miércoles, 27 de noviembre de 2013

Ni es cielo, ni es azul




En mi familia, de la generación de mis padres, solo queda con vida una hermana de mi madre. Tiene noventa y cinco años y en su cerebro, brillante en otro tiempo, hoy solo hay confusión y desmemoria. El lunes pasado, en una clara mañana de otoño, estaba yo sentado con ella en un banco de la madrileña plaza de Olavide, en el espacio ajardinado que dejó libre la demolición del mercado que proyectó Javier Ferrero. Grupos de ancianas, más o menos lúcidas, más o menos autónomas en sus movimientos, se reúnen en el parque a la llamada del sol, mientras sus cuidadoras sudamericanas forman tertulias.

Hablo a mi tía, tan anciana, consciente del privilegio de hacerlo, tratando de crearle conexiones con el pasado que se le escabulle. En un determinado momento una de sus manos se alza hacia el cielo despejado y luminoso, y del caos y la niebla de su memoria surgen unos versos perfectos de entonación y ritmo:


Porque ese cielo azul que todos vemos

ni es cielo, ni es azul. ¡Lástima grande

que no sea verdad tanta belleza!


Durante unos momentos no puedo hablar. Los últimos versos del soneto de Don Lupercio me han llegado como una premonición de la anciana ante algo que me duele, algo que ella ignora y yo conozco.

Ahora, tengo en las manos el libro donde mi madre y mi tía aprendieron este soneto; entre sus páginas aún hay apuntes y dibujos de las dos hermanas. Me lo dio mi madre allá por mi segundo de bachillerato y nunca me he separado de él:



LA HSTORIA LITERARIA EN LOS TEXTOS

POR

JOSÉ ROGERIO SÁNCHEZ


PRIMERA EDICIÓN

MADRID 1933



    

martes, 26 de noviembre de 2013

El regreso de Adelina Prieto






A
delina no se siente vencedora, pero tiene una reconfortante sensación de no haber sido vencida. Se estira en la silla, levanta la cara al sol de otoño y bebe el vinillo que le han servido. Está a gusto, tranquila. Quizás en algún rincón le quede algo de resquemor por lo excesivo del esfuerzo, pero no, no necesita nada, le llena el calorcillo del sol en la tarde fresca, sin nada que le obligue ni le apure, sin nada para mañana y nada para pasado mañana. Es una sensación nueva y se regodea en ella. Por el momento lo único que le interesa es ese olorcillo que sale por la puerta de la taberna, le ha abierto el apetito y le ha recordado la cocina de su madre en el pueblo extremeño de las paredes encaladas que escondían la miseria. Todo empezó con Don Sixto, el maestro de escuela que le enseñó lo poco que él sabía; se lo enseñó bien; y le dio noticia de otras posibles formas de vivir. A los catorce años se fue a Madrid, a servir. Pronto encontró un trabajo que le permitió matricularse en una academia; y a los veintiún años había terminado el bachillerato y estaba matriculada en la Escuela de Ingenieros de Caminos. Lamenta no tener una familia. Está curtida en soledades, sí, pero los años nos ablandan. Al terminar la carrera estuvo seis años trabajando para una empresa constructora en África y Sudamérica. Al regresar a Madrid preparó una oposición e ingresó en un cuerpo facultativo de la Administración. No ha tenido descanso, nada le ha sido fácil; como ella dice, nada es fácil para una paleta gorda y fea empeñada en ir hacia arriba. Come con gusto el guiso que le han traído y recuerda con ternura las cenas en casa de doña Visitación; aquella viuda con buena casa y escasa pensión a la que, a poco de llegar a Madrid, alquiló una habitación barata con el compromiso de ayudar en las tareas domésticas. Vivió con ella muchos años, hasta su muerte, y a ella le debe una parte básica de su formación. Doña Visi despertó su interés por el arte y las humanidades, y puso a su alcance una buena biblioteca que Adelina se bebió en esos años. Tiene la sensación de haber acertado. Por primera vez en su vida ha tomado una decisión de importancia sin un previo análisis racional. Ha actuado por un impulso, sin ajustarse a un método. Y cree que ha acertado. Puede que los años más duros de su vida profesional hayan sido los que dedicó a la política. No logró entenderse con la gente de ese mundo. Ella sabe de su carácter duro, sí, y de su intransigencia; demasiada intransigencia para que su trabajo en aquella dirección general fuese del agrado del ministro. Aún así, su tenacidad le hizo aguantar dos legislaturas y conseguir alguna cosa con la que sentirse medianamente satisfecha. No tiene planes. Esta mañana metió en el coche las cajas con las cosas que durante años ha ido trasladando de uno a otro despacho. Cogió la primera carretera que le salió al paso, condujo durante dos o tres horas y está aquí, sentada en esta plaza que parece desierta, comiendo, de cara a un agradable sol de otoño. Desde que murieron sus padres no ha vuelto a su pueblo. De repente siente ganas de ir, casi necesidad, quiere volver a ver la casa; sí, mañana irá al pueblo; puede que sea lo lógico; puede que ella esté en un inevitable regreso. Los últimos años de trabajo los ha dedicado a La Administración y a sus clases en la facultad. Hace unos días, no muchos, llegó a la conclusión de que su trabajo ya no le ilusionaba. En el ministerio se sentía rodeada de fatuos pelotas jovencitos que confundían el saber con la habilidad informática. En la facultad, la ignorancia y la falta de motivación o interés de sus alumnos le desanimaban. Comenzó a notar un cierto hastío y, alarmada, inició la tramitación de los papeles. Los últimos recortes le han supuesto alguna merma en la pensión, pero ella piensa que tiene suficiente. Adelina cree que ha acertado. Adelina cree que la vida no ha podido con ella. Piensa en su madre, que arrima brasas al puchero, y en su padre sentado en el escaño, con las manos de sarmiento sobre los remiendos en la pana del pantalón. Piensa…, sí, mañana regresará al pueblo.