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camino entre Valdurceda y San Andrés— el que permanece en la memoria de la
infancia que reverdece la vejez—seguía el curso del Yebro, esa columna que une
las vértebras, más o menos dislocadas, de los pueblos que nacieron en su valle.
Al menos una vez durante las vacaciones del verano, el niño paseaba con su abuelo
estos tres o cuatro kilómetros para visitar a unos parientes en San Andrés;
visita que redundaba en un seguro entripado por el chorizo picante de la
merienda. Al dejar el caserío de Valdurceda se llegaba enseguida a las eras,
espacio mágico para el niño urbano, circo romano de fabulosas carreras de bigas.
Después venía la sucesión de charcas que era el arroyo en estiaje. Tras los
juncos y las cañas cesaba el croar al acercarse, y en las aguas verdes:
insectos remadores, patinadores, mil larvas de feroz aspecto, ranas, sapos,
libélulas… Soberbio espectáculo. —Buenas tardes—Buenas nos las dé Dios— El
labriego va jinete en la grupa de un borriquillo cano de trote sincopado; al
hombro la pala, guía del agua que los cangilones verterán en los surcos. Caña,
cuerda y trapo rojo, el ranero va llenando su cesta con esas ancas pálidas, con
un cierto aspecto de resto humano que el niño será incapaz de comer. Al llegar
a San Andrés, las mismas construcciones de Valdurceda: sólidos troncos de
pirámide rematados por aleros de tablas y toscos canes, con las cabezas de las
vigas de aire asomando entre ellos. Color de tierra en las tapias y rojo de
almagra en las puertas carretales enmarcadas por las potentes enteras. Y el sol
de la tarde refulgiendo en la paja del trullado.
Sesenta
años después el niño intenta llegarse paseando a San Andrés. Ya no existe el
camino. No es necesario. Nadie camina entre los dos pueblos. El Yebro ya no se
hace charcas en el verano; tiene un continuo y abundante caudal con las aguas
que le aportan los excedentes de regar el Páramo. Las huertas son ahora
plantaciones de árboles precoces. Ya no hay eras que despierten fantasías en
niños urbanos; quedan pocos niños en estos pueblos, y entre estos pocos—
usuarios del smartphone y la tablet— no es fácil despertar fantasías, no
parecen tener interés por visitar en directo a los habitantes de las charcas.
Para llegar a San Andrés es necesario el coche y la carretera.
El
cementerio campesino, cazurro y cicatero, no da mucha información. Los restos
anteriores a la segunda mitad del siglo XX han sido destinados a esperar la
resurrección en el confuso amasijo del osario común, y sus señales conducidas
al montón de chatarra de las cruces de hierro o al de cascotes de las lápidas
rotas. Con suerte, el libro de registro parroquial habrá resistido a la humedad
y la desidia. Hay una tumba con flores
recientes, sin lápida, fresco el lomo de tierra. – Lo enterramos ayer, noventa
y ocho años de trabajo y honradez. En realidad lo mataron en 1936, pero mal,
como todo lo que hacían unos bárbaros caídospordiosyporespaña cuyos nombres aún
pueden verse entre los ¡presentes!, en esa lápida medio borrada en los muros de
la iglesia de su pueblo de usted, en Valdurceda. Lo dejaron tirado a la salida
del pueblo, dándole por muerto. La madre lo cargó en brazos hasta la casa y un
médico, familiar de usted por cierto, lo curó en secreto hasta que el muchacho
pudo escapar del pueblo. Enterraron un ataúd sin cadáver y callaron, como
tantos. Los matadores, después, también murieron a hierro en algún lugar de
España, en esa guerra que desataron y mantuvieron hasta la muerte del dictador.
— Le habla un anciano que, nada más verle, ha sabido decirle el nombre de su
familia.
El
niño anciano regresa a Valdurceda con las últimas luces. Tiene una cierta
sensación de pertenencia a la aventura humana que iniciaron aquellos pobladores
mozárabes que se asentaron junto al Yebro.