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jueves, como en cualquier otro día, a Elías le saca de la cama el dolor de
huesos, que no le deja estar tumbado. Abre un frailero y un día mortecino se
esparce lento en la habitación. Abluciones mínimas que le despiertan algo, para
qué más. Ropa más o menos limpia; hay que ahorrar los lavados que tanto le
molestan. Café del día anterior y galletas con sabor a periódico. Pastillas. En
la radio el rancio y cansino asunto catalán: cantinelas de ricos que no quieren
pagar, pero que pueden y saben ilusionar a una juventud ansiosa de creer en
algo, como toda la juventud; y junto a esto, esa incomprensible izquierda defendiendo
los intereses de la burguesía más rancia y su nacionalismo palurdo y
trasnochado; y enfrente, como siempre, la derechona españolista frotándose las
manos y clamando por el rayo purificador; y en medio, como siempre, los demás,
aguantando. Las grandes palabras suelen ser mentiras. Piensa Elías. En la ventana, el cotidiano rito de regar sus geranios,
quitar las flores y hojas secas, mover la tierra, acariciarlos con, quizás, la
única sonrisa del día. En el ordenador que le regalaron y enseñaron a usar los
chicos, Elías mira el correo, ojea un par de periódicos y hurga algo en
internet. Sigue asombrándole esta fabulosa posibilidad que la vida le ha dado
en su vejez. No son las diez y ya no le
queda sino salir a la calle.
A
esas horas, el subibaja de las calles de su barrio ya está lleno de turistas obedientes
tras la banderita del guía. Se ha puesto de moda criticar el turismo; Elías no
entra ni sale, pero de lo que está seguro es que estas masas de visitantes de
hoy en día destruyen, precisamente, aquello que buscan y las agencias les
venden, algo ya escaso y que el turista no encuentra nunca. Elías pasa frente a
la tasca de Julián el Chato, que ya es solo un callado ancianito colocado en un
rincón. ¡Cuántas pepitorias se han comido aquí Elías y sus amigos! En la acera,
estorbando el paso y la civilización, los amenazantes diedros en que se anuncia
eso que los hijos del Chato venden a los turistas: un repulsivo producto
industrial al que llaman “paella.” Lo asombroso es que los turistas se lo
comen, Elías lo ve a diario, ¡se lo comen! La realidad, piensa Elías, es que
nosotros nos quedamos sin la tasca del Chato y los turistas se quedan sin saber
lo que es una tasca y sin la más remota idea sobre lo que pueda ser una paella.
Julián el Chato viajaba en tranvía y era un hombre prudente, un estupendo
cocinero y un tabernero gracioso como él solo; sus hijos viajan en Audi, saben
hasta de marketing, engañan a los turistas y maldita la gracia que tienen.
Piensa Elías.
El
patio es un amplio rectángulo al que, en tiempos, se abrían talleres de
ebanistería, talla, pintura y dorado, dos imagineros, un broncista y un
marmolista. Un grupo de extraordinarios artesanos que hoy día sería imposible
reunir, piensa Elías. Todos los talleres están cerrados. Lo único vivo son dos
tiendas de antigüedades en las que venden ilusiones de otro tiempo en forma de
trastos viejos, junto a despojos más o menos auténticos de retablos barrocos e
incongruentes objetos de derribo traídos de oriente. Elías entra en el taller
donde ha pasado la vida. Lo fundó su abuelo, en 1912. Comenzó siendo
carpintería y evolucionó hacia una ebanistería de extraordinaria calidad. Su
padre introdujo la talla —para la que tuvo gran habilidad— y los complementos del
dorado y el estofado. Se preocupó de que Elías fuese aprendiendo todos los
oficios del taller, completando su formación con el dibujo, el modelado y la
historia del arte en las Escuelas de Artes y Oficios. Consiguió que su hijo
fuese un gran artesano, que intervino en las más importantes restauraciones
monumentales de su tiempo.
Elías
acude tres o cuatro días por semana al encuentro con sus fantasmas en el templo
de nostalgias del taller, donde queda lo que no ha ido desapareciendo con los
robos de los últimos años. Quedan aún herramientas, plantillas, trepas,
máquinas, bancos y mesas de trabajo, restos de maderas hoy imposibles de
encontrar, estanterías con carpetas repletas de láminas, dibujos, modelos… Un
escenario de polvo y telarañas donde los viejos ecos rebotan estridentes en los
objetos y las paredes. Elías se entretiene en tallar una greca, en el largo
proceso de dorarla y jugar después con los mates y los bruñidos que el ágata y
su vieja maestría dejan en el oro. Lo poco que ya le permiten sus manos
doloridas por la artrosis. Regalos para los hijos, que Dios sabe si aprecian.
Desde
hace años, desde que quedó viudo, Elías come cerca del taller, en una vieja
casa de comidas en la que procuran respetar su manía, un menú que repite a diario,
cree que es lo que mejor le sienta: sopas de ajo, sardinas, una manzana y dos
vasos de vino. Después, toma café con unos amigos y marcha a su casa, donde
pasa la tarde leyendo y viendo algo de televisión.
A
Elías le parece que su oficio, todo lo que él aprendió de joven y fue perfeccionando
a lo largo de la vida, ya no interesa a nadie, se está olvidando. Hoy todo
tiene que ser rápido y barato. Su trabajo siempre fue lento y caro. No
interesa. Este es otro mundo, y le gusta menos. Serán manías de viejo, pero le
gusta menos.
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