Nosá jodío, tronco, pos qué vacer, pos llevárselo, como
to dios, tío. ¿Pa qué hostias se casó con la fea e la infanta?, pos eso, pa
trincar, tío, como está mandao. ¿Me va decí que tú no te lo llevarías? No te
jode este… Que lan pillao, pues a joerse… lo habrá hecho mal, tío…
Es
uno de esos trenes de las cercanías de Madrid, blancos, limpios, silenciosos,
puntuales, de última generación; los trenes de los dineros de Europa. Son dos
muchachos y una chiquilla, tendrán diecisiete o dieciocho años; van más
tumbados que sentados; dos de ellos ponen los pies en el asiento de delante, y
el otro los apoya en el borde de la ventanilla. Entre risotadas y gritos comen pipas y escupen las cascaras que caen al suelo, a los asientos, sobre su ropa y la de sus amigos y sobre la de algún vecino.
La megafonía
anuncia, en español e inglés, la próxima estación. Sube al vagón un hombre
joven, de rasgos andinos. Al cerrarse las puertas anuncia su canción y rasga la
guitarra. Pasa una mujer que, de una bolsa de plástico, va sacando paquetes de
pañuelos que deposita junto a los viajeros, en los asientos libres, con una pequeña leyenda
petitoria que informa de sus miserias.
Toy hasta los cojones de indios y rumanos… Chilla uno de los comedores de pipas. Sus amigos ríen la
gracia.
El
cantor andino, recogidas las escasas caridades, sigue su recorrido por el tren.
En la siguiente estación su puesto es ocupado por un hombre de unos cuarenta y
cinco años que alza la voz, pide perdón a la concurrencia y relata su desesperada
situación de parado que le empuja a la impensada mendicidad.
Quizás, la brutalidad de esos muchachos sea buen reflejo de lo que callan ¿cuantos adultos? Pienso,
no sé por qué, en las manos rojas que lavarán la ropa de los comedores de pipas;
pienso en esas manos con el humilde monedero del que saldrán las perras para
zapatillas, pendientes, tatuajes… Pienso en qué fue de…, pienso en estos treinta y ocho años. Siento una cierta sensación de fracaso...
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