martes, 29 de agosto de 2017

Llueve, al fin










E
s media mañana y parece de noche. Un cielo tonante arroja el agua que nos ha negado durante meses. Pero aún es agosto, queda verano. Paso la mañana disfrutando el repiqueteo del agua tras la ventana con el fondo orquestal de unos truenos que parecen caer rodando hasta ese límite en el que estallan poderosos, sublimes. En un alarde de originalidad me pongo a escuchar Stormy Weather, en una versión de Etta James, de 1960. La vieja música yanqui me sirve para el momento.

Busco un chubasquero y salgo a pasear el pueblo bajo la lluvia.

A Trini, la tendera, parece escapársele el alma en cada estallido, y con los ojos en blanco hace frenéticos ademanes de santiguarse una y otra vez mientras invoca, tartamudeante, la mediación adecuada: Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita… Con los truenos Trini se olvida hasta de cobrar, que ya es olvidar en ella. Isidro, el marido de Trini, espera anhelante una tregua del cielo para escapar de su tienda y de su señora y salir a repartir los pedidos por los bares, tomarse sus cañitas y echar unas monedas en las máquinas esas de los ruidos gastroeléctricos y las lucecitas, esos trastos en los que a tantos divierte dejarse los cuartos.

Mientras esquivo como puedo las bicicletas de dos zánganos veinteañeros que circulan por la acera con la potencia de su edad y la prepotencia de los tiempos, veo a Manuel sentado en el bar donde le ha pillado la tormenta. A Manuel no le impresionan los truenos; en realidad, a sus ochenta y tantos, ya no le impresiona nada, si es que algo le impresionó alguna vez. Manuel solo desea que escampe y continuar con su diario y exhaustivo recorrido de los bares del pueblo. A Manuel ya no le preocupa ni la muerte ni la vida; le da todo lo mismo. Como mínima autoafirmación, y por seguir siendo algo, aunque sin poner mucho empeño, Manuel continúa presumiendo de conquistador y campeón sexual, de leal a la gallina de su llavero y a la bandera de su pulsera, de fe en el eco lejano del Dios lejano de su lejana infancia, y de amor a una mujer fallecida hace años a la que, seguramente, no respetó mucho en vida y a la que ahora necesita idealizar. A Manuel le pesa una soledad ganada a pulso. Cada día se acorta su corto mundo. Pero, como él dice, que le quiten lo bailao. A Manuel, a pesar de todo, se le nota un poso de educación y colegio. También de abandono.  A ver si escampa.

Estas aguas, después de tantos meses de sequía, se han amalgamado con dios sabe qué suciedades depositadas en el suelo y han formado una espuma blanca, un manto poluto y sospechoso que cubre las calles. Aún así, hoy el mundo es más limpio y diáfano, qué duda cabe, un mundo que se ve, se huele y se respira.

En la tienda de los periódicos Matías compra su diaria dosis de Razón, y a los buenos días me contesta —golpeando su periódico— con una perorata sobre las medidas a tomar con los marroquíes del atropello en Las Ramblas, con los terroristas de la yihad y con todos los mahometanos que han llegado o lleguen a España: un pandemonio policial de venganzas, detenciones y deportaciones. No cuesta mucho hacerle cambiar de tema y llevarle a uno de sus favoritos: el origen africano de su fortuna familiar y los depurados sistemas que usaban para hacer trabajar a los aborígenes. Le gusta el asunto. El hombre se retrata con generosidad y se adorna con continuas alusiones a su condición de demócrata y católico practicante y militante. Sentado tal retrato, al que no se me ocurre apostillar, considero que las cosas quedan en su sitio y puedo irme.

Aprovecho que pasa por allí una amiga de mis hijos, guapa y risueña, entre la algarabía de su prole, a la que me uno.

 Se va haciendo la hora de comer y voy hacia casa.

Regreso al repiqueteo de la lluvia en mi ventana, con el fondo orquestal de los dioses precursores.

Asoma algo de sol por un resquicio de las nubes.

Huele bien. Las aguas han lavado todo lo que pueden lavar.






      

domingo, 13 de agosto de 2017

Aquel Restaurante Español de la rue du Helder, lugar de encuentro de los españoles en París











1889 fue el año de aquel arrebato de grandeur de la Francia que quedó simbolizado para siempre por la enormidad de la Torre Eiffel. La última Exposición Universal francesa del siglo XIX fue un descomunal esfuerzo de escaparate ante el mundo y especialmente ante la potencia que emergía al otro lado del Atlántico. Pero también se conmemoraba el centenario de aquel 14 de julio de 1789 en el que los revolucionarios franceses terminan con el Antiguo Régimen al tomar la Bastilla. Se proclama la Declaración de los Derechos del Hombre. Termina el feudalismo. Comienza la Edad Contemporánea.

Y en tan singular año, un valenciano decide abrir en París un restaurante, un restaurante español, y así lo llama: Restaurante Español. Encuentra un local bien situado, en el 14 de la rue du Helder, junto al Boulevard, a dos pasos de la plaza de La Ópera, una calle cortita que en esos tiempos tiene seis hoteles siempre llenos. El buen hacer del levantino y las habilidades de su señora en la cocina, bilbaína ella, van consolidando el negocio.

En estos últimos años del XIX, en los primeros del XX, y en el periodo de entreguerras, París es la capital del lujo y el refinamiento. Y a su goce viajan los poderosos del mundo. Pero la ciudad es también caldo de cultivo donde germina toda novedad artística. Y a ella acuden intelectuales y artistas, y en ella intercambian ideas, compiten, se esfuerzan, trabajan libres en un medio culto dispuesto a ver, oír, leer, analizar y juzgar cuanto sus talentos puedan ofrecer.

El restaurante de la rue du Helder va haciéndose centro de encuentro de los artistas españoles, entre los que abunda una bohemia con los estómagos tan vacíos como los bolsillos. Las paredes del comedor se van llenando de cuadros con los que se agradecen o pagan las calorías aportadas por los guisos de la señora del valenciano. Es el caso del pintor Domingo Muñoz Cuesta (1850-1935), del que cuelgan en la sala una Paella valenciana en la huerta, un Carmen de Granada, un Soldado español en traje de campaña, una Escena de los barrios bajos madrileños, etc. Esta acumulación de pintura de calidad termina por llamar la atención de la culta sociedad parisina, lo que unido a los guisos de la bilbaína termina de acreditar al establecimiento.

En pocos años el restaurante es obligado lugar de reunión de la colonia española y de la por entonces numerosa y rica colonia hispanoamericana. Comensales y amigos de la casa fueron intelectuales y escritores como Rafael Altamira y Crevea (1866-1951), Eusebio Blasco Soler (1844-1903) (El confesor me dice que no te quiera, y yo le digo: ¡Ay, padre, si usted la viera!), Rubén Darío (1867-1916), Manuel Machado Ruíz (1874-1947), José María Salaverría Ipenza (1873-1940), Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1940) (un curioso marqués, homosexual y decadente), Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) (escritor guatemalteco que estuvo casado con Raquel Meller), Ventura García Calderón (1886-1959); pintores como Santiago Rusiñol y Prats (1861-1931), José María Sert i Badra (1874-1945), Nestor Martín-Fernández de la Torre (1887-1938), José María López Mezquita (1883-1954), Fernando Álvarez Sotomayor (1875-1960), Ignacio Zuloaga Zabaleta (1870-1945), Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), Federico Beltrán Masses (1885- 1949) (retratista de la alta sociedad, amigo de Rodolfo Valentino); músicos como Manuel de Falla (1876-1946), Joaquín Turina (1882-1949), Ricardo Viñes Roda (1875-1943, Joaquín Nin Castellanos (1879-1949), Reynaldo Hahn (1874-1947) Francisco Alonso López (1887-1948), Jacinto Guerrero (1895-1951); y actrices, cantantes y cupletistas como La Argentina (1890-1936), Raquel Meller (1888-1962), La Argentinita (1898-1945), Rosita Moreno (1907-1993), La Chelito (1885-1959), Teresina Negri (1879-1974) (bailarina, crea también una empresa de moda: Madame Grisina), Amalia Molina (1881-1956), La Fornarina (1884-1915), Laura de Santelmo (1897-1977) (bailaora retratada por Sorolla, quien le puso el nombre artístico); cantantes líricos como Matilde de Lerma (1875-?), Tito Ruffo (1877-1953), Elvira de Hidalgo (1891-1980) (soprano que fue maestra de María Callas), Andrés Perelló de Segurola (1874-1953), Marcos Redondo (1893-1976), Pepe Romeu (1900-1985) (tenor y actor en cine y teatro).

Con el paso de los años nuestro valenciano ha ganado dinero, y decide retirarse. Deja el negocio a su paisano y amigo León García Cortés, padre de la abuela materna de quien esto escribe con la ayuda de algún papel heredado y con la evanescente oralidad familiar. Don León, con un carácter simpático y bondadoso, se gana pronto a la clientela del restaurante. El antiguo dueño se lleva con él los cuadros por lo que se hace necesaria una redecoración del comedor. Parece ser que consistió en grandes arcadas árabes y suntuosos espejos que agrandaban el local y le conferían un carácter racial y de abolengo. (Según nota de Alfonso Mesa, yerno de don León y testigo presencial)
León García Cortés

Y sigue don Alfonso: protector de artistas, apasionado de las bellas artes, fue don León un español entusiasta, celoso siempre de dar a conocer los productos y los vinos de nuestra tierra, y al mismo tiempo fue para los jóvenes artistas, que con modestas pensiones llegaban a París, un generoso y espléndido anfitrión. Su casa fue un hogar para estos artistas.

Entre los amigos del Restaurante Español y de la familia de don León, que llegaron a lo más alto en sus carreras, podemos citar a los pianistas Julita Parody (1887-1973), José Cubiles (1894-1971), José Iturbi (1895-1980) y Carmen Pérez García (1897-1974); a la arpista Luisa de Menárguez Bonilla y a los violonchelistas Gaspar Cassadò i Moreu (1897-1966) y Antoni Sala i Julià (1893-1945.
Matlde Pérez

Un día, en el restaurante, escuchan una fabulosa voz procedente de la cocina, se asoman y ven al mozo que acaban de contratar cantando mientras friega los platos. Con el tiempo, Vicente Ballester (1887-1927), así se llamaba el mozo, hizo una importante carrera como barítono en los Estados Unidos.

El 13 de julio de 1913 don León da poderes a su hijo León García Pérez para la administración del establecimiento. En 1914 fallece.
León García Pérez

Las hijas del matrimonio casan, Pepita con un violonchelista canario frecuentador del restaurante, Matilde con un médico madrileño.

Vienen después los años dulces que llevan a París a su cenit como foco productor de arte, lujo y libertad. Son los mejores tiempos para el restaurante. Pero llega el año veintinueve y todo declina. Ese mundo se acaba. En 1932 muere Matilde Pérez, y el restaurante cierra.