Esta
podría haber sido una mañana para grandes cosas, pero las dejo para otro día y
me limito a coger el tren de las diezytreintayseis, que me deja en Sol. Cruzo California subiendo hacia el Valle Yosemite, acompañando en su retroceso al joven profesor Smith con su
pony de Shetland, su caballo y sus dos perros escoceses; caminamos por un mundo que
regresa a los orígenes y en el que la humanidad ha sido casi destruida por la Peste Escarlata de
Jack London. De fondo, se escucha a Peggy Lee cantando Johnny Guitar. Bajo por los soportales de la Calle de Toledo, desde la Plaza
Mayor. Paso frente al templo del Colegio
Imperial, apeado de su rango catedralicio. Sorteo a los jóvenes del Instituto San Isidro, cumplidores de esa
extraña moda que los tiene tirados en la mugre del suelo madrileño, y me llego
a la tienda de salazones del número 44. Unas anchoas de Santoña y unas huevas
de maruca supongo que serán buen maridaje – que dicen ahora – para los Cherrys confitados
con cebolla y los pimientos encurtidos de mi huerta, que llevo en la
faltriquera. Me voy dejando caer por las Cavas, Puerta Cerrada, Vicaría y Santiago
hacia la Plaza de Oriente, donde hemos quedado para despacharnos unas judías con
torcaz del maestro Ambrosio, previos los entrantes que servidor porta. Y tras
el rito de charla, vino y comida, el regreso a casa en compañía del viejo
profesor Smith, que habla a sus nietos de un mundo que fue, en un idioma que los niños ya
no entienden; un mundo destruido por aquella peste que surgió en el verano de 2013, cuando él tenía veintisiete años. Ya no oigo a Peggy Lee.
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