Enmarcan el balcón
carcomidos cercos y entramados de pino de las laderas norte del Guadarrama. Desde
él puede verse el nítido dibujo de los ábsides de miel de San Lorenzo, y
alzándose tras ellos el mudéjar de la torre, cuadrada y sólida, recortando en
el azul su geometría dulcificada por el tiempo que desploma rigideces. El
claustro es remanso para la charla, en el lento fluir de la salida de la misa
dominical. La puerta de los pies del templo tiene toda la misteriosa fragancia
del mudéjar, de lo bizantino, de la desconocida mezcla de saberes antiguos de
que gozan los pueblos viejos y mestizos. A la izquierda, el dintel de otra
puerta señala la alhóndiga del pan de los pobres. Las arcadas recortan las
fachadas de las casas que abrazan el templo en todo su redor. Son casas
humildes, que han guardado sus formas desde tiempos medievales. Revocos y
ladrillos encuadrados en los palos de los entramados. Las plantas altas vuelan
sobre dobles canes, sobresaliendo del plano de los accesos, formados por arcos
de piedra o ladrillo o por potentes dinteles berroqueños con su luz aliviada
por las ménsulas que rematan las jambas. Y en ellos, grabado, algún signo de
identidad de sus dueños pecheros, allí donde los hidalgos ponen sus escudos. Y
el patrón del barrio, ahí, en un capitel de los ábsides, consumido ya, en la
parrilla del martirio.
Desde el balcón se ha
visto pasar el tiempo por San Lorenzo. Los modos y las modas. Tiempos mejores y
peores. Ahora han dado en restaurar la iglesia, tapando, quizás en demasía, los
mellados de los siglos. Han lavado la cara a las casas, solo la cara. Los
turistas son muy sensibles, necesitan que todo esté muy arregladito. Todo lo
que se ve.
Sobre los tejados de San
Lorenzo se perfila la corona de las torres de Segovia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario