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n España es y ha sido
siempre difícil vivir de escribir libros. Es trabajo propio de diletantes que
tienen su oficio y sustento en actividad distinta a la escritura. No obstante,
en todas las épocas ha habido singularidades que lo han conseguido, incluso
algunas han llegado a reunir fortunas de cierta importancia con los réditos
proporcionados por sus escritos.
No parece que el hecho de
que, en el mundo, se hayan vendido ochocientos cincuenta millones de ejemplares
del Libro Rojo de Mao se deba a los
valores de lo escrito ―sin entrar a juzgarlo― sino al hecho de que los chinos
tuviesen que agitarlo sobre sus cabezas en aquellas inmensas concentraciones
glorificadoras del mito. Los quinientos millones de Quijotes que ―dicen― se han vendido, hablan en favor de la
humanidad. Pero que un estadounidense haga un libro dando instrucciones para
hacerse rico y venda treinta millones de ejemplares, resulta incomprensible;
como tantas cosas en esas listas de best
sellers históricos.
A menudo, en mis paseos de
jubilado, paso frente a una enorme casa, un aspaviento en piedra berroqueña, un
gigantesco trasto que tengo a tiro de piedra de mi domicilio. Algo así tiene
que responder a la mentalidad de quien lo ha hecho, y fue un escritor: Ricardo León (1877−1943), que debió de gastar
un dineral en levantar semejante mole. Dineros que, supongo, salieron de los
muchos libros que logró vender don Ricardo, y no de su sueldo como funcionario
del Banco de España, su oficio. Dio a esta casa el nombre de uno de sus
referentes: Santa Teresa, y en ella pasó los últimos veinte años de su vida,
con excepción de los correspondientes a la guerra subsiguiente a la sublevación
militar del treinta y seis, que los pasó refugiado en la embajada de un país
caribeño. Fue don Ricardo un integrista ultramontano, de exacerbado
españolismo, afiliado a Falange Española. Fue un recreador, a su manera, del
siglo de oro español; y lo hizo con un lenguaje retórico y arcaizante que
encontró público en su momento, llegando a vender un millón de ejemplares de
una de sus moralizantes novelas: El amor de los amores. Tras su
muerte, y a pesar de sus afinidades ideológicas con el poder, su memoria se
borró con rapidez.
Un personaje, coetáneo de Ricardo León, diez años mayor, muy
distinto en todos los sentidos, y que también supo sacar dinero a sus escritos,
fue Vicente Blasco Ibáñez
(1867―1928). Republicano y anticlerical, don Vicente fue durante muchos años
― a la
cabeza del blasquismo ― el líder del
progresismo en Valencia. Conoció el exilio y la cárcel, y compaginó la política
con la escritura de novelas costumbristas que retrataron una Valencia del
último tercio del XIX. En 1908 deja la política, y comienza una segunda vida de
asombrosa actividad, promociona sus libros y la editorial Prometeo, que había creado en su tierra. Marcha a la Argentina, y
allí, vendiendo libros y dando conferencias, gana el dinero suficiente para
iniciar su más asombroso proyecto: las colonias agrícolas Nueva Valencia y Cervantes,
en la Patagonia. Pretende trasladar, a las inmensas extensiones
del sur de América, el buen hacer de los huertanos que retrató en sus primeras
novelas. Todo termina en un fracaso que le arruina. Pero el valenciano se
reinventa, y en 1914 marcha a Paris, donde le sorprende la Gran Guerra. Hace
periodismo y escribe novelas inmersas en la realidad que le circunda. Una de
ellas: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, tiene un enorme éxito en
los Estados Unidos, y allí marcha. Le espera el éxito, el cine, el dinero.
De Blasco Ibáñez queda más memoria que de Ricardo León, pero tampoco mucha. Hoy en día también tenemos unos
cuantos best sellers en España. Creo que no he leído ninguno.
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