sábado, 28 de septiembre de 2013

La ascensión de Remedios, la bella









La tradición y dogma católico de la Asunción es un tema con enormes posibilidades expresivas, y así lo atestigua la profusa utilización que los artistas han hecho de él a través de los tiempos. Supongo que es la faceta amable de un asunto tan difícil y espinoso para los teólogos como es la resurrección de la carne. Ahí es nada.





 



Pensemos, como ejemplo, en uno de los primeros grandes cuadros que el Greco pinta en España (desgraciadamente se vendió a los yanquis), me refiero a la Asunción para el retablo de Santo Domingo el Antiguo, en Toledo. Debemos suponer que durante su estancia en Venecia Doménikos había visto el Ticiano de Santa María dei Frari, pintado medio siglo antes; parece claro que el cretense se basa en él, pero me atrevo a asegurar que lo supera, abriendo con esta obra mil caminos a la pintura posterior, incluida la suya propia.

Pero hay en nuestro tiempo una asunción de una fuerza plástica excepcional: García Márquez, durante sus Cien años de soledad, hace ascender a los cielos a Remedios, la bella.

Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Quizás deba decir ascensión y no asunción, pues nada se nos dice de ayudas externas. Y digo que el ascenso es a los cielos porque en nuestra cultura llamamos cielos al fin de ascensiones y asunciones, como  avernos al de los descensos. La belleza absoluta de Remedios, ajena a las pasiones de los hombres, sube orlada por el vuelo del blanco de las sábanas escapadas de su natural cotidianeidad. En el mundo Macondo, el mundo en que nos introduce D. Gabriel, Remedios, la bella, asciende con naturalidad, como la consecuencia propia de su condición.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Los Dedos de Dios

 
 
 
 
 
 
 
 

Este verano paseaba un día por la lonja de la catedral de Astorga y estuve un rato mirando la puerta que se abre al mediodía, aquella a la que se condenó a estar siempre frente al absurdo Palacio Episcopal. Pensaba en el autor de la portada, el trasmerano nacido en Rascafría Rodrigo Gil de Hontañón, que se anduvo media España llenándola de piedras labradas y aparejadas a lo romano, dejando atrás la Edad Media.

De pronto un detalle me llamó la atención y me acordé de una historia escuchada años atrás. La oí una de esas tardes del mes de octubre en las que todavía se busca la sombra.  Una y otra, historia y sombra, las encontré bajo los rojos y amarillos de una parra en el patio de una taberna en un pueblo cercano a Astorga, por donde andaba yo en mi habitual búsqueda de lo que no existe.

 

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 En una mesa contigua unos paisanos parecían pasarlo bien recordando lo escuchado a padres y abuelos  sobre un tal Atalo Turienzo. Aquello prendió mi curiosidad pues me parecía una de esas historias que se van conformando de filandón en filandón, con el adobo del tiempo y el ingenio del pueblo, por lo que pasé a contertulio de mis vecinos mediante un peaje de vino y chorizo.

Atalo era natural de C…, pero desde muy joven vivió en Astorga, donde su padre era sacristán de la catedral. Desde niño se distinguió por sus habilidades acrobáticas y las desarrolló ayudando a su padre en la limpieza de los elementos menos accesibles del templo. Pronto se hizo imprescindible en el aseo de cornisas entablamentos y retablos, y pasó muchos años haciendo equilibrios entre las narices griegas de los personajes de Don Gaspar Becerra. A  la muerte del sacristán el hijo heredó el cargo aunque por su inclinación siguió colgándose de las cuerdas, querubín del plumero, volatinero entre la divinidad, el santoral y los elementos arquitectónicos.

Quizás por su habitual convivencia con lo divino en tan etéreas regiones, Atalo fue a dar en un curioso misticismo. Todo comenzó cuando en su pueblo natal, a donde acudía con frecuencia, transformó un corral de ovejas en lugar de culto. Los pocos adeptos iniciales fueron aumentando poco a poco y pronto comenzó a acaecer lo que suele acaecer en estos casos: luces resplandecientes atravesando las rendijas del viejo edificio, fragancias emanadas de donde antes solo trascendía la caca de oveja, sanaciones, imposibles torsiones en los cuerpos, vigores olvidados en ancianos, fertilidad en menopáusicas, eriales fecundos, multipartos en el ganado,… esperanza en los desesperanzados. Estos creyentes se llamaban a sí mismos “Señalados por los Dedos de Dios” y decían tener esos “Dedos” allí, en una especie de arca que presidía el templo. Llegó un momento en que gentes de toda la comarca, movidas por fe o curiosidad, llenaban el pueblo los sábados para asistir a las ceremonias oficiadas en el corral, que ya se había quedado muy pequeño.

El párroco de C… llevaba tiempo clamando en el púlpito contra la impostura de esta competencia sobrevenida. Y anunciaba todas las penas de los infiernos para los que se atreviesen a acudir, aunque solo fuese por curiosidad, a tan sacrílegas ceremonias que solo podía presidir Satán. El Obispado comenzó por retirar a Atalo de sus labores de sacristán, y nombró a un joven canónigo, de buen currículo, para estudiar el caso y emitir un informe que sirviese de base para cualquier actuación posterior.

La apariencia del  estudioso sacerdote respondía a lo que cabía esperar de su historial ejemplar. Su cuerpo alto y extremadamente delgado parecía anunciar los efectos del sacrificio, la austeridad, la renuncia y la penitencia. Una enorme nariz roja y goteante, en eterno constipado, contraída como por un mal olor, era la proa de una sotana que avanzaba piadosamente escorada de estribor, con cortos y rápidos pasitos, con las manos unidas y apretadas sobre el pecho, como conteniendo al espíritu ansioso de escapar a mejores destinos.

D. Norberto - el canónigo - comenzó sus investigaciones en el pueblo: interrogatorios a vecinos, citaciones de rebuscado formalismo, amenazas tonantes, liturgia, aparato y juramentos.

Con el tiempo el pueblo se habituó a la presencia del “Alimoche” -  como ya era conocido D. Norberto -  que por entonces entraba y salía del templo-corral con la misma frecuencia y naturalidad que de la iglesia. Los dineros de los fieles habían ido transformando la sede de “Los Dedos de Dios” en un horrendo y pretencioso armatoste multicolor.

A mediados de mayo “Los Señalados” convocaron a sus fieles para una ceremonia de especial solemnidad. El día anunciado la gente comienza a llegar al pueblo temprano, tomando posiciones en torno al altar instalado frente a lo que fue corral de ovejas. Larga procesión de iniciados revestidos con sorprendente riqueza. Atalo Turienzo, capa pluvial y monaguillos, porta el arca con “Los Dedos de Dios”. Blancas filas de acólitos conducen al oficiante ante el altar. Entre los concurrentes surge una agitación y un rumor que pronto se hace grito:

¡El Alimoche! ¡Es el Alimoche!

Desconcierto…

La secta no duró mucho. El abandono de los desconcertados fieles, la represión de las autoridades civiles y las hábiles maquinaciones de la Santa Madre, terminaron pronto con el sueño místico del titiritero idólatra.
 

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En el frontón de la portada del maestro trasmerano, la imagen de Dios Padre sostiene al orbe en su mano izquierda. La derecha, sin dedos, se alza en tronchado gesto de bendecir.
 






domingo, 8 de septiembre de 2013

Paseando los alrededores del pueblo

 
 
 
 
 

Cecilia Juárez  Las Fontanillas

Oleo sobre cartón 9x6 cm. Años cincuenta del siglo XX
 
 
 
 A Longinos de la Huerga exprofesor de lengua y literatura en Madrid le sobrevino la vejez en una mañana de  abril mientras paseaba su jubilación recién estrenada por los alrededores de su pueblo natal disfrutando de paisajes añorados que ya solo existían en su memoria tendemos a ir postergando la vida dejando las cosas que más nos interesan para otro tiempo en que nos atosigue menos el día a día y así vamos llenando un baúl de asuntos pendientes que quizás sea el contenedor de la esperanza que nos mantiene y esperamos el momento en que poder hacer esto escribir eso investigar aquello o ir allí  y ese futuro nunca deja de serlo a Longinos en los escenarios de la infancia se le abren los ojos de repente y ve con claridad que ya no hará esto ni escribirá eso ni investigará aquello ni irá allí sencillamente porque ya no dispone del entusiasmo ni de las fuerzas necesarias que hasta el paseo diario le desasosiega si se prolonga demasiado y tiene que apresurarse al cobijo de su mujer y de su casa y sus ojos repentinamente abiertos ven un impensado paisaje nuevo un paisaje triste de tapias arruinadas que regresan a la tierra de muros de ladrillo sin revestir de uralitas escombros y cochambre un paisaje cruzado por muchachitos vociferantes de una grosería hiriente un paisaje inesperado sobrepuesto al siempre recordado  de la infancia Longinos no siente exactamente pena ni angustia ante la consciencia de la evidencia hasta entonces oculta siente solo una ligera desazón que le impulsa hacia su casa mientras piensa en el material cuidadosamente guardado clasificado recopilado durante años para trabajar cuando se jubilase y que ahora a nadie servirá a nadie interesará al llegar a casa Longinos se sienta en su sillón de mimbre frente a la mesa camilla junto a la ventana que se asoma al patio de la glicina al lado de su mujer que teje y le cuenta lo que ha preparado para comer Longinos recuerda a su padre anciano sentado en el sillón que ahora ocupa él le recuerda silente con la mirada en la ventana del patio y el pensamiento en las tierras abandonadas que él ya no puede trabajar y tampoco el hijo que eligió los libros Longinos siente ahora aquella mirada antigua y silenciosa de su padre Longinos tiene una sensación que no es tristeza pero está lejos de la alegría y piensa que en realidad ya solo le preocupa ese dolorcillo del costado y que le asusta la pérdida de memoria de su mujer y encontrarla a veces con la vista perdida y una enorme interrogación en el rostro.