─No tengo pueblo, no. Nací
en la casa en que vivo y mi familia es de aquí, de siempre, al menos que yo
sepa. Parece ser que tenían una tejera o un alfar, con una casa baja en la que
llegó a vivir mi abuelo. Vendieron el solar, y les pagaron con dos pisos en la
calle Murillo, uno en el que vivo yo y otro en el que vives tú, Mariano, que se
lo vendieron a tu abuelo o a tu padre, no sé.
─A mi abuelo, Javi, a mi abuelo.
Se lo vendió tu abuelo a mi abuelo, al que no llegué a conocer. Fue panadero, tenía
una tahona por aquí, no sé exactamente en dónde, por Alburquerque creo.
A media mañana las gentes
llenan la madrileña plaza de Olavide aprovechando el día fresco de finales de
agosto. Son gentes de los distintos estamentos sociales que hasta ahora han
conformado el barrio. Vocinglería de niños. Colores oscuros en los corros de
ancianas de clase media y multicolor aspaviento en los grupos de sus cuidadoras
caribeñas. Mamás con las piernas a los últimos soles. Gorriones, que aún
quedan, y palomas a las migas que les caen. Algún zángano en bicicleta poniendo
en peligro frágiles caderas.
Los tres viejos están
sentados en un banco, a la semisombra que ofrece el jardín. Son viejos de
gorrilla y cachava, claros representantes de la parte menestral y original del
barrio, ya minoritaria, pero que se resiste a desaparecer.
─Muy callado estás, Miguel.
─No es buena fecha para mí.
Tal día como hoy, de hace treinta años, fue la policía a la obra a decirme que mi
hijo estaba en el depósito de cadáveres. Hacía dos meses que le había comprado
la moto. Era su capricho, y el mío que mi hijo tuviese su capricho. A mi mujer
se le paró la vida, lleva treinta años recordándome a diario que yo maté a su
hijo. Pero dejemos eso. Hay que procurar
vivir. Volviendo a los pueblos, yo sí tengo, o tuve, el de mi madre, en Segovia.
Y guardo buenos recuerdos de veranos pasados allí. La familia de mi padre es,
como las vuestras, de este barrio, que yo sepa al menos desde mi bisabuelo. Y
todos albañiles, como yo, todos de este oficio hoy prácticamente desaparecido.
Las palabras de Miguel han
puesto un silencio entre los viejos que Mariano trata de aliviar.
─Pues ya hace cuarenta y
seis años que volaron el mercado. Parece mentira.
─Así es. Cuarenta y seis
años discutiendo el asunto. Cansa, cansa. No me apetece nada volver al tema.
Pero estaréis conmigo en que se está muy bien aquí, con todo este espacio
abierto, sin mas ocupación que charlar y ver las redondeces de estas mozuelas que
nos han llegado del otro lado del charco.
─Estoy contigo, Javi, no
sirve de nada seguir con esa discusión. Ya no estoy yo para cortar hierros con
cuchillitos de luna lunera. Que no. Yo ya estoy solo para chatitos y mirar, eso,
mirar; las redondeces o el mundo en general, como espectador, sin dar un palo
al agua, y con los garbanzos seguros. Pero me has dejado intrigado, Miguel, con
eso de que ya no hay albañiles…
─Pues parece evidente. Tú,
como cerrajero, has estado por las obras, Mariano, recordarás lo que eran aquellos
albañiles que sabían hacer de todo, y hacerlo bien si querían ser considerados
y pagados como oficiales. ¿Te imaginas pretender hacer hoy una terraza a la
catalana? Como no fuese un viejo que se liase la manta a la cabeza no lo veo
posible, no. Hoy, cada uno aprende una cosa determinada, y que no le saquen de
eso.
─Pero, en mayor o menor
medida, ha pasado en todos los oficios. No me imagino hoy a un cerrajero joven
que le quiten la soldadura y lo tenga que hacer todo remachando y roblonando.
No me lo imagino.
─Pero si necesitas un
herrero que sepa hacerte una restauración lo encuentras, te costará, pero lo
encuentras; un albañil no. Hasta el nombre del oficio ha perdido categoría. Yo
comencé a trabajar con mi padre a los catorce años, cuando dejé el colegio. Recuerdo
su finura trabajando, replanteando, pasando niveles, lo que fuese. Me enseñó
casi todo lo que sé. A los quince años ya le cortaba yo rasillas para tabicar
la primera rosca de las bóvedas de una escalera de siete plantas que hizo en la
calle Sagasta. La segunda rosca, a restregón y con mortero de cemento, ya la
podía hacer cualquiera. A ver quién hace una escalera así hoy.
─Oye, dejad ya los oficios,
que hay que empezar a pensar en cosas serias: ¿dónde nos tomamos el chato?
─¿Sabes dónde me lo tomaría
yo hoy? En El Majuelo. Echo de menos esa tasca.
─Ahí me he tomado yo chatos
junto a, no digo con, Marcial Lalanda, que vivía al lado.
─A las monjas de un poco más
abajo he ido yo de parvulito. Las niñas de pago iban de uniforme y las
gratuitas con guardapolvo blanco. Y no se mezclaban ni en el recreo. Manda
huevos.
─Por andar un poco podemos
ir a La Nueva, o a Sagasta, al Dos.
─Vamos a La Nueva, si os
parece. Hace tiempo que no nos pasamos, y nos tratan bien.
Los viejos cruzan la plaza a
su paso quedo, todo lo tiesos que pueden, al ritmo de sus garrotas, y suben por
Trafalgar hacia Eloy Gonzalo.
─Creo que han cerrado la
tienda de las gallinas, ahí enfrente. Siempre me he parado a verlas en el
escaparate.
─Yo también. Siempre he
pensado que me hubiese gustado tener una casa con gallinas…
─Esta es la iglesia de los
protestantes. Tú has trabajado para ellos, ¿no, Miguel?
─Alguna cosa les he hecho.
Es la Asamblea de los Hermanos, un aparte dentro de los protestantes, pero no
me preguntes diferencias, no te sabría decir. Es buena gente. Tengo idea de que
mi padre trabajó en la construcción de esta casa, la hicieron en los años
cuarenta y tantos, cerca de los cincuenta debió de ser. Antes tenían una
pequeña capilla y algo de colegio, creo.
En Eloy Gonzalo, caminando
hacia Quevedo, los viejos pasan frente al remodelado Instituto Homeopático.
─El Hospitalillo de los
Anises. Aquí me traía mi madre de niño, parece ser que tenía algo de reúma. Había
un médico que no le cobraba mucho.
Los viejos entran en la
taberna, a la que algo le queda del buen poso que dejan los años en las
tabernas.
─A ver, ponnos tres chatos,
hoy del caro, que creo que paga Mariano, y a ver si te luces con la tapa…
Bonita crónica de unos abuelos afortunados.
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