miércoles, 1 de enero de 2025

Culturas campesinas

 

 

 


 

 

Comienza el año con un día soleado, sin grandes fríos, como ya parece ser lo habitual en este Guadarrama donde habito. Después de mis cotidianas labores mañaneras de jubileta me siento un rato frente al ordenador, este chisme que tantos ratos entretiene. Como todos los días, me asalta una serie de anuncios de aparatos para sordos. ¿Cómo se han enterado que servidor se está quedando un poco bastante sordera? Nunca he buscado en internet nada al respecto, y es, creo, la primera vez que pongo el asunto en negro sobre blanco, luego no pueden ser las cookies; digo yo. Tiende uno a pensar que somos espiados por complejos y entrecruzados sistemas que desconocemos. Es el amenazante mundo al que vamos y en el que, en gran medida, ya estamos.

Lo que sí se debe a las galletitas, supongo, es la acumulación de anuncios de casas de pueblo a la venta que me aparecen en la pantalla; por las fotos de estos anuncios sí que paseo mi curiosidad. Han muerto los abuelos y los descendientes ponen a la venta la casa que no interesa, no pueden arreglar o mantener y es imagen de una situación que consideran superada. Solo me detengo en las casas que no han sido “puestas al día", casas que aún son reflejo de lo poco que queda de las culturas campesinas. Los humildes muebles, heredados de generaciones, a los que no se ha dado importancia y no han sido ofrecidos al chatarrero o al chamarilero que suele visitar el pueblo. Las fotos echas con el móvil, ese sí lo dominan, van recorriendo la casa; en un rincón la cachava del abuelo, donde la dejó por última vez; en la vieja cama de hierro y bronces, la colcha que quizás tapó el cadáver de la abuela, a la cabecera el cristo, en la mesilla la palmatoria, colgando de un clavo el rosario, en el suelo el orinal; descuadradas, indiferentemente inclinadas, sobre los yesos desconchados de las paredes, las fotos hieráticas de los ancestros, los cromos de las perdices muertas, el milagrero santo del que era tan devota aquella tía. Sobre la vieja cocina bilbaína, que tantos fríos quitó, el infiernillo de butano que trajo la hija de la capital para aliviar el trabajo de los viejos. En donde siempre estuvo, a la luz de la ventana y al calor de la lumbre, la vieja máquina Singer que a tantas panas puso remiendos. De una viga cuelga la jaula del reclamo que facilitaba al abuelo meriendas en la bodega. Sobre la trébede, con el fondo gris de la ceniza, queda una cazuela de desportillado rojo. Tras la puerta carretera las desvencijadas ruinas de una carreta; de las paredes cuelgan restos de collerones y arreos; detrás, escombros de lo que fueron cuadras y cochiqueras.

Cuando esta casa se venda será “puesta al día” con criterios urbanitas, introduciendo técnicas, materiales y colores ajenos a la cultura que la creó. Los muebles y objetos que no vayan a la basura pasarán a ser objetos de adorno, fetiches representativos de un mundo que fue.

A los amantes de esas periclitadas culturas campesinas nos queda el último recurso de visitar los restos de sus viviendas en los anuncios de las inmobiliarias.