jueves, 11 de octubre de 2018

Mal andamos de héroes










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urante toda mi vida he oído a los españoles utilizar frases, hechas ya interjecciones, que —para entendernos y como broma— llamaré escatológicodivinas; usos verbales que se iban haciendo menos frecuentes según la gente ascendía en la escala educacional. Supongo que estas formas lingüísticas nacieron del tradicional sentimiento anticlerical de este país, sentimiento que tan a pulso se ha ganado la Iglesia a través de los tiempos. Sin embargo no veo intención antirreligiosa ni absurdos propósitos de ofensas a la divinidad en esta forma de hablar que tradicionalmente ha utilizado el pueblo llano. Se trataba de jorobar al cura, eso seguro que sí, pero tan solo era pobre reacción de defensa del indefenso ante quien solía hacer un uso torticero del poder.

Condenar al fuego eterno al blasfemo parecía reacción de suficiente contundencia, y no he tenido noticias de actuaciones de la justicia ante usuarios de estas expresiones, ni durante el franquismo ni durante la transición. Pero resulta que en nuestros días un actor (a servidor le parece un simple cantamañanas) no ha encontrado mejor forma de promocionarse y salir a la palestra que dedicarse a soltar en los medios de comunicación una serie de groserías de mal gusto, en un ignorante e inadecuado uso de ese lenguaje escatológicodivino que el pueblo ha consolidado a través de los tiempos. Parece que lo lógico sería ignorar esta insensatez, este coño a destiempo, pues no; unos curiosos ciudadanos que dicen pertenecer a una asociación de abogados católicos —ahí es na— le denuncian ante la justicia por ofensas a su fe, y un juez admite la denuncia y persigue al cantamañanas, que se ha declarado en rebeldía, y le detienen, y está como unas pascuas pues los medios hablan del asunto, y su nombre rueda, y se habla de persecución a la libertad de expresión…

Qué incomprensible resulta todo el asunto.

Tan incomprensible como la cobertura que los medios suelen dar a las historias de ese otro personaje llamado Gabriel Rufián. Sustantivo. Cobertura desproporcionada al héroe, a todas luces. El señor Rufián es diputado de ERC, y gusta de buscar protagonismo con actuaciones parlamentarias equiparables a las del actor del que antes hablaba. Rufián es un diputado al que alguien -además de su madre- ha debido llamar guapo, pues está en una continua y absurda pose. Habla engolado y despacio, muy despacio, no sé si por el disfrute de oírse o porque su cerebro le impone ese ritmo. La última actuación del charnego secesionista ha consistido en anular informativamente la comparecencia de Álvarez Cascos en la comisión parlamentaria que estudia la financiación irregular del PP. Don Gabriel prefirió ser él quien protagonizase el acto, como suele ocurrir. Adjetivó a la vicepresidenta, llamándola palmera. Los españoles hemos conocido poco de la comparecencia del sr. Cascos, y no sabemos si la vicepresidenta hizo las palmas y los jaleos al cantaor, lo que es probable. Venden más los calificativos de Rufián y ahí acuden los periodistas. Lo que sí tenemos claro los españoles que lo tenemos claro es la indudable condición de palmero del sr. Rufián. Es el monaguillo de Tardá, es el palmero charnego de los secesionistas de ERC, es la figura con la que tratan de vendernos la intragable píldora de la transversalidad social de su movimiento.

Los españoles tenemos la obligación de velar por los charnegos. No sería Rufián quien pudiera defenderlos; bastante tendría él, en tan hipotético momento, en defenderse de sus ahora colegas. Sé, también, que siempre habrá catalanes dispuestos a defenderlos.

Y una vez más, el señor Enric Juliana, capitán de los suaves vanguardistas, vuelve a levantar su amenazante dedo a los españoles:

 …no esperen que los catalanes se pongan de rodillas en la plaza de Cataluña pidiendo perdón a los españoles…

¿Quién traducirá a este señor los deseos o esperanzas de los pobres y sufridos españoles? Creo que la mayoría, con que no les insulte a diario el quintorra de turno, se dan por contentos.











  


lunes, 1 de octubre de 2018

El recibo









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oña Higinia era enorme en todas sus dimensiones físicas. Parecía definitivamente encajada en un sillón de mimbre, frente a una mesa camilla, junto a un balcón que asomaba a la calle Arganzuela, sobre La Fuentecilla. Bajo su vestido negro y sus perlas surgían, en manifiesta ostentación, las blondas y puntillas de sus enaguas. Se daba aire con tintineo de oros y en cada vaivén el abanico golpeaba su voluminosa espetera; de vez en cuando lo plegaba en enérgico raaasp, dejando caer la mano sobre la página de las esquelas del ABC que tenía en la mesa, para enseguida volver a alzarla y usar el aventador como puntero con que enfatizar sus palabras. Tan pronto consideraba que sus afirmaciones habían quedado debidamente claras volvía a desplegar el instrumento de viento, y se arrellanaba en el sillón echando atrás la cabeza, con los ojos cerrados, como en un he dicho, girando la papada a izquierda y derecha para repartir los aires.

 Toda su humanidad exhalaba un olor que llenaba la habitación. Un olor que se desparramaba en vaharadas a cada movimiento del abanico; era un olor con algo de indudable componente humano, pero yuxtapuesto a un perfume dulzón que obligaba al máximo ahorro respiratorio a sus visitas.

Doña Higinia aparentaba ser viuda de siempre, pero sus inquilinos más antiguos decían haber conocido al marido, como lechero de gorrilla y alpargatas primero y como orondo propietario con sombrero y zapatos de charol después. Honorio, que así se llamaba el hombre, terminó sus días en una taberna de la calle Calatrava, de sopetón, dejando sin terminar una frase mientras explicaba el sentido de la vida a un paciente parroquiano, al que dio un buen susto y al que predicó con el ejemplo sobre lo fútil de nuestra existencia.

Algún vecino, viejo y osado, decía haber conocido a una doña Higinia joven, pupila en un merendero para algo más que meriendas, allá por las Ventas del Espíritu Santo, en el camino del cementerio.

Entre los tres primeros días de cada mes los inquilinos de doña Higinia recibían la visita de Petra, la portera, seca y renegrida, que, con el codo en la cintura, adelantaba el papelito entre los dedos índice y medio, mientras que, con cara de resignación, ojos en blanco y voz agria les lanzaba: ¡el recibo!

Los recibos estaban esmeradamente caligrafiados con la ensortijada letra que doña Higinia hacía con plumilla de pata de gallo y tinta verde. Era una labor que le duraba todo el mes, pues no todos los recibos eran iguales; entre los más sencillos de los habitantes de las guardillas y el correspondiente a don Serafín, el magistrado que moraba en el principal, había un cumplido repertorio. Las diferencias consistían en el ancho y lo cuajado de las grecas con que la casera completaba y recercaba sus caligrafías, adornos que copiaba de un tratado inglés que había comprado, años ha, a un ropavejero de la calle del Amparo, y paro los que usaba una plumilla de letra gótica y tinta china.

Tras la presentación de los recibos comenzaban las visitas. Los impagados estaban sobre la mesa camilla, junto a las esquelas del ABC. Remedios, la uniformada sirvienta, con una cofia ladeada sobre sus greñas a modo de parpusa, abría la puerta e iba anunciando cada visitante a doña Higinia, entronada junto al balcón de la sala: la señora… el señor… ¡que pase! La ceremonia se repetía mes a mes, con pocas variaciones en el guion. Las mismas argumentaciones y las mismas contestaciones de la casera, que era capaz de llevar las cuentas de ingresos de cada inquilino. Fuese el opositor de la buhardilla: el día veintisiete te llegó el giro de tus padres, así que saca los cuartos y toma tu recibo, guapín. Fuese la Trini, la del tercero: pues este mes has tenido los clientes de siempre y ocho nuevos, más tres juergas de las que han protestado todos los vecinos, así que apoquina, nena, que no estamos para caridades. Fuese doña Luisa, la viuda del segundo, que tan pronto iniciaba su relato, a doña Higinia le entraban las prisas y agitaba la campanilla: Remedios, acompaña a doña Luisa, que se marcha, y dale un capacho con esas verduras que nos han llegado esta mañana. Mientras, la casera ya había colocado el recibo frente a la viuda, que lo recogía con disimulo.