El Flaco de Oro lleva cuarenta años, en tan asombrosa postura, en el Lavapiés de su chotis. La dictadura le usó para tender cables al Méjico de los republicanos y la acogida; encargó la estatua a un escultor de aquel país, y esto es lo que se recibió. Vaya usted a saber. El flaco feo de la cara cortada hizo hermosas canciones, y con una de ellas, quizás la más sencilla, supo conquistar a la mujer más bella del mundo, a la diosa que se mantuvo en el ara hasta la muerte.
Hoy, la imagen del Flaco
está en una plaza que lleva su nombre, dando la espalda al esqueleto de las
pías escuelas que quemo el odio. Su gesto, acorde al entorno de marginación y
contracultura, parece presidir la contestación. Las ruinas han sido
esperanzador campo de experimentación arquitectónica, y, como es habitual, ha
vencido el ego del autor.
Que poco tiene que ver,
Flaco, este duro mundo de mil razas que hoy presides, con la sofisticación de
tu María bonita. Tan poco que ver como tu tenue vals con los reptiles que
abrazaban el cuerpo de la diosa de ojos imposibles.
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