miércoles, 16 de septiembre de 2020

Plaza de Olavide













─No tengo pueblo, no. Nací en la casa en que vivo y mi familia es de aquí, de siempre, al menos que yo sepa. Parece ser que tenían una tejera o un alfar, con una casa baja en la que llegó a vivir mi abuelo. Vendieron el solar, y les pagaron con dos pisos en la calle Murillo, uno en el que vivo yo y otro en el que vives tú, Mariano, que se lo vendieron a tu abuelo o a tu padre, no sé.

─A mi abuelo, Javi, a mi abuelo. Se lo vendió tu abuelo a mi abuelo, al que no llegué a conocer. Fue panadero, tenía una tahona por aquí, no sé exactamente en dónde, por Alburquerque creo.

A media mañana las gentes llenan la madrileña plaza de Olavide aprovechando el día fresco de finales de agosto. Son gentes de los distintos estamentos sociales que hasta ahora han conformado el barrio. Vocinglería de niños. Colores oscuros en los corros de ancianas de clase media y multicolor aspaviento en los grupos de sus cuidadoras caribeñas. Mamás con las piernas a los últimos soles. Gorriones, que aún quedan, y palomas a las migas que les caen. Algún zángano en bicicleta poniendo en peligro frágiles caderas.

Los tres viejos están sentados en un banco, a la semisombra que ofrece el jardín. Son viejos de gorrilla y cachava, claros representantes de la parte menestral y original del barrio, ya minoritaria, pero que se resiste a desaparecer.

─Muy callado estás, Miguel.

─No es buena fecha para mí. Tal día como hoy, de hace treinta años, fue la policía a la obra a decirme que mi hijo estaba en el depósito de cadáveres. Hacía dos meses que le había comprado la moto. Era su capricho, y el mío que mi hijo tuviese su capricho. A mi mujer se le paró la vida, lleva treinta años recordándome a diario que yo maté a su hijo.  Pero dejemos eso. Hay que procurar vivir. Volviendo a los pueblos, yo sí tengo, o tuve, el de mi madre, en Segovia. Y guardo buenos recuerdos de veranos pasados allí. La familia de mi padre es, como las vuestras, de este barrio, que yo sepa al menos desde mi bisabuelo. Y todos albañiles, como yo, todos de este oficio hoy prácticamente desaparecido.

Las palabras de Miguel han puesto un silencio entre los viejos que Mariano trata de aliviar.

─Pues ya hace cuarenta y seis años que volaron el mercado. Parece mentira.

─Así es. Cuarenta y seis años discutiendo el asunto. Cansa, cansa. No me apetece nada volver al tema. Pero estaréis conmigo en que se está muy bien aquí, con todo este espacio abierto, sin mas ocupación que charlar y ver las redondeces de estas mozuelas que nos han llegado del otro lado del charco.

─Estoy contigo, Javi, no sirve de nada seguir con esa discusión. Ya no estoy yo para cortar hierros con cuchillitos de luna lunera. Que no. Yo ya estoy solo para chatitos y mirar, eso, mirar; las redondeces o el mundo en general, como espectador, sin dar un palo al agua, y con los garbanzos seguros. Pero me has dejado intrigado, Miguel, con eso de que ya no hay albañiles…

─Pues parece evidente. Tú, como cerrajero, has estado por las obras, Mariano, recordarás lo que eran aquellos albañiles que sabían hacer de todo, y hacerlo bien si querían ser considerados y pagados como oficiales. ¿Te imaginas pretender hacer hoy una terraza a la catalana? Como no fuese un viejo que se liase la manta a la cabeza no lo veo posible, no. Hoy, cada uno aprende una cosa determinada, y que no le saquen de eso.

─Pero, en mayor o menor medida, ha pasado en todos los oficios. No me imagino hoy a un cerrajero joven que le quiten la soldadura y lo tenga que hacer todo remachando y roblonando. No me lo imagino.

─Pero si necesitas un herrero que sepa hacerte una restauración lo encuentras, te costará, pero lo encuentras; un albañil no. Hasta el nombre del oficio ha perdido categoría. Yo comencé a trabajar con mi padre a los catorce años, cuando dejé el colegio. Recuerdo su finura trabajando, replanteando, pasando niveles, lo que fuese. Me enseñó casi todo lo que sé. A los quince años ya le cortaba yo rasillas para tabicar la primera rosca de las bóvedas de una escalera de siete plantas que hizo en la calle Sagasta. La segunda rosca, a restregón y con mortero de cemento, ya la podía hacer cualquiera. A ver quién hace una escalera así hoy.

─Oye, dejad ya los oficios, que hay que empezar a pensar en cosas serias: ¿dónde nos tomamos el chato?

─¿Sabes dónde me lo tomaría yo hoy? En El Majuelo. Echo de menos esa tasca.

─Ahí me he tomado yo chatos junto a, no digo con, Marcial Lalanda, que vivía al lado.

─A las monjas de un poco más abajo he ido yo de parvulito. Las niñas de pago iban de uniforme y las gratuitas con guardapolvo blanco. Y no se mezclaban ni en el recreo. Manda huevos.

─Por andar un poco podemos ir a La Nueva, o a Sagasta, al Dos.

─Vamos a La Nueva, si os parece. Hace tiempo que no nos pasamos, y nos tratan bien.

Los viejos cruzan la plaza a su paso quedo, todo lo tiesos que pueden, al ritmo de sus garrotas, y suben por Trafalgar hacia Eloy Gonzalo.

─Creo que han cerrado la tienda de las gallinas, ahí enfrente. Siempre me he parado a verlas en el escaparate.

─Yo también. Siempre he pensado que me hubiese gustado tener una casa con gallinas…

─Esta es la iglesia de los protestantes. Tú has trabajado para ellos, ¿no, Miguel?

─Alguna cosa les he hecho. Es la Asamblea de los Hermanos, un aparte dentro de los protestantes, pero no me preguntes diferencias, no te sabría decir. Es buena gente. Tengo idea de que mi padre trabajó en la construcción de esta casa, la hicieron en los años cuarenta y tantos, cerca de los cincuenta debió de ser. Antes tenían una pequeña capilla y algo de colegio, creo.

En Eloy Gonzalo, caminando hacia Quevedo, los viejos pasan frente al remodelado Instituto Homeopático.

─El Hospitalillo de los Anises. Aquí me traía mi madre de niño, parece ser que tenía algo de reúma. Había un médico que no le cobraba mucho.

Los viejos entran en la taberna, a la que algo le queda del buen poso que dejan los años en las tabernas.

─A ver, ponnos tres chatos, hoy del caro, que creo que paga Mariano, y a ver si te luces con la tapa… 
  




   

      

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