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oña Higinia era enorme en
todas sus dimensiones físicas. Parecía definitivamente encajada en un sillón de
mimbre, frente a una mesa camilla, junto a un balcón que asomaba a la calle
Arganzuela, sobre La Fuentecilla. Bajo su vestido negro y sus perlas surgían, en
manifiesta ostentación, las blondas y puntillas de sus enaguas. Se daba aire
con tintineo de oros y en cada vaivén el abanico golpeaba su voluminosa
espetera; de vez en cuando lo plegaba en enérgico raaasp, dejando caer la mano
sobre la página de las esquelas del ABC que tenía en la mesa, para enseguida volver
a alzarla y usar el aventador como puntero con que enfatizar sus palabras. Tan
pronto consideraba que sus afirmaciones habían quedado debidamente claras
volvía a desplegar el instrumento de viento, y se arrellanaba en el sillón
echando atrás la cabeza, con los ojos cerrados, como en un he dicho, girando la
papada a izquierda y derecha para repartir los aires.
Toda su humanidad exhalaba un olor que llenaba
la habitación. Un olor que se desparramaba en vaharadas a cada movimiento del
abanico; era un olor con algo de indudable componente humano, pero yuxtapuesto
a un perfume dulzón que obligaba al máximo ahorro respiratorio a sus visitas.
Doña Higinia aparentaba ser
viuda de siempre, pero sus inquilinos más antiguos decían haber conocido al
marido, como lechero de gorrilla y alpargatas primero y como orondo propietario
con sombrero y zapatos de charol después. Honorio, que así se llamaba el
hombre, terminó sus días en una taberna de la calle Calatrava, de sopetón, dejando
sin terminar una frase mientras explicaba el sentido de la vida a un paciente
parroquiano, al que dio un buen susto y al que predicó con el ejemplo sobre lo
fútil de nuestra existencia.
Algún vecino, viejo y osado,
decía haber conocido a una doña Higinia joven, pupila en un merendero para algo
más que meriendas, allá por las Ventas del Espíritu Santo, en el camino del
cementerio.
Entre los tres primeros días
de cada mes los inquilinos de doña Higinia recibían la visita de Petra, la
portera, seca y renegrida, que, con el codo en la cintura, adelantaba el
papelito entre los dedos índice y medio, mientras que, con cara de resignación,
ojos en blanco y voz agria les lanzaba: ¡el recibo!
Los recibos estaban esmeradamente
caligrafiados con la ensortijada letra que doña Higinia hacía con plumilla de
pata de gallo y tinta verde. Era una labor que le duraba todo el mes, pues no
todos los recibos eran iguales; entre los más sencillos de los habitantes de
las guardillas y el correspondiente a don Serafín, el magistrado que moraba en
el principal, había un cumplido repertorio. Las diferencias consistían en el
ancho y lo cuajado de las grecas con que la casera completaba y recercaba sus
caligrafías, adornos que copiaba de un tratado inglés que había comprado, años ha,
a un ropavejero de la calle del Amparo, y paro los que usaba una plumilla de
letra gótica y tinta china.
Tras la presentación de los
recibos comenzaban las visitas. Los impagados estaban sobre la mesa camilla,
junto a las esquelas del ABC. Remedios, la uniformada sirvienta, con una cofia
ladeada sobre sus greñas a modo de parpusa, abría la puerta e iba anunciando cada
visitante a doña Higinia, entronada junto al balcón de la sala: la señora… el
señor… ¡que pase! La ceremonia se repetía mes a mes, con pocas variaciones en
el guion. Las mismas argumentaciones y las mismas contestaciones de la casera,
que era capaz de llevar las cuentas de ingresos de cada inquilino. Fuese el
opositor de la buhardilla: el día veintisiete te llegó el giro de tus padres,
así que saca los cuartos y toma tu recibo, guapín. Fuese la Trini, la del
tercero: pues este mes has tenido los clientes de siempre y ocho nuevos, más
tres juergas de las que han protestado todos los vecinos, así que apoquina,
nena, que no estamos para caridades. Fuese doña Luisa, la viuda del segundo,
que tan pronto iniciaba su relato, a doña Higinia le entraban las prisas y
agitaba la campanilla: Remedios, acompaña a doña Luisa, que se marcha, y dale un
capacho con esas verduras que nos han llegado esta mañana. Mientras, la casera
ya había colocado el recibo frente a la viuda, que lo recogía con disimulo.
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