martes, 11 de enero de 2022

Los que siempre han sido







Hace unos días ojeaba libros en la única librería de que disponemos en este guadarrameño pueblo donde servidor habita. Como no bajo a los madriles, por mor de la condenada pandemia, me agarro a lo que puedo, que muchas veces es un clavo ardiendo. Veo un libro de horrenda portada, escrito por aquel señor gallego con aspecto de encargado de pompas fúnebres y amenazante gancho por nariz que fue D. Wenceslao Fernández Flórez. Se publicó en Lisboa en 1938 bajo el título de O terror vermelho, y estaba hasta el momento inédito en español.

El tremendo dibujo de la cubierta y la traducción del título al castellano, lo hacen realmente amenazante: El terror rojo. Qué duda cabe de que el rojo es más terror que el vermelho. No obstante, vencen una vez más la curiosidad y la imprudencia, y me llevo el libro.

Don Wenceslao describe su particular visión de aquellos aciagos días, en el Madrid republicano, tras la sublevación de los militares en 1936, hasta que logra escapar a Portugal y encontrar refugio bajo el ala de Oliveira Salazar, …un hombre que tiene el don de conducir pueblos.

No tarda el gallego en dejarnos clara su postura ante los sistemas políticos que tratan de implantarse en España:

…nunca creí en la democracia, que no es más que un sistema que desconoce absolutamente todas las verdades y entrega su desenvolvimiento al sufragio de las mayorías…

Tampoco tarda en hacernos saber su reflexionada opinión sobre los gobernantes de la República:

 Alrededor de ese enfermo de megalomanía que es Manuel Azaña se agrupaban fracasados que juzgaban llegado el momento propicio para saciar sus ansias de pillaje…

… Azaña, gordo, fofo, amarillo de pus…

Algo que parecía de fundamental importancia para Don Wenceslao, era definir, retratar y dejar claro el origen social de las hordas asesinas que aterrorizaban la ciudad:

Y, de repente, ese populacho típico de todas las revoluciones se extendió en Madrid: infrahombres sucios, de semblante asesino; mujeres-hiena, vociferantes y desgreñadas, que llevaban en los ojos la alegría de poder matar; jóvenes desaseados, orgullosos del revólver que habían conseguido robar, para quienes el mayor placer eran las llamas de los incendios; toda la gentuza que sufre de fealdad física o de fealdad espiritual; la que lleva las serpientes de la envidia en la debilidad de la impotencia; la que representa un salto atrás, el salto del aborigen bestial que da proporcionalmente cada generación, la que no debería haber nacido si la eugenesia fuese una cosa más que una aspiración humana…

Nada menos.

Hasta el decimonónico himno de Riego merece las apostillas del gallego:

…Ese abominable himno de Riego, compendio de grosería, ensucia el alma con su insoportable aire de polca…

Y la condición de judío, cómo no, tenía que aflorar.

…Las más feroces invitaciones al crimen partían de una mujer:  la judío alemana Margarita Nelken…

He llegado, esforzado, a la página cincuenta y cinco de las ciento ochenta y cuatro de esta edición, cuidada en lo formal. Me doy por vencido; no me siento con fuerzas para más; mando el librito a tomar viento y busco algo que me acerque más a la vida que los odios del gallego de la nariz de gancho. No está ya uno para estos trotes.

Don Wenceslao vivió un cuarto de siglo en el régimen de su admirado general. Tuvo tiempo de observarlo. No tengo noticia de que su odio al azul de los monos de los milicianos que mataban se extendiese al azul o al caqui de los que mataron durante mucho, mucho más tiempo y eficacia.

Se ha logrado bastante de lo defendido entonces por las pobres, marginales, atrabiliarias figuras y clases sociales retratadas por el gallego, pero preocupa ver, en nuestros días, la repetición del discurso del fúnebre personaje en españoles y europeos del momento.

No recomiendo a nadie la lectura de este disgusto biográfico. Atiendan a él, por oficio, los historiadores, si lo creen de interés, y respiremos los demás lo logrado al margen de los Wenceslaos que siempre han sido… y serán.







 

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