sábado, 1 de junio de 2019

Best sellers y paseo diario











E
n España es y ha sido siempre difícil vivir de escribir libros. Es trabajo propio de diletantes que tienen su oficio y sustento en actividad distinta a la escritura. No obstante, en todas las épocas ha habido singularidades que lo han conseguido, incluso algunas han llegado a reunir fortunas de cierta importancia con los réditos proporcionados por sus escritos.

No parece que el hecho de que, en el mundo, se hayan vendido ochocientos cincuenta millones de ejemplares del Libro Rojo de Mao se deba a los valores de lo escrito ―sin entrar a juzgarlo― sino al hecho de que los chinos tuviesen que agitarlo sobre sus cabezas en aquellas inmensas concentraciones glorificadoras del mito. Los quinientos millones de Quijotes que ―dicen― se han vendido, hablan en favor de la humanidad. Pero que un estadounidense haga un libro dando instrucciones para hacerse rico y venda treinta millones de ejemplares, resulta incomprensible; como tantas cosas en esas listas de best sellers históricos.
  
A menudo, en mis paseos de jubilado, paso frente a una enorme casa, un aspaviento en piedra berroqueña, un gigantesco trasto que tengo a tiro de piedra de mi domicilio. Algo así tiene que responder a la mentalidad de quien lo ha hecho, y fue un escritor: Ricardo León (1877−1943), que debió de gastar un dineral en levantar semejante mole. Dineros que, supongo, salieron de los muchos libros que logró vender don Ricardo, y no de su sueldo como funcionario del Banco de España, su oficio. Dio a esta casa el nombre de uno de sus referentes: Santa Teresa, y en ella pasó los últimos veinte años de su vida, con excepción de los correspondientes a la guerra subsiguiente a la sublevación militar del treinta y seis, que los pasó refugiado en la embajada de un país caribeño. Fue don Ricardo un integrista ultramontano, de exacerbado españolismo, afiliado a Falange Española. Fue un recreador, a su manera, del siglo de oro español; y lo hizo con un lenguaje retórico y arcaizante que encontró público en su momento, llegando a vender un millón de ejemplares de una de sus moralizantes novelas: El amor de los amores. Tras su muerte, y a pesar de sus afinidades ideológicas con el poder, su memoria se borró con rapidez.

Un personaje, coetáneo de Ricardo León, diez años mayor, muy distinto en todos los sentidos, y que también supo sacar dinero a sus escritos, fue Vicente Blasco Ibáñez (1867―1928). Republicano y anticlerical, don Vicente fue durante muchos años a la cabeza del blasquismo ― el líder del progresismo en Valencia. Conoció el exilio y la cárcel, y compaginó la política con la escritura de novelas costumbristas que retrataron una Valencia del último tercio del XIX. En 1908 deja la política, y comienza una segunda vida de asombrosa actividad, promociona sus libros y la editorial Prometeo, que había creado en su tierra. Marcha a la Argentina, y allí, vendiendo libros y dando conferencias, gana el dinero suficiente para iniciar su más asombroso proyecto: las colonias agrícolas Nueva Valencia y Cervantes, en la Patagonia. Pretende trasladar, a las inmensas extensiones del sur de América, el buen hacer de los huertanos que retrató en sus primeras novelas. Todo termina en un fracaso que le arruina. Pero el valenciano se reinventa, y en 1914 marcha a Paris, donde le sorprende la Gran Guerra. Hace periodismo y escribe novelas inmersas en la realidad que le circunda. Una de ellas: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, tiene un enorme éxito en los Estados Unidos, y allí marcha. Le espera el éxito, el cine, el dinero.

De Blasco Ibáñez queda más memoria que de Ricardo León, pero tampoco mucha. Hoy en día también tenemos unos cuantos best sellers en España. Creo que no he leído ninguno.

 







    

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