domingo, 21 de mayo de 2023

Pablo Milanés

 






Milanés

 

     Poco he sabido de la vida de Pablo Milanés en los últimos años. Para mi seguía siendo un eco sonoro de la juventud, un eco que activaba de vez en cuando en el ordenador. Parece que vivía en una élite sobreviviente del canturreo progresista americohispano de años ha. Élite que hoy peina canas, siembra nostalgias y administra ingresos.

     Me ha pellizcado el alma de viejo la muerte de aquel cantor, aquel negro de aspecto bondadoso que, al pozo de los años setenta, nos bajaba los ilusionantes mensajes de la esperanza cubana, y con el que después compartimos ─los que lo compartimos─ el triste: así, no.

si he de morir quiero que sea contigo…

… sé que necesito tu mano…

     Me acompaña, mientras escribo, la voz del negro bondadoso, ya anciano, cantando viejos amores a sus paisanos, que le corean mientras parecen evocar lo que pudo haber sido.

sus olores llenan ya mi soledad…

… su silueta se dibuja cual promesa de llenar el breve espacio en que no está…

     Recuerdo lo que era oír, hace casi medio siglo:

… y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes…

… y evocaré en un cerro de Santiago a mis hermanos que murieron antes…

     Quedaba, aún, esperanza:

… retornarán los libros, las canciones…

… risa siempre y nunca llanto, como si fuera la primavera…

     Vivimos un tiempo donde la esperanza se achica día a día, y no parece haber Pablos capaces de insuflarla en el brocal del pozo.

     Adiós al viejo contador de sus amores en canciones que siguen vivas, adiós al viejo vocero de un pueblo levantado.

 

 

                                                                    Torrelodones, noviembre 2022  

 

 


Entre las hojas


 

n la mañana madrileña son pocos los nativos de café y churros, son muchos los jovencitos extranjeros que ruedan sus maletas hacia el piso turístico, hacia la llamada de esa moderna permisividad hispana para el negocio de la juerga etílica.  

Es una librería de viejo con portada de maderas que fueron azules, en la cuestecilla de una de las calles que salen de la plaza de Ópera. El sol matinal va entrando a la estrecha calleja, asomando entre esos aleros de potentes canes de las casas vecinales madrileñas del XIX, y pone algo de luz en el poco espacio que dejan las montañas de libros.

─ Si se lleva estos quince le hago un buen precio, don Jerónimo, venga, se los dejo en setenta y cinco euros. No gano nada, pero tengo que hacer sitio en la tienda.

─ Pero si no puedo con ellos, hombre, que estoy viejo y me duele la espalda.

─ Sesenta y cinco y le regalo este grabadito del XIX, mire que cosa más fina, no hablemos más, se los meto en una bolsa, verá cómo puede con ellos, y si no deje, que mi chico se los lleva a la tarde a casa.  Que ya sé yo quien ganará dinero con esto: su amigo el encuadernador, que ahí es donde se deja usted buenos cuartos, ¿eh?

─ Veremos si encuaderno alguno, Manuel, ya veremos. No sabe cómo le agradezco que me los acerque su hijo, el médico me tiene dicho que tengo que tomarme en serio lo de no coger peso, lo procuro, pero no es fácil, siempre hay algo que llevar, a veces parece que la vida consiste en cambiar cosas de sitio.

─ Y yo le agradezco la compra, don Jerónimo. Me he quedado con los libros de una buhardilla, ahí, en la calle del Olmo, son muchos y no tengo donde meterlos. No se si me saldrá rentable, no se vende nada, los libros viejos ya no interesan a nadie, los libros, quizá los libros ya no interesan a nadie…

Por la ventana entra la última luz de una tarde de finales del verano, se posa leve, como la tristeza, en la mesa donde Jerónimo hojea los libros de su compra matinal. Son ejemplares en rústica de los Clásicos Castellanos, de la segunda década del siglo pasado, de aquella Ediciones de la Lectura que se comió el pez grande. Hay también algún ejemplar de los Cuadernos Literarios, de los años veinte, de la misma editorial. Más que ver los libros Jerónimo busca los papeles que se esconden entre las páginas. Ha sido la razón de comprarlos, pues en bastantes casos ya los tiene. En la librería vio los muchos manuscritos guardados entre las hojas, algunas sin cortar. Se dio cuenta de que los libros llevaban mucho tiempo sin abrirse, nadie había tocado esos viejos papeles. Va colocando en una carpeta los documentos que extrae, con todo cuidado, por el orden en que los encuentra y dejando notas del libro en el que estaban.

Tras la jubilación, Jerónimo encontró en los libros viejos su principal entretenimiento. Después, cuando murió su mujer, le fue necesario sobrellevar la desesperanza, la tristeza que apagó su mundo, su casa; tristeza que terminó hasta con los geranios de los balcones, a los que no sirvieron los cuidados que puso el hombre tratando de imitar a su mujer. Los libros le ayudaron. Pronto no fueron solo para leer, comenzaron a tener interés como objeto, y se hizo selectivo en su búsqueda. Encuadernaba algunos, en el juego de los papeles artesanales, las pieles, los hierros, los dorados…, pensando que algún día podrían interesar a los nietos de ordenador y teléfono. Le llamaban la atención las cosas que suelen encontrarse en los libros viejos: entradas de teatro o cine, billetes del tranvía, del tren, la lista de la compra, la tira de papel de envolver con los números del lápiz de la oreja del tendero, la factura de la compra de la radio, la carta de amor, de ruptura, de esperanza, la receta del médico, la chuleta del opositor a Hacienda, la foto del actor guapísimo, el décimo de lotería, la postal de los padres que están tomando las aguas, el recordatorio del abuelo difunto, el de la primera comunión del sobrino, el ripioso intento de soneto con más amor que oído, el recorte de periódico con aquella noticia… En muchos casos estos papeles sirvieron para señalar la interrupción de la lectura, en otros el libro se utilizó para archivar u ocultar documentos. En todo caso son un evocador reflejo de vida pasada que enciende la fantasía de Jerónimo.

─ Manuel, quisiera seguir viendo libros de esos de la buhardilla de la calle del Olmo.

─ ¿Quiere más cartas y papeles, don Jerónimo? Le tengo guardado todo lo que he encontrado hasta el momento, pero quedan muchos tomos por ver…

El librero no tiene un pelo de tonto, y sabe de las inclinaciones de su cliente.

Con el tiempo, paciencia y pagos a Manuel, Jerónimo ha ido recopilando la documentación guardada en los libros de la calle del Olmo, mucha de ella cuidadosamente oculta entre las páginas intonsas. Tras la sistemática clasificación ha iniciado una lectura curiosa y reverencial. Casi todo son cartas a una joven, Elvira, de un muchacho, Miguel, combatiente voluntario en la guerra civil española. Están escritas con buena caligrafía, de fácil lectura, unas con pluma, otras con lápiz. Unas en papel de carta, otras en hojas de cuaderno rayado o cuadriculado, otras en cualquier ocasional y arrugado papel de envolver. No hay sobres, tan solo las cartas.

Jerónimo se cansa pronto, pierde el interés, cosa rara en él, pero termina disciplinadamente la lectura de las ciento y pico cartas. Siente algo cercano al desasosiego, no entiende que Miguel, un muchacho en situaciones extremas, en el barro del fondo de una trinchera, bajo el silbo de las balas, utilice un lenguaje tan formal y correcto para dirigirse a su añorada Elvira. Todo tiene un cierto formalismo que le incomoda. Tampoco entiende como algunas cartas pudieron llegar a Madrid en ciertas fechas y desde determinados lugares.

Las cartas tienen un primer periodo desde octubre de 1936, en que Miguel se incorpora voluntario al ejército de la República, hasta febrero de 1939, en que, tras la caída de Cataluña, escapa hacia Francia. Un segundo periodo, de estancia en Francia, comienza con una incomprensible descripción del caluroso recibimiento y la cariñosa acogida de nuestros vecinos a las derrotadas tropas republicanas. ¿Por qué describe Miguel ese inexistente recibimiento y acogida?  En las siguientes cartas el muchacho habla de su lucha en la guerra mundial, incorporado a un regimiento francés de voluntarios extranjeros. La última carta está fechada en febrero de 1944.

Los papeles hallados en los libros de la buhardilla de la calle del Olmo han decepcionado a Jerónimo, no siente ya ningún interés por ellos ni por la historia que encierran. Quizá puedan interesar a algún familiar, si los hubiese, piensa.

─ No, quien vendió el piso era familia política, viudo de una descendiente, creo. A ese no le interesa este asunto. Me parece recordar que me hablaron de un familiar muy anciano… Preguntaré. ─Dice Manuel, el librero ─.

La residencia o asilo está en una calle arbolada de plátanos, en un pueblo de la periferia madrileña. Una galería solana expone cuanto deterioro pueden producir los años en las personas.

Es un anciano mínimo, de piel trasparente y ojos vivos. Se pone sus gafas y con manos temblorosas va ojeando las cartas que Jerónimo ha dejado a su lado, sobre la mesa. Poco a poco su sonrisa se hace mueca de dolor y por sus mejillas escurren dos lágrimas que se apresura a enjuagar con el pañuelo.

─ Perdone, perdóneme, ya sé lo que es esto, ya sé lo que son estas cartas, aunque es la primera vez que las veo. No podía imaginar que aún existiesen. Y dice usted que las han encontrado entre las páginas de libros guardados en la buhardilla de la calle del Olmo… Verá usted, han pasado muchos años, nadie vive ya, supongo que me estará permitido contarle a usted…, a usted que ha tenido la delicadeza de traérmelas… Verá, verá usted, mi padre fue ferroviario, factor en la Estación del Mediodía, mi madre era maestra, y ejercía en una escuela próxima a nuestra casa de la calle del Olmo, donde estudiamos todos los hermanos las primeras letras. Tuvieron tres hijos, mi hermano Jesús, diez años mayor que un servidor, fallecido hace años, mi hermana Elvira, ocho años mayor que yo, que falleció en marzo de 1944 tras una penosa enfermedad que le diagnosticaron en 1936. Dijeron a mis padres que viviría uno o dos años como mucho. Fueron ocho, ocho años de sufrimientos para la pobre criatura, ocho años de aquellos terribles de la guerra y primeros de la posguerra. El caso es que mi hermana Elvira estaba muy enamorada de un muchacho que le rondaba, Miguel Hernán, que a poco de empezar la guerra se incorporó voluntario a las milicias de la CNT. Murió enseguida, creo que en los primeros días de entrar en combate. Nadie fue capaz de decírselo a Elvira, de quien se esperaba tan pronta muerte.

─ Pero entonces, esas cartas… ─ Dice Jerónimo ─.

─ Creo que usted ya había sospechado de esas cartas. No sé quién las escribió. Sí, tengo mis sospechas, naturalmente, pero eso no lo voy a comentar con usted. Las traía a casa un supuesto enlace de la CNT, así al menos se presentaba aquel señor que yo reconocí como conserje de la escuela de mi madre. Recuerdo perfectamente una conversación de mis padres, estando yo con ellos en una de aquellas interminables colas para conseguir algo de comer, no puede ser, no puede ser, no es honesto que la niña reciba esas cartas, decía mi padre, es el único consuelo de esa pobre criatura, decía, llorosa, mi pobre madre. Solo quedo yo, y por poco tiempo. Creo que quemaré estas cartas, una pequeña liturgia, humo al humo…

Jerónimo baja por la umbría de la calle de los plátanos hacia el autobús que le devuelva a su pequeño mundo, a sus libros, a los papeles entre las hojas, a la soledad de su mesa junto a la ventana de la luz triste, junto a los balcones de los geranios muertos.

 

                                                                                           Torrelodones, septiembre de 2022