y le enseñaba alguno de sus versos, los primeros de Tabaquería, “no soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada”. Él se los aprendió enseguida, y así conversábamos, yo describía la puesta del sol sobre las rocas y sobre el Océano y decía: venga Sebastiaõ. Y él repetía los versos de Tabaquería, mientras yo describía la tenue luz rosada, las nubes violáceas en el horizonte, en la hora que nos lleva a la nostalgia.

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… Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.              





             

viernes, 2 de noviembre de 2018

Pinceladas en un paisaje social













A
lfonso se autocalifica de “liberal”. Él no sabe ni bien ni mal qué es ser liberal, ni falta que le hace, pero se lo oyó a doña Esperanza Aguirre y le gustó. Y la Sra. Aguirre es para don Alfonso todo un referente político. Le sonó bien lo de “liberal”, le sonó a moderno, se lo apuntó y lo usa. Y si Esperanza es “liberal”, pues él también lo es, seguro.

Alfonso lleva unos cuantos años retirado; a él le gusta decirlo así. Pasa parte del verano en su finca de Málaga, y el resto del año vive en su chalé de la sierra madrileña, en las cercanías de un pueblo en el que la burguesía capitalina se aposentó a principios del pasado siglo. Chalé que le construyó su socio Gerardo, constructor, promotor inmobiliario y también “liberal”, por supuesto. Hace unos años, cuando comenzaron los problemas con los secesionistas catalanes, Alfonso pidió a Gerardo que le colocasen un mástil en su casa; y desde entonces iza a diario la enseña patria, la rojigualda, en un emotivo acto en que congrega a todo el que está cerca y se deja congregar. Generalmente no logra más asistencia que la de la empleada doméstica ecuatoriana, que así se asegura ­-piensa ella- la permanencia en el tajo, incluso aportando alguna trabajada lagrimita de emoción. Un sencillo homenaje a la patria ofendida y amenazada por separatistas y demás enemigos consuetudinarios.

Tratar de entender la procedencia de los dineros de Alfonso es empresa complicada. Más aún si es él quien lo explica. En una aproximación generosa y didáctica para auditorios legos en asuntos financieros, le gusta decir que todo proviene de su cuidadosa observancia de una máxima repetida por su abuelo paterno: Comprarás y venderás, pero no fabricarás. Las dificultades comienzan al pretender indagar sobre la procedencia y naturaleza de lo mercadeado.

La formación académica de Alfonso fue escueta, no llegó a terminar lo que entonces era el bachillerato elemental. Nadie le exigió más. ­­Ni falta que le hace, solía decir su padre, ya le enseñaré yo lo que tiene que saber. Y se lo debió de enseñar, sí. No obstante, Alfonso considera que su posición social le obliga a ser selectivo en lo referente a sus relaciones sociales, y procura moverse entre lo que él llama y considera gente de carrera y nivel.

Todos los días baja al pueblo a tomar el aperitivo y charlar un rato con los amigos. A diario utiliza el coche pequeño, es más discreto y se aparca mejor.

Sus contertulios habituales son un abogado y un economista, ya entraditos en años, socios propietarios en una empresa de gestión financiera que administra parte de su capital; fundamentalmente son participaciones en unas SICAV en las que órdenes religiosas y algún obispado son socios mayoritarios. Y esto, para Alfonso, es garantía.

Tanto el abogado como el economista son hombres que han sustituido la idea política por una mera añoranza del dictador. Apenas hay en ellos ideología, solo repulsa a la democracia parlamentaria y añoranza de la firme autoridad dictatorial. En el espacio sociopolítico de estas personas cada día parece haber menos discurso o argumentación ideológica, y solo queda simple apología del franquismo; apología cada día menos recatada, si alguna vez lo ha sido.

Cuando sí utiliza Alfonso el coche grande es los domingos para ir a la misa de doce, con su señora luciendo galas. Y como son muchos los que quieren enseñar coche y galas, es de ver la que se forma en las inmediaciones de la iglesia. También hay que asegurarse que se vean los billetes que caen en el cestillo, y que garantizan las visitas de las monjitas de la parroquia, con su furgonetilla, a la ya muy anciana y achacosa madre de Alfonso, a la que reconfortan.

Y después viene el ballet del aperitivo dominical, en el que también hay que dejarse ver luciendo el más amplio marisqueo.

La vida social de Alfonso se complementa con las reuniones locales del partido, más en estos momentos de preocupante fraccionamiento de la derecha, y las cenas de correligionarios en apoyo de alguna causa justa. También están las bodas, comuniones y bautizos; esas ceremonias entre visones y cibelinas que, como dice Alfonso, ya solo existen para la gente de orden.

Ni que decir tiene que aumentando algo el diámetro del tubo por el que hoy enfoco este paisaje social, aparecerán otras realidades paralelas en tiempo y espacio. Qué duda cabe. Eso hace posible que algunos puedan vivir en algunos sitios. Aunque todo parece indicar que esta permeabilidad ideológico-social disminuye en nuestros días. Recientes acontecimientos, que están en la memoria de todos, hacia esto apuntan.


    

  


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jueves, 11 de octubre de 2018

Mal andamos de héroes










D
urante toda mi vida he oído a los españoles utilizar frases, hechas ya interjecciones, que —para entendernos y como broma— llamaré escatológicodivinas; usos verbales que se iban haciendo menos frecuentes según la gente ascendía en la escala educacional. Supongo que estas formas lingüísticas nacieron del tradicional sentimiento anticlerical de este país, sentimiento que tan a pulso se ha ganado la Iglesia a través de los tiempos. Sin embargo no veo intención antirreligiosa ni absurdos propósitos de ofensas a la divinidad en esta forma de hablar que tradicionalmente ha utilizado el pueblo llano. Se trataba de jorobar al cura, eso seguro que sí, pero tan solo era pobre reacción de defensa del indefenso ante quien solía hacer un uso torticero del poder.

Condenar al fuego eterno al blasfemo parecía reacción de suficiente contundencia, y no he tenido noticias de actuaciones de la justicia ante usuarios de estas expresiones, ni durante el franquismo ni durante la transición. Pero resulta que en nuestros días un actor (a servidor le parece un simple cantamañanas) no ha encontrado mejor forma de promocionarse y salir a la palestra que dedicarse a soltar en los medios de comunicación una serie de groserías de mal gusto, en un ignorante e inadecuado uso de ese lenguaje escatológicodivino que el pueblo ha consolidado a través de los tiempos. Parece que lo lógico sería ignorar esta insensatez, este coño a destiempo, pues no; unos curiosos ciudadanos que dicen pertenecer a una asociación de abogados católicos —ahí es na— le denuncian ante la justicia por ofensas a su fe, y un juez admite la denuncia y persigue al cantamañanas, que se ha declarado en rebeldía, y le detienen, y está como unas pascuas pues los medios hablan del asunto, y su nombre rueda, y se habla de persecución a la libertad de expresión…

Qué incomprensible resulta todo el asunto.

Tan incomprensible como la cobertura que los medios suelen dar a las historias de ese otro personaje llamado Gabriel Rufián. Sustantivo. Cobertura desproporcionada al héroe, a todas luces. El señor Rufián es diputado de ERC, y gusta de buscar protagonismo con actuaciones parlamentarias equiparables a las del actor del que antes hablaba. Rufián es un diputado al que alguien -además de su madre- ha debido llamar guapo, pues está en una continua y absurda pose. Habla engolado y despacio, muy despacio, no sé si por el disfrute de oírse o porque su cerebro le impone ese ritmo. La última actuación del charnego secesionista ha consistido en anular informativamente la comparecencia de Álvarez Cascos en la comisión parlamentaria que estudia la financiación irregular del PP. Don Gabriel prefirió ser él quien protagonizase el acto, como suele ocurrir. Adjetivó a la vicepresidenta, llamándola palmera. Los españoles hemos conocido poco de la comparecencia del sr. Cascos, y no sabemos si la vicepresidenta hizo las palmas y los jaleos al cantaor, lo que es probable. Venden más los calificativos de Rufián y ahí acuden los periodistas. Lo que sí tenemos claro los españoles que lo tenemos claro es la indudable condición de palmero del sr. Rufián. Es el monaguillo de Tardá, es el palmero charnego de los secesionistas de ERC, es la figura con la que tratan de vendernos la intragable píldora de la transversalidad social de su movimiento.

Los españoles tenemos la obligación de velar por los charnegos. No sería Rufián quien pudiera defenderlos; bastante tendría él, en tan hipotético momento, en defenderse de sus ahora colegas. Sé, también, que siempre habrá catalanes dispuestos a defenderlos.

Y una vez más, el señor Enric Juliana, capitán de los suaves vanguardistas, vuelve a levantar su amenazante dedo a los españoles:

 …no esperen que los catalanes se pongan de rodillas en la plaza de Cataluña pidiendo perdón a los españoles…

¿Quién traducirá a este señor los deseos o esperanzas de los pobres y sufridos españoles? Creo que la mayoría, con que no les insulte a diario el quintorra de turno, se dan por contentos.











  


lunes, 1 de octubre de 2018

El recibo









D
oña Higinia era enorme en todas sus dimensiones físicas. Parecía definitivamente encajada en un sillón de mimbre, frente a una mesa camilla, junto a un balcón que asomaba a la calle Arganzuela, sobre La Fuentecilla. Bajo su vestido negro y sus perlas surgían, en manifiesta ostentación, las blondas y puntillas de sus enaguas. Se daba aire con tintineo de oros y en cada vaivén el abanico golpeaba su voluminosa espetera; de vez en cuando lo plegaba en enérgico raaasp, dejando caer la mano sobre la página de las esquelas del ABC que tenía en la mesa, para enseguida volver a alzarla y usar el aventador como puntero con que enfatizar sus palabras. Tan pronto consideraba que sus afirmaciones habían quedado debidamente claras volvía a desplegar el instrumento de viento, y se arrellanaba en el sillón echando atrás la cabeza, con los ojos cerrados, como en un he dicho, girando la papada a izquierda y derecha para repartir los aires.

 Toda su humanidad exhalaba un olor que llenaba la habitación. Un olor que se desparramaba en vaharadas a cada movimiento del abanico; era un olor con algo de indudable componente humano, pero yuxtapuesto a un perfume dulzón que obligaba al máximo ahorro respiratorio a sus visitas.

Doña Higinia aparentaba ser viuda de siempre, pero sus inquilinos más antiguos decían haber conocido al marido, como lechero de gorrilla y alpargatas primero y como orondo propietario con sombrero y zapatos de charol después. Honorio, que así se llamaba el hombre, terminó sus días en una taberna de la calle Calatrava, de sopetón, dejando sin terminar una frase mientras explicaba el sentido de la vida a un paciente parroquiano, al que dio un buen susto y al que predicó con el ejemplo sobre lo fútil de nuestra existencia.

Algún vecino, viejo y osado, decía haber conocido a una doña Higinia joven, pupila en un merendero para algo más que meriendas, allá por las Ventas del Espíritu Santo, en el camino del cementerio.

Entre los tres primeros días de cada mes los inquilinos de doña Higinia recibían la visita de Petra, la portera, seca y renegrida, que, con el codo en la cintura, adelantaba el papelito entre los dedos índice y medio, mientras que, con cara de resignación, ojos en blanco y voz agria les lanzaba: ¡el recibo!

Los recibos estaban esmeradamente caligrafiados con la ensortijada letra que doña Higinia hacía con plumilla de pata de gallo y tinta verde. Era una labor que le duraba todo el mes, pues no todos los recibos eran iguales; entre los más sencillos de los habitantes de las guardillas y el correspondiente a don Serafín, el magistrado que moraba en el principal, había un cumplido repertorio. Las diferencias consistían en el ancho y lo cuajado de las grecas con que la casera completaba y recercaba sus caligrafías, adornos que copiaba de un tratado inglés que había comprado, años ha, a un ropavejero de la calle del Amparo, y paro los que usaba una plumilla de letra gótica y tinta china.

Tras la presentación de los recibos comenzaban las visitas. Los impagados estaban sobre la mesa camilla, junto a las esquelas del ABC. Remedios, la uniformada sirvienta, con una cofia ladeada sobre sus greñas a modo de parpusa, abría la puerta e iba anunciando cada visitante a doña Higinia, entronada junto al balcón de la sala: la señora… el señor… ¡que pase! La ceremonia se repetía mes a mes, con pocas variaciones en el guion. Las mismas argumentaciones y las mismas contestaciones de la casera, que era capaz de llevar las cuentas de ingresos de cada inquilino. Fuese el opositor de la buhardilla: el día veintisiete te llegó el giro de tus padres, así que saca los cuartos y toma tu recibo, guapín. Fuese la Trini, la del tercero: pues este mes has tenido los clientes de siempre y ocho nuevos, más tres juergas de las que han protestado todos los vecinos, así que apoquina, nena, que no estamos para caridades. Fuese doña Luisa, la viuda del segundo, que tan pronto iniciaba su relato, a doña Higinia le entraban las prisas y agitaba la campanilla: Remedios, acompaña a doña Luisa, que se marcha, y dale un capacho con esas verduras que nos han llegado esta mañana. Mientras, la casera ya había colocado el recibo frente a la viuda, que lo recogía con disimulo.








   


jueves, 13 de septiembre de 2018

El rollo de Matilla de Arzón



















A
 Matilla de Arzón se llegaba desde Pobladura por una interminable cuesta que discurría hacia el este, entre bacillares con almendros en las lindes. Guardo en la memoria el paisaje de mi infancia y juventud, hoy alterado por la concentración parcelaria, el abandono de los cultivos y la construcción de dos autopistas que vuelan sobre el viejo camino, perpendiculares a él, indiferentes quizás al país que atraviesan, conectando otras realidades más propias de nuestro tiempo.

Matilla era un pueblo más en el Páramo leonés, de pesadas construcciones de tapia con brillo de paja en los trullados que cubrían los paramentos de las más humildes y calicostrados en las fachadas más pretenciosas. Sí, Matilla era un pueblo humilde, como todos en esa tierra escueta, de sopas de ajo y tocino. En sus campos mujeres tapadas, con tan solo los ojos al aire; y hombres enjutos, acecinados, vestidos con panas mil veces remendadas, con las manos, con aquellas manos hoy imposibles, sobre la mancera del arado romano, sobre el astil de la azada, sobre el yugo que unce a las vacas y en el que se apoya la aguijada que dirige el lento arrastrar de las carretas de parva.

Imagen de uno de aquellos labriegos es el dibujo con que el maestro Baltasar Lobo retrató a su tío Teodoro. Baltasar fue natural de Cerecinos, pueblo cercano a Matilla, en la inmediata Tierra de Campos, ya algo más Castilla que León; murió en París, en 1993, en la ciudad que le acogió como artista.

Pero Matilla tiene una singularidad que nos habla de pasadas importancias, y es su picota, su rollo jurisdiccional.

Me ha venido hoy a la memoria Matilla y su rollo al ver la última consecuencia de ese chiringuito dirigido desde 2001 por un natural de este pueblo, del que no parece que sus paisanos puedan sentirse muy orgullosos. Me refiero al denominado Instituto de Derecho Público, de la URJC, en manos, hasta su cese, del matillano Enrique Álvarez Conde. Derecho, derecho, no parecía el Instituto, no, menos derecho que el rollo del pueblo de su director, erecta imagen de viejas justicias, se supone. Todo parece indicar que esta institución pública era un mero negociete en que se vendían másteres a políticos emergentes, es decir, capaces de devolver favores en el futuro.

Y del prometedor ramillete de señoras ministras que nos ofreció Pedro Sánchez ya falta una flor. La señora ministra de Sanidad cayó también en la tentación de acudir al chiringuito del matillano a comprarse un máster. Vaya por dios. No es que esta señora tenga un currículo deslumbrante, no, sus méritos se circunscriben a la militancia en el partido, pero formaba parte de algo en lo que muchos hemos puesto la poca esperanza que ya somos capaces de poner en asuntos de este tipo.

Me pregunto cuánta caca puede aún emanar del tingladillo que se montó el matillano. Los periodistas que hurgan en esos basureros suelen espaciar la publicación de sus hallazgos, por aquello de vender los periódicos que les dan de comer.

Y oigo, ­­­­mientras escribo esto, que al fin venden las bombas a los saudíes. Sí, se las venden. La pela es la pela, que diría cualquier quintorra al uso. Qué mundo este.   
       






viernes, 31 de agosto de 2018

Yo zoy epañó, epañó, epañó










Supongo que me queda poco del dolorido pecho con forma de España del Blas de Otero de mi juventud. Supongo que mi pecho, con años y esfuerzo, ha ido tomando formas menos amplias, más constreñidas a mi inmediatez, más de andar por casa. Pero al fin y al cabo uno es de la generación siguiente a la de don Blas, lo que significa que fue “educado” por inmersión total en las rutas imperiales, caminando hacia Dios, con la mirada clara y firme y la frente levantada. El sufrido don Blas, con otros, fue parte del jabón con que tratamos de limpiarnos los pringues de tan tremendo baño. Hicimos lo que pudimos. Los que lo hicimos. Y quedamos como hemos quedado.

Digo esto porque ante determinadas noticias veraniegas me sorprendo a mí mismo con un sentimiento que podría calificar de algo parecido a “dolor patrio”, nada menos; quizá algún resto de pringue imperial. Son noticias a las que podría calificar de esperpénticas, pero me niego por respeto a don Ramón María, que puso el concepto a un nivel que no pueden alcanzar estos cutres asuntos.

Tenemos, por ejemplo, lo que han dado en llamar Tomatina de Buñol, un gigantesco absurdo que tiene lugar el último miércoles de cada agosto. En un pueblo de 9.000 habitantes se reúnen 20.000 personas para arrojarse mutuamente y refocilarse en el jugo de 145.000 kg de tomates. ¿Cabe mayor despropósito? ¿Cabe mayor insulto a los que tienen hambre?

Quiero creer, me apetece creer, que mi bisabuelo León, al que no conocí pero sé que nació en Buñol, no podría asimilar esta insensatez veraniega de su pueblo natal.

Y como toda necedad es superable, ahí tenemos el Bolaencierro del guadarrameño pueblo de Mataelpino. Hace unos años, la falta de presupuesto municipal impidió la adquisición de toros que soltar al mocerío por las calles del pueblo. Y ahí surge el ingenio patrio, en los momentos de auténtica necesidad. Un preclaro cerebro ideó la sustitución de las reses bravas por una bola de tres metros de diámetro y trescientos kg de peso que, descendiendo por las cuestas serranas y encauzada en las talanqueras que antaño conducían a los toros, aplastase en su caída a quienes no tuviesen la habilidad de esquivarla. Apasionante. Bueno, pues ahí llevan los mataelpileños siete u ocho años con la bolita, suministrando aplastados a las urgencias hospitalarias. Y nunca falta mocerío dispuesto a correr delante del canicón. Asombroso.

Y la guinda veraniega nos la ponen los de siempre, preocupados por si se nos olvida quiénes somos y dónde estamos, según ellos. Un grupo de militares nos lanza su Declaración de respeto y desagravio al general Francisco Franco Bahamonde. Así, sin más. Estos funcionarios, en distintos grados o escalas jubilares, pero todos cobrando del Estado, se han sentido en la obligación de contestar, con el valor y la gallardía que tienen tan acreditada, al nuevo ataque rojo. Se refieren al, bienintencionado pero balbuciente, propósito del gobierno socialista de poner fin a la exaltación de aquel militar que se sublevó hace ochenta y dos años contra el gobierno legítimo de este país, defendiendo intereses de clase y sumiéndolo en uno de los periodos más grises y crueles de su historia.

 En España, aún, es posible esta exaltación.

Y no sigo, que al final me dolerá el pecho, tenga la forma que tenga.