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e han
terminado los Panero, ha terminado la orgiástica, dolorosa y autocomplaciente
puesta en escena de su destrucción.
Desaparecen las personas y quedan los
personajes, los creados por ellos mismos y los creados por Chávarri, complementándose,
imitándose, alimentándose los unos de los otros.
El
indudable talento de Leopoldo María da la consistencia necesaria a la
generación. Talento heredado del padre, como el alcoholismo; junto a la
paralela - y necesaria al personaje - esquizofrenia heredada de la madre. Los
otros dos hermanos son comparsa en el drama; como lo es el padre muerto,
lejano, odiado y necesario; como lo es la madre, bella, hierática, con la
tristeza de constatar el destino temido, intuido.
Orgía
de dolor y muerte de estos personajes que solo son capaces de mirarse el
ombligo, mientras ofician la liturgia que se han creado y creído: el final de
una saga de dioses degenerados que se ahogan en humo y alcohol, que se autodestruyen
mientras dan al mundo muestras de los restos del talento heredado junto con las
taras.
Caminar
por los versos de Leopoldo María es encontrarse con el auténtico lenguaje
poético; entre las heces y orines que nos lanza para marcar las distancias nos
topamos con la poesía, con la metáfora justa, con la atinada imagen. No es esta
forma de expresión el mejor sitio para delimitar locuras y racionalidades.
No sé
qué habrá sido, al final, de la casa de los Panero en Astorga. La última vez
que pasé por allí parecía trivializada por las obras del Ayuntamiento, borrado
todo encanto y misterio. Suele pasar al separar las personas y las casas.
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