—¿Y cómo dice usted que se llama?
—Dióscoro, me llamo Dióscoro.
—Pues no tenía oído yo ese nombre, mire usted, y cuidado que en mi pueblo son dados a los nombres raros; pero ese no, ese no lo había oído. Mi gracia es Abundio, que tiene más inri que gracia, digo yo, pero así eran las cosas antes: el abuelo Abundio, el padre Abundio, pues el niño que se joda y Abundio se llame. Y usted… ¿también tiene el nombre heredado?
—No señor, no, que servidor es hospiciano, y los hospicianos no heredamos ni nombre. No tenemos pasado más allá de lo que alcance nuestra memoria. Nací un 18 de mayo, según los papeles, y las monjas me bautizaron con el nombre del santo del día, me tocó Dióscoro, y Dióscoro he sido.
—A mí, de niño, me pesó el nombrecito, no crea usted; no llevaba bien el tener nombre de tonto, me dolían las bromas de los compañeros, y no eran pocas, no.
—Yo, de pequeño, incluso de joven, estaba convencido de que mi única propiedad y singularidad era el nombre, mi nombre, por lo que llevaba mal la manía de la gente de cambiármelo o abreviarlo en Dio, Coro, o en vaya usted a saber. Dióscoro, me llamo Dióscoro, era mi advertencia.
―Eso también le pasa a un tabernero de ahí abajo, quizás usted le conozca, se llama Práxedes y parece que el nombre es el mayor bien que le ha dado el cielo. Pobre del que se permita una broma.
—Buenos días tengan ustedes.
—Hombre Pepe, buenos días. Aquí estoy, con este señor al que he tenido el gusto de conocer y que te presento, tiene un nombre bien sonoro: Dióscoro; Pepe es un viejo amigo, vecino del barrio, buen carpintero y mal jugador de mus, tenerle de compañero es perder seguro. Pues, Pepe, charlábamos este señor y yo sobre los nombres que nos han caído en suerte, y lo que esos nombres nos han supuesto en la vida.
—En eso poco puedo yo aportar. Llamarse Pepe es apenas llamarse. Todo lo tiene que poner uno, es nombre que no da nada.
—Ni quita, que no es poco. Durante toda mi vida he tenido la sensación de que, al decir mi nombre, la gente miraba a ver si tenía cara de tonto.
—Y usted, Dióscoro, ¿vive en el barrio?
—Estoy pasando una temporada en casa de una hija que vive aquí al lado, en Mesón de Paredes. Hace un mes que murió mi mujer y me he quedado algo desorientado. Vivo en Bilbao, allí he vivido muchos años, aunque soy de Palencia. Aprendí de casi niño el oficio de cajista de imprenta, un oficio que pronto se fue quedando caduco, pero la formación que me dieron me sirvió para irme adaptando bien a los cambios, a las nuevas tecnologías. El oficio me llevó a Bilbao, y del oficio he vivido hasta la jubilación, hace algunos años.
Una repentina agitación en la plaza interrumpe la charla de los viejos. Se levanta el corro multicolor de senegaleses junto a la fuente de Cabestreros, se levantan los turistas de la inmediata terraza y los magrebíes de chilaba de los bancos cercanos a los viejos. Todos miran a la anciana del grito y el brazo alzado hacia los muchachos que corren calle arriba, con el bolso que le han arrancado.
El colorido Lavapiés de nuestros días tarda unos momentos en regresar a su desquiciada cotidianidad.
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