martes, 8 de enero de 2013

Hacia la sombra...


 

“No es el tiempo
el que pasa. Eres tú
que te alejas
apresuradamente
hacia la sombra,
y vas dejando caer,
como el que se despoja
de sus bienes,
todo aquello que amaste.”
 

Meira Delmar

 



Me gusta mirar por las ventanas muertas, y buscar los vestigios de este pequeño mundo. Por donde termina el Órbigo. Este pequeño mundo que se acaba; puede que ya se haya acabado hace tiempo y solo exista en la añoranza. Son símbolos de lo que fue y no puede volver a ser. No es añoranza de algo mejor, es simple nostalgia –mal de viejos - del tiempo que se fue.

 

 


 

 

 

 

 Son tapias de tierra que regresan a la tierra, lentamente, lluvia a lluvia, otoño a otoño. Son lajas cansadas de su labor de siglos componiendo la verticalidad del muro, y que tienden a su origen. Es madera que se empeña, desesperadamente, en la función que le dieron, acodalando la ruina inevitable, y que termina cediendo a los empujes y al desinterés de los hombres, retornando al suelo, hecha  suelo ya, abono de nuevos paisajes.

















Son símbolos para los que lo vivieron; y de estos, unos verán su ruina con desasosiego, otros con indiferencia, y otros con el dolor viejo del frío y la pobreza. Músicas, acentos, usos y maneras, también se fueron con las gentes de este mundo pequeño. Reposarán con ellas en la tierra ajena, donde buscaron lo que esta les negaba o las propagandas ofrecían. Hoy, en verano, la agresión de un ruido foráneo invade a estos pueblos, sin las músicas, ni los acentos, ni los usos, ni las maneras que les eran propias.  
Permitámonos  la nostalgia de la vida que fue tras esos girones de visillos, tras esos postigos con restos aún de la almagra o el añil antiguo, en la oscura claridad de la ruina. Asomémonos al tiempo y sintamos de nuevo esa vida: el calor de las brasas de las vides donde hierven las sopas de la cena; los bisbiseos de rezos prendidos en labores de abuelas; el silencio de las agonías; los gemidos de amor resbalando por el encalado de la casa nueva; los quejidos de la ilusión del parto; la risa infantil sobre el canto del Catón; las envidias antiguas; el sueño de parvas llenando la era, de paja entrando por el boquero del pajar, de mosto rebosando el lagar… antes de levantarse a uncir, y marchar, noche y hielo, en el lento silencio de los bueyes, a la rutina diaria de la tierra. Permitámonos, por unos momentos, rememorar estos espacios de infancia y juventud; imágenes en las que el tiempo ha dulcificado realidades.
Sí, amanece lento, y parece que por todas las chimeneas ha comenzado a salir un humo quedo que se remansa en las tejas, lamiendo la escarcha. Los gallos pregonan su chulesca presencia y el pueblo despierta. Las puertas carretales se van abriendo y la aguijada guía la salida del carro. Los primeros rayos de sol brillan en la paja del trullado que envuelve a las tapias suavizando sus aristas. La niebla se resiste, agarrándose a las paredes como tela de araña desgajada.  El ganado va saliendo de las casas, incorporándose al rebaño comunal que el pastor lleva a los pastos. La luz va dando a todo volumen y color. Huele a lumbre de sarmiento y a vida. Sí, el pueblo vive.   
 
Estas casas sustituyeron a otras más sencillas, de solo una planta, pegadas al suelo, con tejados de paja entre la que escapaba el humo que arropaba a hombres y animales. Aquellas desaparecieron y estas desaparecerán, sin dejar rastro, humildemente incorporadas a la tierra, como humildemente estuvieron incorporadas al paisaje. Quizás no pueda decirse lo mismo de la – se me antoja – incongruente realidad que ahora las reemplaza. A la armonía de rojos y ocres le van saliendo escaras de colores industriales, texturas ajenas y volúmenes inconexos.

 Yo me arrimo a este inusitado abuelo que marcha hacia el Órbigo, a regar su quiñón, al paso sin prisa de su borrico. Me cobijo en su palabra, en su acento que me sabe a otro tiempo. Él y yo caminamos hacia la sombra, apresuradamente, al paso quedo del borrico, entre los campos de verdes nacientes, a la espera del sol que los haga pan.

 

 

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