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Sesenta
años después el niño intenta llegarse paseando a San Andrés. Ya no existe el
camino. No es necesario. Nadie camina entre los dos pueblos. El Yebro ya no se
hace charcas en el verano; tiene un continuo y abundante caudal con las aguas
que le aportan los excedentes de regar el Páramo. Las huertas son ahora
plantaciones de árboles precoces. Ya no hay eras que despierten fantasías en
niños urbanos; quedan pocos niños en estos pueblos, y entre estos pocos—
usuarios del smartphone y la tablet— no es fácil despertar fantasías, no
parecen tener interés por visitar en directo a los habitantes de las charcas.
Para llegar a San Andrés es necesario el coche y la carretera.
El
cementerio campesino, cazurro y cicatero, no da mucha información. Los restos
anteriores a la segunda mitad del siglo XX han sido destinados a esperar la
resurrección en el confuso amasijo del osario común, y sus señales conducidas
al montón de chatarra de las cruces de hierro o al de cascotes de las lápidas
rotas. Con suerte, el libro de registro parroquial habrá resistido a la humedad
y la desidia. Hay una tumba con flores
recientes, sin lápida, fresco el lomo de tierra. – Lo enterramos ayer, noventa
y ocho años de trabajo y honradez. En realidad lo mataron en 1936, pero mal,
como todo lo que hacían unos bárbaros caídospordiosyporespaña cuyos nombres aún
pueden verse entre los ¡presentes!, en esa lápida medio borrada en los muros de
la iglesia de su pueblo de usted, en Valdurceda. Lo dejaron tirado a la salida
del pueblo, dándole por muerto. La madre lo cargó en brazos hasta la casa y un
médico, familiar de usted por cierto, lo curó en secreto hasta que el muchacho
pudo escapar del pueblo. Enterraron un ataúd sin cadáver y callaron, como
tantos. Los matadores, después, también murieron a hierro en algún lugar de
España, en esa guerra que desataron y mantuvieron hasta la muerte del dictador.
— Le habla un anciano que, nada más verle, ha sabido decirle el nombre de su
familia.
El
niño anciano regresa a Valdurceda con las últimas luces. Tiene una cierta
sensación de pertenencia a la aventura humana que iniciaron aquellos pobladores
mozárabes que se asentaron junto al Yebro.