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oy,
hurgando en cajones, me he encontrado con mi vieja caja de dibujo kern. Hacía
tiempo que no nos veíamos, y hemos estado charlando un buen rato. He ido
sacando de sus cuencas los tiralíneas, compases y bigoteras; acariciando sus
piezas, apretando y aflojando las suaves y precisas roscas. Hemos pasado juntos
más de cincuenta años, ellos - hoy inútiles herramientas de museo – están en
plena juventud; a mí, en cambio, el medio siglo me ha afectado algo más. No
tengo hijos a quienes, por su oficio, puedan interesar estos estupendos útiles.
Para nadie podrán tener ya el significado que para mí, pero alguien reparará
algún día en su belleza y perfección, parándose a pensar en la gente que se
valió de ellos; tal y como yo hago con esa lupa que heredé de mi bisabuelo y
siempre he tenido sobre mi mesa.
Primero
fue el aprendizaje de los rudimentos. Fue la torpeza de las manos sobre las
plantillas, en la horizontalidad doméstica del papel guarro, el del borrón ineludible. Fue el juego de las paralelas,
las horizontales y las verticales tratando de surgir de las distintas
posiciones de aquellos dos triángulos complementarios que se empeñaban en resbalar,
resistiéndose a nuestro control. Era el tembloroso posarse del tiralíneas al
final de la curva, en el intento de prolongar la tangente con el mismo grueso
que había dejado el compás; pero la
tinta detectaba la impericia y gustaba de extenderse, buscando escapes por
debajo de la escuadra, emborronando la lámina. Las componendas eran difíciles, aquel papel apenas
resistía a la cuchilla y la economía familiar tampoco daba para tirar muchas hojas.
Fueron
después los amplios espacios en el plano inclinado del papel vegetal, por el
que corría libre y cómodo el paralés,
en el que se apoyaban, seguras, las aristas verticales y oblicuas de las
plantillas. El tiralíneas fue dejando paso a la graphos, de trazo firme y anchos fijos. La rotulación seguía
exigiendo el oficio de lo manual, aunque al final del periodo ya se comenzaron
a utilizar los cangrejos de plumillas
que, a modo de pantógrafos rígidos,
copiaban la letra de una plantilla acanalada apoyada en el paralés. Por estos entonces fijábamos el papel al tablero mediante
unas chinchetas planas de tres pinchos, que no impedían correr al paralés. Aún teníamos a mano los
pisapapeles de plomo forrado en cuero que utilizaban nuestros antecesores.
Y
tras estos años, quizás los últimos de un dibujo lineal de cierta calidad, se
fue imponiendo el rapidograph. Este
instrumento tenía una inmediatez superior a la de los útiles anteriores, pero
con una menor limpieza de trazo. Con él se impuso la rotulación mediante
plantillas directas y cangrejos a los
que se adaptaba el rapidograph, para
no tener que usar las engorrosas plumillas; también disponíamos de un útil para
acoplarlo a compases y bigoteras. Los
tableros se fueron forrando de un material lavable, en el que la fijación del
papel se hacía mediante una cinta rugosa, amarilla, que luego fue dejando paso
al celo.
Utilizábamos
un magnífico papel de croquis en el que era delicioso dibujar con los lápices
de distintas durezas, afilados en las rasquetas.
Siempre me ha gustado desmenuzar exhaustivamente los edificios con detallados
cortes definitorios del proceso constructivo. Y este gusto mío se me ha agradecido
en las obras.
Los
tableros fueron evolucionando, así como las banquetas, en las que se impuso la
caridad del respaldo. (En mis dolores de espalda de hoy me acuerdo de las horas
pasadas en aquellos incómodos asientos). También evolucionaron las máquinas
reproductoras de planos, dejando atrás aquellos trastos que nos envenenaban con
el amoniaco. Estas habían dejado atrás al ferroprusiato,
que yo no llegué a utilizar, pero sí manejé mucho los planos reproducidos por ese
procedimiento.
Y
tras esto vino la nada. La desaparición en poco tiempo de un oficio milenario.
Los ordenadores y los programas informáticos de dibujo terminaron con estas
labores artesanales inherentes al proceso de creación arquitectónica. Fue
triste ver morir algo que significaba tanto esfuerzo, pero bien está en la
historia lo superado. De todas formas, sí me gustaría ver que el dibujo manual continúa
siendo medio de expresión entre las gentes que se dedican al viejo oficio de
construir. Aunque solo se use como lujo cultural, como preciado saber de
iniciados, tanto más apreciado cuanto menos necesario.
Me
entendí bien con los encargados de obra de antes - de
tradicional agudeza - dibujando sobre el
yeso de las paredes. Llegué a conocer a maestros canteros trazando extraordinarias
monteas en el suelo, con el cordel y la almagra. Posiblemente tuve el
privilegio de aprender de los últimos maestros de obras, poseedores de saberes
tradicionales y con esa intuición que proporciona el conocimiento adquirido
junto con el heredado. Llegué al final de aquellas estupendas albañilerías, tanto las de tradición catalana como
las heredadas del neomudéjar del XIX. Sí, creo que tuve buenos maestros. Hoy no
queda ni la terminología que aprendí de ellos, y parece que tampoco curiosidad
por conocerla.
Hago
girar la bigotera loca antes de introducirla en su cuenca y cerrar la caja.
Quien sabe por cuánto tiempo.
Los compases Kern fueron mi sueño de juventud, pero nunca pude tener unos. Eran demasiado caros para una familia numerosa... Tuve que conformarme con el tradicional EDE, pero que eran suficiente para emborronar las láminas y correr la tinta bajo las escuadras.
ResponderEliminarMe ha encantado tu narración. ¡Quién pudiera retomar la conversación con los viejos Kern!
Un saludo
José Antonio
Gracias, José Antonio, por tu comentario. Se ve que has experimentado aquella sensación de impotencia que se sentía cuando la tinta se empeñaba en escapar del tiralíneas y extenderse bajo la escuadra, como en guiño de mofa ante la falta de habilidad del aprendiz. Hoy siento algo parecido ante los problemas que me causa la ignorancia informática…
EliminarUn saludo.
Gracias a ti por responderme. Me parece que somos de "quintas" muy similares, si no de la misma.
ResponderEliminarSiguiendo con el tema, ¿recuerdas cuando al terminar de pasar a tinta una lámina, casi perfecta, nos empeñábamos en hacer un pequeño retoque con la cuchilla, para eliminar un pequeño trazo que rebasaba su límite? El final de la historia ya lo conoces... volver a repetir toda la lámina de prisa y corriendo...
Por cierto, ahora me ha dado por estudiar ingeniero, y en un foro de alumnos de ingeniería leí comentarios de chavales que se quejaban de que en el examen de dibujo había que utilizar escuadra y cartabón ... Sin palabras.
Buscando en internet donde comprar un buen compas para mi hijo, he terminado en tu escrito.
ResponderEliminarLas lágrimas han saltado a mis cansados ojos...cuantos recuerdos, risas y cabreos han acudido a mi mente, desde mi primera metedura de pata en el estudio de un arquitecto, cuando todavía vivía "el general". Nuestra profesión ha sido, y es, algo más que un trabajo especializado...ES ARTE. con la informática se está perdiendo, cualquier plano es igual a otro. Ahora, para colmo, descubro que mi hijo, que padece de hiperactividad, tiene lo que llamábamos "olfato" y parece tocado por la "magia", pobrecito, llega tarde, pero encuentra embriagador el juego de la escuadra y el cartabón. Por su enfermedad, me ha destrozado medio equípo Kern, comprado con el sudor de mis primeros sueldos. Pero lo doy por bien empleado, tiene olfato, magia y una visión espacial de primera. Como quiera hacerse proyectista me da un soponcio.
Un saludo
Juan Luis
Nuestra nostalgia tiene el relieve, la limpieza de trazo y la nitidez que daba la tinta china. Las líneas del plotter se nos hacen difusas y despersonalizadas… Algo tienen que ver también los años…
ResponderEliminarUn abrazo, Juan Luis y gracias por tu comentario.
Hermosos recuerdos, he llorado de nostalgia. me da gusto leer algo de personas que también han vivido esa parte tan bonita y también lamento la introduciendo la tecnología, hemos perdido la belleza de lo artesanal.
ResponderEliminarsaludos