sábado, 25 de noviembre de 2023

Presencias


 








La ventana enmarca un cielo de densas nubes, y bajo ellas el lejano azul del Teleno, la franja verde del Órbigo y la paramera que llega hasta los pies del viejo mesón, junto a las vías que ya son solo añoranza de baúles, maletas y movimiento de carros y caballerías; que solo son ya ecos del esfuerzo de bielas entre resoplidos de vapor alejándose, perdiéndose en la llanada.

─ Madre, ¿ya está usted hablando con el abuelo Hermógenes?

─ No Inés, no. A tu abuelo no lo he visto hoy, ni a tu padre. Ese señor es el Juarongo, de una familia de aquí de toda la vida, de ahí abajo, de la calle de las Cuevas. También le llamaban el inglés, por su forma de vestir, que chocaba en el pueblo. Era médico, vivía en Madrid, pero de viejo se quedó aquí, en el pueblo, con su segunda mujer, y aquí murió, y aquí está enterrado. A la segunda mujer sí la has conocido, le sobrevivió muchos años, era más joven, mucho más joven,  murió allá por los sesenta. Al Juarongo le llevaba las tierras el tío Atalo, al que no has conocido, pero sí a su hija Nisa, y a sus nietas, hijas de esta.

─ No he conocido a ese señor Juarongo, madre, pero sí a las familias de sus dos hijos, médicos también, que venían al pueblo por el verano, aún viene alguno de los nietos, he jugado con ellos de niña.

─ De eso hablaba el Juarongo con un señor que me ha parecido don Baltasar, el de San Adrián. Se quejaba de que apenas ve últimamente a gente de su sangre por la casa. Se quejaba de unos extraños a los que, por lo visto, ha dejado parte de la casa uno de sus nietos, y que han hecho de su patio un ridículo decorado andaluz, eso decía.

─ Deje las visiones por un rato, madre, y tómese estas sopitas, ande. Voy a ir fregando este suelo ahora que no hay nadie.

─ Tomaré las sopas, hija, pero déjame en mis recuerdos, que a nadie hacen mal. Me venían ahora a la cabeza unas participaciones de lotería que guardaba tu padre y tengo ahí arriba, regalo del Juarongo y dibujadas de su mano, preciosas, recuérdame que te las enseñe.

─ Toda esa familia ha sido gente de estudios.

─ Estos son los primeros que estudiaron, Juarongo y sus hermanos; que su padre, José se llamaba si mal no recuerdo, fue labrador. Uno de los hijos, Servando, puso un colegio en San Adrián que luego trasladó a la Bañeza, y allí fue también concejal o alcalde, algo así, antes de la guerra…

Las presencias de la anciana Nina, en su sillón de mimbre junto al fuego, se esparcen por el comedor del viejo mesón, enredadas en su memoria y en las volutas del humo de las sopas a las que ella trata de acercar una temblorosa cuchara. Al poco, ya gira la cabeza hacia una mesa cercana y entabla de nuevo animada charla.

─ Pero madre, ¿otra vez de cháchara? Coma las sopas que se le enfrían.

─ Es Angel, hija, ¿no te acuerdas de Angel? Angel el Fino, el de la droguería de la plaza y el salón de baile. Allí me hice yo novia de tu padre, no teníamos otro sitio al que ir…

─ Sí me acuerdo de Angel, madre, sí me acuerdo, pero, por Dios, no remueva más el cementerio por hoy. Coma las sopas.

─ Angel hizo perras en américa, sí, allí hizo las perras…

─ Coma las sopas, madre, coma las sopas.

─ No ha sido esta tierra de mucha emigración. No ha sido tierra de grandes ricos ni de grandes pobres. Ha sido tierra de un ir pasando, con mucho trabajo. No creo capaz de ese trabajo a la gente de ahora.

─ Aquí ha habido ricos y pobres, como en todas partes.

─ Yo he conocido otras tierras, Inés, he ido con tu padre a segar lejos y he visto otra necesidad. Aquí, el domingo, siempre ha hervido el cocido en todas las casas, con más o menos matanza, con más o menos gallina, pero en todas ha hervido.

─ Ahora las cosas son distintas, madre.

─ Tan distintas que no las entiendo. Yo, aquí, solo he conocido a un rico, rico de verdad, fue Pancho, el cubano aquel que trajo al pueblo uno de los hijos del Juarongo, y que aquí se quedó, se hizo el inmenso casón de ahí abajo, junto a la carretera, y aquí se quedó. Ese sí era rico, rico de verdad, aunque la revolución esa de Cuba le dejó casi en pañales, y sus últimos años fueron miserables.

─ ¿No ha venido nunca a visitarla Pancho, madre?

─ No era de tabernas ni mesones, jamás le vi beberse un vaso de vino.

─ Me llevo las sopas, que ya se le han quedado frías. ¿Quiere leche u otra cosa?

─ No hija, no quiero nada. Poco gasto de energías tiene ya una.

─ Pues hoy ha charlado con medio cementerio.

─ Apenas viene ya nadie, estamos en medio de la nada, hija, de la nada.




       


4 comentarios:

  1. Unos versos Don clavel ya reventón se quiere casar/ y no encuentra novia para emparejar

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  2. La azuzena,coquetona,un dia le dijo que si /y ya fijaron la boda/ Me lo dijeron a mi

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  3. Entre el recuerdo y el patio, me ha recordado ese cuarteto de Machado:
    Otra vez el ayer. Tras la persiana
    música y sol; en el jardín cercano
    la fruta de oro; al levantar la mano,
    el puro azul dormido en la fontana.

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  4. El comentario anterior no era anónimo, era mío. Por cierto, buscando otra cosa el otro día cayó en mis manos un comentario muy bueno de este poema de Manuel Machado, que te mando por correo:
    Una plaza tranquila. Sol... Más de mediodía.
    La blanca tapia de un convento... Una
    fachada de palacio antiguo.. Lerma... Osuna...
    La seriedad del sitio corrige la alegría
    de la luz. Vana hierba entre las piedras crece.
    Rejas -las viejas lanzas de los antepasados-
    guardan los ventanales y balcones volados
    del caserón antiguo que, tranquilo, envejece.
    Llegan las horas y las horas... Suena
    una campana. S ale una mujer, de luto.
    Un mendigo, la calle de un lado a otro pasa.
    Es ciego. S u cayado en las losas resuena.
    Un viejo de Ribera, avellanado, enjuto:
    “Sea la paz de Dios en esta santa casa.”

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