Creo que el mundo, fundamentalmente occidente, está viviendo una auténtica locura. Todo lo creado por la humanidad aterrada tras la Segunda Guerra Mundial, está en peligro. Los fundamentos del occidente libre están en entredicho. Las viejas ideologías resurgen, nadie se acuerda de los sesenta millones de muertos. Los jóvenes maman, en las modernas redes sociales, las viejas consignas del odio, el dolor y el horror. Y ya no serán los yanquis los que salven a la vieja Europa, entre ellos también vemos el antiguo saludo romano de nazis y fascistas. No está fácil el optimismo en estos días.
Me refugio en un viejo
compañero de viaje: Miguel Torga, el ibérico de nacionalidad elegida. Él sufrió
las dictaduras franquista y salazarista, y pagó con cárcel. Vivió la
sublevación militar en España y la guerra consiguiente. Vivió la Segunda Guerra
Mundial, la victoria de los aliados y el doloroso olvido de los pueblos
ibéricos por los vencedores. Y, mientras, escribió sus libros, cuidó a sus
pacientes y enhebró unos diarios en los que, a pesar de todo, nos dejó
constancia de su fe en los humanos. El 16 de junio de 1947 escribía en Coímbra:
Sobre todo, no
desesperar. No incurrir en el odio, ni en la renuncia. Seguir siendo un hombre
entre tantos borregos, conservar una lógica entre tantos sofismas, seguir
amando al prójimo entre tanta falsa retórica.
Hacía dos años del final de la Guerra Mundial, nuestros días se parecen más a los preludios de esta, pero me agarro a la reflexión del viejo maestro ibérico.
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