lunes, 14 de abril de 2025

Abril

 

 



Tengo de fondo el zureo de las torcaces y en primer plano el alboroto de los mirlos en sus persecuciones territoriales y amorosas. Ya están verdes los negrillos; los lilos anuncian su floración; los lirios han lanzado las varas que azulean espléndidas; las abejas liban en el amarillo de las crasas y en las violetas; las higueras y las moreras están a punto de abrir sus yemas y extender sus hojas; colorean la pradera los dientes de león que resisten la siega. Sí, ya hay primavera y servidor la observa. Sí, hay primavera un año más, a pesar del histriónico personaje de los pelos colocados con pegamín, el absurdo yanqui empeñado en complicar la vida a los humanos, en hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, el socio de la bestia israelí y del nuevo zar de las rusias. A pesar de todo hay primavera un año más, y nos ha sido dado el privilegio de observarla. En ello estoy.







 

                                                                                                      

Dorín

 

 

 

 

 

orín era un niño con descalabraduras en la rapada cabeza y costras perennes en las rodillas al aire. Según esto podríamos deducir que era un niño como todos los de aquel tiempo, pero no, a Dorín lo conocíamos del camino de casa al colegio y del colegio a casa, pero no del colegio, Dorín era un niño siempre en la calle. Sería por aquel entonces más o menos de mí misma edad, sobre los diez u once años, el tiempo del primero de bachillerato. Tenía Dorín una gran habilidad para redondear cristales para las chapas, se servía de la ranura de un tornillo que había en los faroles de aquel tiempo, ranura en la que iba pellizcando el cristal hasta lograr la redondez y el tamaño justo para albergarlo en la chapa. Con ese cristal, un aro metálico que no sé donde conseguía, masilla de fontanero y un cromo de ciclista o futbolista, fabricaba unas chapas que vendía a los colegiales capaces de reunir unos céntimos. El cromo había que facilitárselo. Recuerdo que, por el capital de dos reales, me hizo a mí una chapa con un cromo de Van Looy que costaba diez o doce repes.

Nosotros no lo vimos. Solo vimos el alboroto de la gente y el dibujo rojo del neumático sobre los adoquines, junto al farol. – ¡Lo ha matado, lo ha matado…! - decía la portera de la casa adjunta.