Tengo
la impresión de que los redactores del proyecto de Ley de Servicios Profesionales - al menos en el asunto que trato –
han oído campanas, pero no han terminado de localizarlas. Es evidente y vieja
la necesidad de ordenar la realidad de los intervinientes en el proceso
constructivo. Las últimas esperanzas se pusieron en la redacción de la Ley de Ordenación de la Edificación,
vigente desde 1999, y que resultó frustrante, como lo será esta que ahora se
proyecta. En el proceso de redacción de un
proyecto de edificación residencial – por ejemplo - y de la posterior
realización de la obra, intervienen de hecho profesionales formados en muchas
ramas de las enseñanzas técnicas. Sin embargo, solo un arquitecto puede firmar
el proyecto y la dirección de obra. Las estructuras y las instalaciones,
generalmente, son proyectadas y dimensionadas por otros técnicos, que no pueden
firmar su autoría. Este es el asunto: repartir la firma, las responsabilidades,
y por tanto los dineros, entre los técnicos realmente sabedores e intervinientes
en las distintas facetas del proceso. Lo que propone el proyecto de ley es
ampliar la posibilidad de que otros facultativos puedan actuar con exclusividad
de firma, lo que evidentemente no da soluciones al problema.
Las
razones de oposición a la ley, esgrimidas por los representantes de las
organizaciones corporativas de los arquitectos, son las de siempre, aburridas y
repetitivas. Ellos son los únicos capacitados para responder a las necesidades
de las personas, ellos son los únicos capaces de sintetizar variables
funcionales, culturales, sociológicas y – claro está – ESTÉTICAS. Aquí tienen
que llegar siempre, y aquí, yo, me permito el latinajo: quod natura non dat, Salmantica
non prestat. ¿En qué son superiores sus diseños, desde la estética
esgrimida, a los de un automóvil o un puente, por ejemplo? Seguramente, solo,
en la palabrería vana que los acompaña.
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