lunes, 7 de enero de 2013

La vieja caja Kern




H

oy, hurgando en cajones, me he encontrado con mi vieja caja de dibujo kern. Hacía tiempo que no nos veíamos, y hemos estado charlando un buen rato. He ido sacando de sus cuencas los tiralíneas, compases y bigoteras; acariciando sus piezas, apretando y aflojando las suaves y precisas roscas. Hemos pasado juntos más de cincuenta años, ellos - hoy inútiles herramientas de museo – están en plena juventud; a mí, en cambio, el medio siglo me ha afectado algo más. No tengo hijos a quienes, por su oficio, puedan interesar estos estupendos útiles. Para nadie podrán tener ya el significado que para mí, pero alguien reparará algún día en su belleza y perfección, parándose a pensar en la gente que se valió de ellos; tal y como yo hago con esa lupa que heredé de mi bisabuelo y siempre he tenido sobre mi mesa.  

Primero fue el aprendizaje de los rudimentos. Fue la torpeza de las manos sobre las plantillas, en la horizontalidad doméstica del papel guarro, el del borrón ineludible. Fue el juego de las paralelas, las horizontales y las verticales tratando de surgir de las distintas posiciones de aquellos dos triángulos complementarios que se empeñaban en resbalar, resistiéndose a nuestro control. Era el tembloroso posarse del tiralíneas al final de la curva, en el intento de prolongar la tangente con el mismo grueso que había dejado el  compás; pero la tinta detectaba la impericia y gustaba de extenderse, buscando escapes por debajo de la escuadra, emborronando la lámina.  Las componendas eran difíciles, aquel papel apenas resistía a la cuchilla y la economía familiar tampoco daba para tirar muchas hojas.

Fueron después los amplios espacios en el plano inclinado del papel vegetal, por el que corría libre y cómodo el paralés, en el que se apoyaban, seguras, las aristas verticales y oblicuas de las plantillas. El tiralíneas fue dejando paso a la graphos, de trazo firme y anchos fijos. La rotulación seguía exigiendo el oficio de lo manual, aunque al final del periodo ya se comenzaron a utilizar los cangrejos de plumillas  que, a modo de pantógrafos rígidos, copiaban la letra de una plantilla acanalada apoyada en el paralés. Por estos entonces fijábamos el papel al tablero mediante unas chinchetas planas de tres pinchos, que no impedían correr al paralés. Aún teníamos a mano los pisapapeles de plomo forrado en cuero que utilizaban nuestros antecesores.

Y tras estos años, quizás los últimos de un dibujo lineal de cierta calidad, se fue imponiendo el rapidograph. Este instrumento tenía una inmediatez superior a la de los útiles anteriores, pero con una menor limpieza de trazo. Con él se impuso la rotulación mediante plantillas directas y cangrejos a los que se adaptaba el rapidograph, para no tener que usar las engorrosas plumillas; también disponíamos de un útil para acoplarlo a compases y bigoteras.  Los tableros se fueron forrando de un material lavable, en el que la fijación del papel se hacía mediante una cinta rugosa, amarilla, que luego fue dejando paso al celo.

Utilizábamos un magnífico papel de croquis en el que era delicioso dibujar con los lápices de distintas durezas, afilados en las  rasquetas. Siempre me ha gustado desmenuzar exhaustivamente los edificios con detallados cortes definitorios del proceso constructivo. Y este gusto mío se me ha agradecido en las obras.  

Los tableros fueron evolucionando, así como las banquetas, en las que se impuso la caridad del respaldo. (En mis dolores de espalda de hoy me acuerdo de las horas pasadas en aquellos incómodos asientos). También evolucionaron las máquinas reproductoras de planos, dejando atrás aquellos trastos que nos envenenaban con el amoniaco. Estas habían dejado atrás al ferroprusiato, que yo no llegué a utilizar, pero sí manejé mucho los planos reproducidos por ese procedimiento.

Y tras esto vino la nada. La desaparición en poco tiempo de un oficio milenario. Los ordenadores y los programas informáticos de dibujo terminaron con estas labores artesanales inherentes al proceso de creación arquitectónica. Fue triste ver morir algo que significaba tanto esfuerzo, pero bien está en la historia lo superado. De todas formas, sí me gustaría ver que el dibujo manual continúa siendo medio de expresión entre las gentes que se dedican al viejo oficio de construir. Aunque solo se use como lujo cultural, como preciado saber de iniciados, tanto más apreciado cuanto menos necesario.

Me entendí bien con los encargados de obra de antes  -  de tradicional agudeza -  dibujando sobre el yeso de las paredes. Llegué a conocer a maestros canteros trazando extraordinarias monteas en el suelo, con el cordel y la almagra. Posiblemente tuve el privilegio de aprender de los últimos maestros de obras, poseedores de saberes tradicionales y con esa intuición que proporciona el conocimiento adquirido junto con el heredado. Llegué al final de aquellas  estupendas  albañilerías, tanto las de tradición catalana como las heredadas del neomudéjar del XIX. Sí, creo que tuve buenos maestros. Hoy no queda ni la terminología que aprendí de ellos, y parece que tampoco curiosidad por conocerla.

Hago girar la bigotera loca antes de introducirla en su cuenca y cerrar la caja. Quien sabe por cuánto tiempo.











6 comentarios:

  1. Los compases Kern fueron mi sueño de juventud, pero nunca pude tener unos. Eran demasiado caros para una familia numerosa... Tuve que conformarme con el tradicional EDE, pero que eran suficiente para emborronar las láminas y correr la tinta bajo las escuadras.
    Me ha encantado tu narración. ¡Quién pudiera retomar la conversación con los viejos Kern!
    Un saludo
    José Antonio

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    1. Gracias, José Antonio, por tu comentario. Se ve que has experimentado aquella sensación de impotencia que se sentía cuando la tinta se empeñaba en escapar del tiralíneas y extenderse bajo la escuadra, como en guiño de mofa ante la falta de habilidad del aprendiz. Hoy siento algo parecido ante los problemas que me causa la ignorancia informática…
      Un saludo.

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  2. Gracias a ti por responderme. Me parece que somos de "quintas" muy similares, si no de la misma.
    Siguiendo con el tema, ¿recuerdas cuando al terminar de pasar a tinta una lámina, casi perfecta, nos empeñábamos en hacer un pequeño retoque con la cuchilla, para eliminar un pequeño trazo que rebasaba su límite? El final de la historia ya lo conoces... volver a repetir toda la lámina de prisa y corriendo...
    Por cierto, ahora me ha dado por estudiar ingeniero, y en un foro de alumnos de ingeniería leí comentarios de chavales que se quejaban de que en el examen de dibujo había que utilizar escuadra y cartabón ... Sin palabras.

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  3. Buscando en internet donde comprar un buen compas para mi hijo, he terminado en tu escrito.
    Las lágrimas han saltado a mis cansados ojos...cuantos recuerdos, risas y cabreos han acudido a mi mente, desde mi primera metedura de pata en el estudio de un arquitecto, cuando todavía vivía "el general". Nuestra profesión ha sido, y es, algo más que un trabajo especializado...ES ARTE. con la informática se está perdiendo, cualquier plano es igual a otro. Ahora, para colmo, descubro que mi hijo, que padece de hiperactividad, tiene lo que llamábamos "olfato" y parece tocado por la "magia", pobrecito, llega tarde, pero encuentra embriagador el juego de la escuadra y el cartabón. Por su enfermedad, me ha destrozado medio equípo Kern, comprado con el sudor de mis primeros sueldos. Pero lo doy por bien empleado, tiene olfato, magia y una visión espacial de primera. Como quiera hacerse proyectista me da un soponcio.
    Un saludo
    Juan Luis

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  4. Nuestra nostalgia tiene el relieve, la limpieza de trazo y la nitidez que daba la tinta china. Las líneas del plotter se nos hacen difusas y despersonalizadas… Algo tienen que ver también los años…
    Un abrazo, Juan Luis y gracias por tu comentario.

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  5. Hermosos recuerdos, he llorado de nostalgia. me da gusto leer algo de personas que también han vivido esa parte tan bonita y también lamento la introduciendo la tecnología, hemos perdido la belleza de lo artesanal.

    saludos

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