upongo que se me ha debido fundir, al menos deteriorar, el chip que me unía a la fiesta del toro. Pudiera ser un cortocircuito más de los muchos que uno va teniendo con la edad. Pudiera. Pero me gustaría saber si hay algo más. Nunca he sido un gran aficionado ni entendido, pero he disfrutado de la fiesta y he apreciado toda la potencia estética y la emoción que puede tener el toreo. El caso es que ahora veo los toros con indiferencia, sin entusiasmo, no digamos ya emoción. Me aburren. A veces pienso que hasta puedo entender la imagen de una corrida que me dibujó uno de mis nietos, de siete años, tras ver alguna imagen de toros por televisión en el país americano donde vive: mucha bandera española, muchos señores con bandas y entorchados, mucho oropel, mucha sangre y un animalejo en el suelo, acribillado de pinchos. El dibujo del niño era como una muda interrogación: ¿y esto? ¿por qué esto?
Quiero creer que no todo mi
desinterés se deba a la edad. Quiero suponer que algo tendrán que ver los
toreros de hoy en día y, sobre todo, el comportamiento de los animales que actualmente
crían los ganaderos.
Una tarde, en Las Ventas, tiempo
ha, tenía sentado a mi lado un turista argentino, todo curiosidad, que me
atosigaba a preguntas. Tras un primer toro tan anodino como el torero, tres
pinchazos y no sé cuántos descabellos, el argentino me dice: ¿y seis así?
buenas tardes. Y se marchó. El problema no es de hoy.
Hace bastantes años un
veterinario conocido, buen aficionado a la fiesta, me hablaba de la necesidad
de recuperar los encastes del toro, ya perdidos, y proponía una selección
genética desarrollando los óvulos fecundados en los úteros de vacas mansas para facilitar
un adecuado control.
Yo me quedo en la suposición
que apunto y dejo el análisis a los entendidos. Tan solo reseñar, como personal
imagen de lo que los toreros fueron, un recuerdo de la infancia. Un año, en el
colegio, por las fiestas de la patrona, a los frailes se les ocurrió organizar
una becerrada. Supongo que la cosa fue inspirada y auspiciada por un vecino,
nada más y nada menos que Domingo Ortega, que vivía cerca, en la casa que le
hizo Secundino Zuazo, si no recuerdo mal, frente a la que años antes había
construido para Sebastián Miranda. El caso es que la fiesta terminó como el
rosario de la aurora. En un determinado momento un chaval, impotente ante la
vaquilla, terminó poniéndole una banderilla por detrás, desde el rabo. Don
Domingo no aguanto más, salió al improvisado ruedo, se acerco a la becerra, la
cogió por el morro, apoyó el codo en la testuz, le giro la cabeza y la degolló
como si fuese un pollo. Y se marchó. Aún le veo irse serio e indignado. Era don
Domingo Ortega, tendría por entonces cincuenta y tantos años.
La cuestión es que, si
realmente la fiesta ha perdido su fuerza, empieza a tener sentido el
anacronismo de que hablan los antitaurinos. Incluso sería de considerar ese
martirio gratuito de un animal que denuncian los animalistas.
¿Es la fiesta de los toros
algo anacrónico en nuestro tiempo?
¿Es compatible con la
mentalidad de las gentes del momento?
¿Tiene futuro el toreo?
¿Es ya tan solo un
folclorismo para turistas?
¿Puede el ganado que ofrecen
hoy los criadores ─con carácter general─ hacer sentir al aficionado las
emociones de antaño?
No tengo respuestas, pero me
gustaría oír a los que saben, me gustaría.