miércoles, 21 de mayo de 2014

Solo queremos una casita...














Andrés se recrimina por pusilánime; sabe que si hubiese actuado con arreglo a su criterio las cosas hubieran ido mejor.
 —Ponte en manos de este hombre… no lo dudes…es un magnífico profesional…estas cosas tenemos que dejárselas a los que entienden…
Se dejó influir. Sus amigos, su mujer, todos parecían tener una opinión distinta de la suya.
El primer día, aquel señor le había parecido un tontaina amanerado y cursi, pero pensó en el criterio de los demás y se propuso no dejarse llevar por prejuicios. Andrés le expuso sus ideas que más que ideas eran sentimientos o sueños amasados a lo largo de los años. Le habló del sillón de orejas junto a la ventana enmarcando al invierno, del porche de los geranios, de la cubierta con aleros de tejas escalonadas, de la escalera de madera con balaustres torneados, de los muebles heredados de padres y abuelos, de fresca oscuridad de verano y fuego de invierno, de sus libros, de sus trastos… Sí, le pareció un cursi embutido en aquella chaqueta que le estaba pequeña, con su enorme nudo de corbata, su colocadita melena gris, sus pantalones ajustados, sus zapatos de ante… En aquella oficina quirófano, sin libros, sin papeles, sin el mínimo desorden que necesita el trabajo.
—Debemos pensar en algo de nuestro tiempo, algo que responda a las necesidades del hombre de hoy y sea reflejo de una posición social, una educación, un estatus…
Lo del estatus puso redondos los ojos de Andrés.
—Mire usted, estatus poco y perras contaditas. Solo queremos una casita…
La segunda entrevista fue sobre el terreno, en la parcela. El elegante paseaba meditabundo, los brazos cruzados y una mano tapándose la boca o accionando al ritmo de sus palabras.
—Veo la horizontalidad de unos limpios petos de hormigón que se alargan paralelos a las aceras ajustadas al terreno. Sobre ellos continúa el paisaje vegetal en jardineras…
—Yo, lo del hormigón no lo veo muy…
—Ay Andrés, por dios, calla; nosotros no entendemos de esto.
—Elena, yo sé lo que quiero, y esto no…
En ese momento un enorme Mercedes frenaba aparatoso frente a la parcela; su conductor se apeaba teléfono en mano hablando a voces entre risotadas, mientras los presentes contemplaban la puesta en escena. Era un individuo con gafas oscuras, de unos cincuenta años, calvo, con el cogote lleno de rizos y un intenso moreno de playa. Vestía pantalones vaqueros, brillantes mocasines, chaqueta azul con pañuelo colgando del bolsillo superior en estudiado descuido, y camisa de rayas abierta para descubrir la cadena de oro y el vello ya cano del pecho.
—Voy a presentaros a Federico. Es el constructor con quien habitualmente trabajamos. Él puede haceros un magnífico trabajo.
Al cerebro de Andrés acudió un —coño, otro— que su mujer pareció adivinar, por lo que se adelantó a ofrecer la mano al constructor, que la besó - en todo el sentido del verbo - en un exagerado ángulo recto. A partir de ese momento todo fue un duelo entre los “yo he” del tal Federico y los “yo he” del elegante.
En el camino de regreso Andrés trató de razonar con Elena:
—Esta gente no tiene nada que ver con nosotros, no entienden lo que queremos, no les importa; y además no me fio de ellos, no me inspiran confianza.
—Andrés, los que no sabemos nada de esto somos nosotros, esta gente sabe lo que se trae entre manos. Tú no has salido de tu despacho de la facultad, y yo poco mundo he visto. Tenemos que ponernos en sus manos. Nos los han recomendado. Quiero hacer un buen uso de la herencia de mis padres y de nuestros ahorros.
Han pasado dos años desde aquellas primeras visitas. Andrés se recrimina su pusilanimidad mientras mira el vacío esqueleto de petos de hormigón. Desaparecieron las perras heredadas y las ahorradas y desapareció el petimetre de los planos y el nudo de corbata gordo. Andrés tiene una deuda en el banco y un pleito con el fantasma del Mercedes; un pleito más para un individuo que no tiene a su nombre ni la familia.
 Andrés no tiene, no tendrá ya nunca, un sillón de orejas junto a una ventana que enmarque al invierno.