sábado, 10 de noviembre de 2018

Mañana de noviembre












Poco me imorta.

Poco me importa ¿qué? No sé, poco me importa.


Alberto Caeiro







H
ace otoño, y la luz de agua se queda en los umbrales de la ventana sin apenas penetrar en la habitación. El verde denso de la higuera se va haciendo trasparente palidez amarilla. Dentro de unos días todo serán palos expectantes, yemas, cápsulas de esperanza a la espera de la nueva vida que ordene el sol.

Y en esa luz paso la mañana, releyendo Los últimos tres días de Fernando Pessoa; días que recreó el amigo y sacerdote de su memoria: Tabucchi. Los libros cambian con la edad y la estación del año en que uno los lee. Recuerdo que hace años me pareció vivificante aquel retorno de António Mora, el loco de Cascais: todos los átomos que nos componen, esas partículas infinitesimales que son nuestro cuerpo de ahora, volverán después al ciclo eterno y serán agua, tierra, fértiles flores, plantas, la luz de la vista, la lluvia que nos empapa, el viento que nos azota, la nieve cándida que nos envuelve con su manto de invierno. António Mora… aquel loco lúcido que habló de dioses a Pessoa: … los dioses volverán, porque toda esta historia del alma única y de un solo dios es algo pasajero que está a punto de terminar dentro de los breves ciclos de la historia. Y cuando los dioses vuelvan los hombres perderemos esta unicidad del alma, y nuestra alma podrá ser de nuevo plural, como quiere la naturaleza.

Hoy, con la luz gris de la ventana y la melancolía del otoño, me aflijo en el desfile de personajes ante el lecho de muerte de quien expresó en ellos toda la humanidad que no cabía en su humilde persona, en su única persona capaz de ser muchas.

Y la aflicción me acerca al recurso que Bernardo Soares cuenta al yacente Pessoa: se llevó, a la villa junto al mar, a Sebastiaõ, el papagayo del carbonero de la esquina: … y así, mientras escribía, hablaba con Sebastiaõ y le enseñaba alguno de sus versos, los primeros de Tabaquería, “no soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada”. Él se los aprendió enseguida, y así conversábamos, yo describía la puesta del sol sobre las rocas y sobre el Océano y decía: venga Sebastiaõ. Y él repetía los versos de Tabaquería, mientras yo describía la tenue luz rosada, las nubes violáceas en el horizonte, en la hora que nos lleva a la nostalgia.

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… Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.              





             

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