jueves, 13 de marzo de 2014

La llamada al agua

































     Hoy día, durante las tormentas, las escorrentías de La Carba atraviesan la carretera antigua por una alcantarilla de sillares de cuarcita que hay junto al alambique de Masúr, y caen a un pozo de los nuevos desagües. Antes, tras salir de la alcantarilla, bajaban paralelas a la tapia del indiano y se encajonaban, ya hechas río, en la calle Baja, hasta la de las Eras, donde torcían a la izquierda para buscar el arroyo Yebro, frente a la casa de Elías el herrero. Después de hacerse el pavimento de las calles y la canalización subterránea de las aguas pluviales, nunca vimos nuestra calle hecha torrente. No quiere esto decir que las obras hubiesen terminado con el fenómeno, que ya no se produjese, se producía, sí, seguía produciéndose. Bastaba acercarse a la alcantarilla de Masúr o a la desembocadura de los conductos en el Yebro, frente a lo de Elías, y observar el color y la dirección del agua. La gente prefería ignorar el asunto, como las demás cosas que no entendían, y dejarlo en manos de Dios y el cura. A mí la verdad es que no me hacía falta ir a ver nada, sabía que estaba ocurriendo por el silencio, sobre todo por el silencio, pero también por la quietud de los animales y por la falta de olores, de repente desaparecían los olores habituales y los propios de la tormenta. El mundo parecía quedar en suspenso, salvo el agua que, silente, seguía en movimiento cambiando su aspecto.
     Comenzó en el verano en que cumplí los diez años. A principios de agosto cayó sobre el pueblo un aguacero bien acompañado de truenos y relámpagos. A los anuncios de la prometedora tormenta me había instalado en el portalón de mi casa para no perderme el espectáculo. En poco tiempo las aguas bajaban en torrente, llenando el cauce que ya tenían formado en la calle. Al fondo sonoro de los redoblantes truenos se superponía, en primer plano, el canto de los guijarros que arrastraban las aguas rojas, teñidas en La Carba, en su descenso buscando el alivio del arroyo. Y sucedió. Corrí arriba y abajo observando el fenómeno con asombro y con toda la curiosidad de la infancia. El desconcierto me llevó a la presupuesta ciencia de padres y mayores, pero solo encontré estupefacción y soslayo, nadie reconocía haber visto nada, solo los ojos de miedo impedían dudar de lo que acabábamos de ver.
   Sobre el diez de septiembre otra tormenta generalizó el conocimiento del fenómeno a todo el pueblo, que siguió en silencio, ningún adulto se permitía el menor comentario. El cura llegó a prometer castigos bíblicos a quienes persistiesen en fantasías sin sentido que solo Satanás podía inspirar. Yo no era el único empeñado en hablar, todos los niños querían explicaciones, por lo que el maestro también se sintió en la obligación de anunciar castigos - menos bíblicos y más físicos e inmediatos que los del cura - a los pertinaces fantasiosos. Como quiera que la represión une a los represaliados, los chavales del pueblo llegamos a una comunión que nunca antes habíamos tenido. Éramos conscientes de una realidad que nuestros padres querían ignorar y nosotros conocer e investigar. Mientras esperábamos anhelantes la próxima tormenta intercambiábamos nuestras observaciones y experiencias, llegando a compendiar un corpus de conocimiento por todos admitido. Lo más tratado fue si solo ocurría con las aguas de La Carba o sucedía con todas las escorrentías que bajaban al arroyo. Terminó siendo opinión unánime que el fenómeno se manifestaba únicamente con las aguas procedentes de las tierras de La Carba, situadas por debajo de la casa de la Sra. Celina,  que se concentraban en la alcantarilla de Masúr para pasar la carretera y se hacían torrente ya en la calle Baja. Éramos muchos los que habíamos observado cómo las aguas que bajaban por la calle de las Eras, al llegar al cruce con la calle Baja, se separaban de las que por esta venían, y separadas seguían hacia el Yebro.
     La fantasía infantil, urdidora de trances, nos hizo asociar, con más o menos consciencia, el asunto del agua con una personalidad misteriosa y atrayente para los niños como era la de la Sra. Celina. Viuda desde hacía años dejaba ver poco por el pueblo la elegancia distante de su figura. Habitaba la casa que fue de su esposo, D. Honorio, uno de los más ricos labradores del pueblo, a cuya muerte la forastera viuda solo pudo salvar unas cuantas tierras. La larga enfermedad del hacendado había ido acumulando más acreedores de los que imaginaba Dña. Celina. Entre estos, la malicia cazurra de vecinos con envidias viejas, y el poco interés puesto por la señora en defender su patrimonio, terminaron con este, que no era pequeño.  Al final solo quedaron las fincas que nadie quería, las que rodeaban la casa de La Carba. Eran tierras con graves problemas de escorrentías que lavaban el terreno y arrancaban las cosechas.
      Poco creían las gentes del pueblo en las posibilidades de la viuda para subsistir y mantener su casa con tan menguado patrimonio, y se mantenían alerta para acabar el despojo.
     La casa de La Carba y su enigmática propietaria ejercían una irresistible atracción para los niños del pueblo. Gustábamos de acurrucarnos bajo la ventana del salón para escucharla tocar el piano. Contábamos con la vista gorda que hacía Eliodoro el cachicán y el silencio pactado con Fonso, un enorme y sabio mastín leones.
     Pasaban los años y la esperada quiebra de Dña. Celina no se producía. Su casa parecía mejorar y hasta llegó a comprar alguna tierra para ensanchar su hacienda. En el pueblo los vecinos hacían como si no comprendiesen las razones de esta bonanza, razones que tan bien conocíamos los niños, y ante las que los adultos cerraban los ojos y la mente. La codicia por los bienes de la viuda fue dando paso a un miedo que hacía palidecer a cuantos con ella se encontraban. Llegó un momento en que cualquier relación tenía que ser a través del bueno de Eliodoro, pues ya nadie se atrevía a hablar con ella, eludían no solo el trato, tan solo su cercanía les aterraba.

     El verano en que cumplí los dieciocho años fui al pueblo a pasar las vacaciones de verano. Estaba ya en la universidad y durante el curso vivía en Salamanca. Un día de finales de julio, creo recordar que fue el veinticinco, comenzó a nublarse después de comer, y pronto el cielo estaba negro. Lejanos truenos y olores de "tierra mojada" prometían una buena tormenta. Cuando comenzó a llover esperé la llegada de las señales, pero no llegaban. Extrañado, cogí un paraguas y me lancé a la calle, corrí hacia el Yebro, donde algunos de mis amigos de la infancia ya estaban contemplando con asombro cómo las aguas de la lluvia salían caudalosas de la conducción y se introducían en el cauce del arroyo, entre  truenos y relámpagos. Sin cruzar palabra emprendimos carrera hacia la alcantarilla de Masúr donde vimos cómo el agua roja de la Carba casi llenaba el espacio entre los sillares y caía al cercano pozo sumidero con todo el estruendo de tan importante caudal. En un movimiento reflejo, en medio del estupor, salí corriendo sin saber muy bien a dónde y me vi frente a la casa de Dña. Celina en el momento en que D. Nicolás, el médico, salía acompañado por Eliodoro que al verme, con ojos rojos, me dijo:

      - La señora... ha muerto.

      Mi primera sensación tuvo algo que ver con la transformación en certezas de nuestras intuiciones infantiles. Fui haciéndome consciente del fin de lo que había sido, para mí y mis coetáneos, algo importante en nuestra afirmación como individuos: poseíamos un conocimiento experimental que los adultos habían preferido ignorar por miedo a lo desconocido.
     Ya no veríamos más el sobrecogedor espectáculo del agua de La Carba cambiando su color rojo por otro como el del mercurio, mientras cesaba su fragor de torrentera y se acallaban los truenos, mientras parecía aumentar su densidad y su movimiento se iba relajando en pausados borbotones de un líquido espeso, metálico, y se detenía, y comenzaba el ascenso, lento, en medio de una luz fría y titilante, en silencio, en un atronador silencio de mundo detenido. Lentamente las aguas ascendían a su origen, se filtraban en las tierras de La Carba depositando los limos arrastrados, fijando las plantas, mientras se llenaban los pozos y los aljibes.
     Dña. Celina había muerto, ya nadie podía llamar al agua que se perdía tintando al Yebro.







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