viernes, 31 de agosto de 2018

Yo zoy epañó, epañó, epañó










Supongo que me queda poco del dolorido pecho con forma de España del Blas de Otero de mi juventud. Supongo que mi pecho, con años y esfuerzo, ha ido tomando formas menos amplias, más constreñidas a mi inmediatez, más de andar por casa. Pero al fin y al cabo uno es de la generación siguiente a la de don Blas, lo que significa que fue “educado” por inmersión total en las rutas imperiales, caminando hacia Dios, con la mirada clara y firme y la frente levantada. El sufrido don Blas, con otros, fue parte del jabón con que tratamos de limpiarnos los pringues de tan tremendo baño. Hicimos lo que pudimos. Los que lo hicimos. Y quedamos como hemos quedado.

Digo esto porque ante determinadas noticias veraniegas me sorprendo a mí mismo con un sentimiento que podría calificar de algo parecido a “dolor patrio”, nada menos; quizá algún resto de pringue imperial. Son noticias a las que podría calificar de esperpénticas, pero me niego por respeto a don Ramón María, que puso el concepto a un nivel que no pueden alcanzar estos cutres asuntos.

Tenemos, por ejemplo, lo que han dado en llamar Tomatina de Buñol, un gigantesco absurdo que tiene lugar el último miércoles de cada agosto. En un pueblo de 9.000 habitantes se reúnen 20.000 personas para arrojarse mutuamente y refocilarse en el jugo de 145.000 kg de tomates. ¿Cabe mayor despropósito? ¿Cabe mayor insulto a los que tienen hambre?

Quiero creer, me apetece creer, que mi bisabuelo León, al que no conocí pero sé que nació en Buñol, no podría asimilar esta insensatez veraniega de su pueblo natal.

Y como toda necedad es superable, ahí tenemos el Bolaencierro del guadarrameño pueblo de Mataelpino. Hace unos años, la falta de presupuesto municipal impidió la adquisición de toros que soltar al mocerío por las calles del pueblo. Y ahí surge el ingenio patrio, en los momentos de auténtica necesidad. Un preclaro cerebro ideó la sustitución de las reses bravas por una bola de tres metros de diámetro y trescientos kg de peso que, descendiendo por las cuestas serranas y encauzada en las talanqueras que antaño conducían a los toros, aplastase en su caída a quienes no tuviesen la habilidad de esquivarla. Apasionante. Bueno, pues ahí llevan los mataelpileños siete u ocho años con la bolita, suministrando aplastados a las urgencias hospitalarias. Y nunca falta mocerío dispuesto a correr delante del canicón. Asombroso.

Y la guinda veraniega nos la ponen los de siempre, preocupados por si se nos olvida quiénes somos y dónde estamos, según ellos. Un grupo de militares nos lanza su Declaración de respeto y desagravio al general Francisco Franco Bahamonde. Así, sin más. Estos funcionarios, en distintos grados o escalas jubilares, pero todos cobrando del Estado, se han sentido en la obligación de contestar, con el valor y la gallardía que tienen tan acreditada, al nuevo ataque rojo. Se refieren al, bienintencionado pero balbuciente, propósito del gobierno socialista de poner fin a la exaltación de aquel militar que se sublevó hace ochenta y dos años contra el gobierno legítimo de este país, defendiendo intereses de clase y sumiéndolo en uno de los periodos más grises y crueles de su historia.

 En España, aún, es posible esta exaltación.

Y no sigo, que al final me dolerá el pecho, tenga la forma que tenga.










        

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