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ina, la anciana viuda de
Marcelino Rojo, insiste en que la figura que suele estar sentada en una mesa al
fondo del mesón es su suegro Hermógenes, al que los falangistas fusilaron en el
paredón del trinquete el año 39. Yo siempre supe que ese personaje que se
recorta en el contraluz de la ventana que da al patio trasero, no es
Hermógenes, es Eugenio de Aviraneta. Lo reconocí por las descripciones que de
él hizo su pariente Don Pío, en los muchos libros que dedicó a contar las aventuras
del conspirador. El primer día que me crucé con su tremenda mirada ya no tuve
dudas, aquel menudo señor de levita era Aviraneta.
El mesón de Rojo es una
reliquia de tiempos pasados. Hoy día está en medio de la nada, en el camino que
sube de Valdurceda hacia el páramo, cruza las vías del tren y baja después
hacia la vega del Órbigo. Es el único edificio que queda en pie del pequeño
núcleo de construcciones que rodeaban la estación de aquel ferrocarril que dejó
de funcionar hace ya más de treinta años. Todas las demás edificaciones ya son
ruinas que regresan a la tierra con la que fueron levantadas.
Además del tráfico
ferroviario, al mesón le daba vida el ir y venir de las gentes de Valdurceda
que acudían a regar sus quiñones, esa ancestral forma leonesa de repartir las
tierras comunales de las vegas. Tras pasar el día abriendo y cerrando surcos,
repartiendo el agua que vertían los cangilones de la noria, los paisanos hacían
un alto donde Rojo, para echarse una parrafada y unos vasos de vino al coleto.
Nada de eso queda. En el
mesón viven Nina y su hija Inés, a la que se le fue el marido a poco de
casarse. Inés ya es también anciana, pero sus brazos guardan fuerzas para
mantener la casa y la poca hacienda que necesita el parco vivir de ella y su
madre. Las puertas de la vieja venta siguen abriéndose a diario; se abren a las
sombras de ayer y al raro paseante llamado por el cartel de hierro oxidado que el
viento hace oscilar en su eje con agrio lamento.
El viejísimo gitano
Melquiades, que no pudo resistir la soledad de la muerte, se sienta en una mesa
cercana al fuego. Suele acompañarle José Arcadio Buendía, y los dos hablan
despacio, casi en susurro, en la penumbra, apenas iluminados por las brasas. Nina
ve en ellos a Marcelino y a Hermógenes, y desde el sillón de mimbre en que su
ancianidad la tiene postrada, les cuenta lo mal que están los tiempos, y les
pide noticias del más allá, sin esperar respuestas.
Cuando me jubilé no supe
quedarme en casa, y seguí saliendo a la misma hora de siempre, con mis libros y
mis papeles. En vez de ir al colegio cogía el camino de la estación y me
llegaba al mesón de Rojo. Hace quince años que lo hago a diario y supongo que
seguiré haciéndolo mientras sea capaz de subir la cuesta.
En invierno me siento en una
mesa junto a la ventana que se abre a poniente, a la franja verde del Órbigo, a
la línea gris y blanca del Teleno y al amplio y cambiante cielo. Allí leo,
escribo y me entretengo con las habituales o inesperadas visitas que llegan al
mesón. En verano suelo sentarme fuera, bajo la parra del patio, también con el
horizonte del mítico Tilenus.
El día está frío y parece
que se mete en agua. Creo que esta noche no voy a casa. Me distraigo observando
cómo el cachazudo Pereira sostiene ante Inés la fórmula de su tortilla. Puedo ponerle
ajo y perejil, y si quiere usted un poco de pimentón, que lo tengo muy bueno;
le dice Inés. El lisboeta, horrorizado, claudica, y se come un par de huevos fritos
de las gallinas que escarban en el corral. ¡Cuánto has engordado, Marcelino!
dice Nina.
Suelo quedarme hasta ver el
sol metiéndose tras el Teleno, y bajo al pueblo con las últimas luces. Cuando
el tiempo se pone mal, Inés me hace unas sopas de ajo con un huevo escalfado,
enciende la estufa del cuarto grande de la planta alta, y me sube a la cama una
bolsa con ladrillos de los que siempre tiene junto a las brasas. Agradezco
sentirme cuidado. Las tardes de mal tiempo se van haciendo frecuentes.
Hoy no he dormido bien.
Quizás por el vinillo con que acompañé las sopas o por la acalorada discusión que
en el cuarto se traían Chimista y Shanti Andía. Terminó de desvelarme la
irrupción del prepotente Martín Zalacaín, imponiendo su presencia física de
pelotari.
Cuando bajo, Inés ya me espera con un tazón de
leche y pan migado. Junto a mí se desayuna el señor David, el cartero, al que
durante toda mi infancia y juventud vi subir a la estación con su cartera, a
recoger las noticias que traía el tren correo y que luego repartía por
Valdurceda. Un poco más allá está Rosendo, el barquero, que ejerció su
industria en el río hasta la construcción del puente en los años sesenta del
siglo pasado.
Ya apenas echo de menos el
colegio. Me encuentro con hombres, apoyados en sus cachavas, a los que enseñé a
leer. Me saludan con deferencia y respeto, y yo lo agradezco. Veo pasar los
días y las estaciones desde esta ventana del mesón de Rojo. Me he habituado a
esta quietud, sin esperar más que la posible novedad en las visitas de cada día
al mesón, sin hirientes nostalgias, en este paisaje que amo y en el que siempre
he vivido.
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