Ha sido una presencia
continua, sin nombre, con una historia apenas esbozada, no sé cuan imaginada.
Siempre estuvo sobre la cómoda, allí, en el cuarto de la tía soltera, junto a
mil maravillas por descubrir, en la referencial casa de los abuelos. No recuerdo
cuándo comenzó a llamarme la atención, seguro que fue por la finura del dibujo,
y también, quizás, por la posibilidad o la necesidad de imaginar la historia
del personaje sin historia.
Vinieron años en que se
hacía difícil compaginar la estética de ese dibujo con los gustos de un
adolescente de aquellos tiempos, pero la presencia y su leve misterio se
mantuvo. Hoy, ochenta y cinco años después de que mi tía lo firmase, tengo el
dibujo a mi lado, en mi casa, salvado de todos los naufragios.
Puede que algún nieto se
interese por el diminuto retrato que una lejana tía hizo de un amor muerto en
una lejana guerra. Puede.
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