domingo, 9 de marzo de 2014

Los Panero








S
e han terminado los Panero, ha terminado la orgiástica, dolorosa y autocomplaciente puesta en escena de su destrucción.
Desaparecen las personas y quedan los personajes, los creados por ellos mismos y los creados por Chávarri, complementándose, imitándose, alimentándose los unos de los otros.
El indudable talento de Leopoldo María da la consistencia necesaria a la generación. Talento heredado del padre, como el alcoholismo; junto a la paralela - y necesaria al personaje - esquizofrenia heredada de la madre. Los otros dos hermanos son comparsa en el drama; como lo es el padre muerto, lejano, odiado y necesario; como lo es la madre, bella, hierática, con la tristeza de constatar el destino temido, intuido.
Orgía de dolor y muerte de estos personajes que solo son capaces de mirarse el ombligo, mientras ofician la liturgia que se han creado y creído: el final de una saga de dioses degenerados que se ahogan en humo y alcohol, que se autodestruyen mientras dan al mundo muestras de los restos del talento heredado junto con las taras.
Caminar por los versos de Leopoldo María es encontrarse con el auténtico lenguaje poético; entre las heces y orines que nos lanza para marcar las distancias nos topamos con la poesía, con la metáfora justa, con la atinada imagen. No es esta forma de expresión el mejor sitio para delimitar locuras y racionalidades.
No sé qué habrá sido, al final, de la casa de los Panero en Astorga. La última vez que pasé por allí parecía trivializada por las obras del Ayuntamiento, borrado todo encanto y misterio. Suele pasar al separar las personas y las casas.  
  



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