María escribe en su cuarto, en
un pueblecito boliviano de calles pinas, empedradas, con altas aceras de losas.
Las casas tienen aleros amplios, con canes pintados de verde o azul. Las
paredes enseñan la tierra en los desconchones de sus cales rosas, blancas,
asalmonadas. Hay una remota nostalgia de lo español. Su ventana asoma a un
patio porticado por pies derechos de madera que soportan una galería superior.
Los tiestos, en grupos por el suelo o colgando de los dinteles, crean un
espacio feraz. María escribe con un lenguaje austero y eficaz, pero rico en
color y matices.
María es maestra y sonríe a
sus alumnos cuando llegan por las mañanas fregados y relucientes, y le dan los
buenos días, predispuestos a la diaria disciplina del aprendizaje en la cultura
mestiza de su tierra. María habla a los niños con voz queda y suaves ademanes,
y ellos le contestan con respeto.
Teresa recibe el email de
María en su vivienda, en un pueblo del norte industrial de España. Es un piso pequeño, en
un barrio surgido de la especulación destructiva, donde la
humedad y el humo dibujan churretes en las fachadas. Teresa disfruta el lenguaje de su amiga pero lo
considera algo pasado de moda, y le contesta con un castellano entrecortado, de
escaso vocabulario.
Teresa es maestra y tiene
miedo de sus alumnos y de los padres de sus alumnos. Por las mañanas llega al
colegio atemorizada, esperando de los niños la grosería y de sus mayores la
amenaza. Teresa ya no espera nada de su oficio.
Las dos maestras se conocieron
al finalizar sus estudios, cuando la española disfrutaba de una beca en Bolivia.
Les unía el entusiasmo por la enseñanza y se hicieron amigas. Cinco años después
su comunicación es trivial. Están muy lejos.
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