lunes, 1 de octubre de 2018

El recibo









D
oña Higinia era enorme en todas sus dimensiones físicas. Parecía definitivamente encajada en un sillón de mimbre, frente a una mesa camilla, junto a un balcón que asomaba a la calle Arganzuela, sobre La Fuentecilla. Bajo su vestido negro y sus perlas surgían, en manifiesta ostentación, las blondas y puntillas de sus enaguas. Se daba aire con tintineo de oros y en cada vaivén el abanico golpeaba su voluminosa espetera; de vez en cuando lo plegaba en enérgico raaasp, dejando caer la mano sobre la página de las esquelas del ABC que tenía en la mesa, para enseguida volver a alzarla y usar el aventador como puntero con que enfatizar sus palabras. Tan pronto consideraba que sus afirmaciones habían quedado debidamente claras volvía a desplegar el instrumento de viento, y se arrellanaba en el sillón echando atrás la cabeza, con los ojos cerrados, como en un he dicho, girando la papada a izquierda y derecha para repartir los aires.

 Toda su humanidad exhalaba un olor que llenaba la habitación. Un olor que se desparramaba en vaharadas a cada movimiento del abanico; era un olor con algo de indudable componente humano, pero yuxtapuesto a un perfume dulzón que obligaba al máximo ahorro respiratorio a sus visitas.

Doña Higinia aparentaba ser viuda de siempre, pero sus inquilinos más antiguos decían haber conocido al marido, como lechero de gorrilla y alpargatas primero y como orondo propietario con sombrero y zapatos de charol después. Honorio, que así se llamaba el hombre, terminó sus días en una taberna de la calle Calatrava, de sopetón, dejando sin terminar una frase mientras explicaba el sentido de la vida a un paciente parroquiano, al que dio un buen susto y al que predicó con el ejemplo sobre lo fútil de nuestra existencia.

Algún vecino, viejo y osado, decía haber conocido a una doña Higinia joven, pupila en un merendero para algo más que meriendas, allá por las Ventas del Espíritu Santo, en el camino del cementerio.

Entre los tres primeros días de cada mes los inquilinos de doña Higinia recibían la visita de Petra, la portera, seca y renegrida, que, con el codo en la cintura, adelantaba el papelito entre los dedos índice y medio, mientras que, con cara de resignación, ojos en blanco y voz agria les lanzaba: ¡el recibo!

Los recibos estaban esmeradamente caligrafiados con la ensortijada letra que doña Higinia hacía con plumilla de pata de gallo y tinta verde. Era una labor que le duraba todo el mes, pues no todos los recibos eran iguales; entre los más sencillos de los habitantes de las guardillas y el correspondiente a don Serafín, el magistrado que moraba en el principal, había un cumplido repertorio. Las diferencias consistían en el ancho y lo cuajado de las grecas con que la casera completaba y recercaba sus caligrafías, adornos que copiaba de un tratado inglés que había comprado, años ha, a un ropavejero de la calle del Amparo, y paro los que usaba una plumilla de letra gótica y tinta china.

Tras la presentación de los recibos comenzaban las visitas. Los impagados estaban sobre la mesa camilla, junto a las esquelas del ABC. Remedios, la uniformada sirvienta, con una cofia ladeada sobre sus greñas a modo de parpusa, abría la puerta e iba anunciando cada visitante a doña Higinia, entronada junto al balcón de la sala: la señora… el señor… ¡que pase! La ceremonia se repetía mes a mes, con pocas variaciones en el guion. Las mismas argumentaciones y las mismas contestaciones de la casera, que era capaz de llevar las cuentas de ingresos de cada inquilino. Fuese el opositor de la buhardilla: el día veintisiete te llegó el giro de tus padres, así que saca los cuartos y toma tu recibo, guapín. Fuese la Trini, la del tercero: pues este mes has tenido los clientes de siempre y ocho nuevos, más tres juergas de las que han protestado todos los vecinos, así que apoquina, nena, que no estamos para caridades. Fuese doña Luisa, la viuda del segundo, que tan pronto iniciaba su relato, a doña Higinia le entraban las prisas y agitaba la campanilla: Remedios, acompaña a doña Luisa, que se marcha, y dale un capacho con esas verduras que nos han llegado esta mañana. Mientras, la casera ya había colocado el recibo frente a la viuda, que lo recogía con disimulo.








   


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