el que pasa. Eres tú
que te alejas
apresuradamente
hacia la sombra,
y vas dejando caer,
como el que se despoja
de sus bienes,
todo aquello que amaste.”
Meira Delmar
Me gusta mirar por las ventanas muertas, y buscar los vestigios de este pequeño
mundo. Por donde termina el Órbigo. Este pequeño mundo que se acaba; puede que
ya se haya acabado hace tiempo y solo exista en la añoranza. Son símbolos de lo
que fue y no puede volver a ser. No es añoranza de algo mejor, es simple nostalgia
–mal de viejos - del tiempo que se fue.
Son símbolos para los que lo vivieron; y de estos, unos verán su ruina con desasosiego, otros con indiferencia, y otros con el dolor viejo del frío y la pobreza. Músicas, acentos, usos y maneras, también se fueron con las gentes de este mundo pequeño. Reposarán con ellas en la tierra ajena, donde buscaron lo que esta les negaba o las propagandas ofrecían. Hoy, en verano, la agresión de un ruido foráneo invade a estos pueblos, sin las músicas, ni los acentos, ni los usos, ni las maneras que les eran propias.
Permitámonos la nostalgia de la vida
que fue tras esos girones de visillos, tras esos postigos con restos aún de la almagra
o el añil antiguo, en la oscura claridad de la ruina. Asomémonos al tiempo y sintamos
de nuevo esa vida: el calor de las brasas de las vides donde hierven las sopas
de la cena; los bisbiseos de rezos prendidos en labores de abuelas; el silencio
de las agonías; los gemidos de amor resbalando por el encalado de la casa nueva;
los quejidos de la ilusión del parto; la risa infantil sobre el canto del Catón;
las envidias antiguas; el sueño de parvas llenando la era, de paja entrando por
el boquero del pajar, de mosto rebosando el lagar… antes de levantarse a uncir,
y marchar, noche y hielo, en el lento silencio de los bueyes, a la rutina
diaria de la tierra. Permitámonos, por unos momentos, rememorar estos espacios
de infancia y juventud; imágenes en las que el tiempo ha dulcificado realidades.
Sí, amanece lento, y parece que por todas las chimeneas ha comenzado a
salir un humo quedo que se remansa en las tejas, lamiendo la escarcha. Los
gallos pregonan su chulesca presencia y el pueblo despierta. Las puertas
carretales se van abriendo y la aguijada guía la salida del carro. Los primeros
rayos de sol brillan en la paja del trullado que envuelve a las tapias suavizando
sus aristas. La niebla se resiste, agarrándose a las paredes como tela de araña
desgajada. El ganado va saliendo de las
casas, incorporándose al rebaño comunal que el pastor lleva a los pastos. La
luz va dando a todo volumen y color. Huele a lumbre de sarmiento y a vida. Sí,
el pueblo vive.
Estas casas sustituyeron a otras más sencillas, de solo una planta, pegadas
al suelo, con tejados de paja entre la que escapaba el humo que arropaba a
hombres y animales. Aquellas desaparecieron y estas desaparecerán, sin dejar
rastro, humildemente incorporadas a la tierra, como humildemente estuvieron
incorporadas al paisaje. Quizás no pueda decirse lo mismo de la – se me antoja – incongruente
realidad que ahora las reemplaza. A la armonía de rojos y ocres le van saliendo
escaras de colores industriales, texturas ajenas y volúmenes inconexos.
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