domingo, 16 de junio de 2013

La casa de los Colinas











L

a carretera de acceso a Valdemocil desde la general cruza una esquina del límite sur del Páramo, y desciende al pueblo asentado en el valle que forma el arroyo Yebro. Desde el altozano puede verse el conjunto del caserío de tierra roja extendido a los pies de su iglesia y vigilado por la espadaña de lajas. Hacia el este, algo separado, otro grupo de construcciones destaca por su diferente  tamaño y color. Aurelio Colinas detiene el coche antes de iniciar el descenso, y se apea en busca del paisaje de la infancia: los revocos de cal de la casa de los Colinas entre los rojos y los ocres del pueblo, entre el dorado de las tierras trigales, y sobre el fondo de los cerros delineados por las alineaciones de los bacillares. Su mente evoca olores de parvas trilladas y de orujos secándose al sol, gemidos de norias vertiendo canjilones en surcos de pasado, campanas de viejas al rosario en las tardes lentas, esquilas de vacadas en el retorno de la tarde, lento rumiar de la yunta en la solanera de julio, en la algarabía de vendimia y en los eneros de las sábanas heladas. … Pero ya solo queda esa casa del frío, que le espera. Quisiera que fuese solo memoria, ruina, recuerdo tranquilo, pero la casa aún impone su desafiante presencia en los restos del paisaje. Aurelio va poniendo un nombre a las distintas zonas de la  edificación: las primeras construcciones de Gaspar Colinas en 1895; la ampliación que su abuelo César hizo treinta y cinco años después, junto con la fábrica de aguardientes y la segunda bodega; el ala de su padre Adriano en 1945; y, adentrándose ondulantes en el Páramo, como huyendo, los restos de la línea del ferrocarril que tendió su abuelo para llevar los vinos hasta la estación de Valdurceda. Los años ensucian el blanco de las paredes con churretes del rojo de la tierra, como si el tiempo fuese difuminando la soberbia de los Colinas.  

María Hierro, en la ventana, ve llegar el coche del hijo y su familia. Es una mujer alta, delgada, fibrosa, de pelo blanco y tirante hacia un pequeño moño, de barbilla erguida y unos ojos grises de difícil lectura. Viste un luto antiguo de ropa y alma. Es ágil y lúcida a sus noventa años y tiene la energía con que ha mantenido la casa y el decadente negocio familiar durante el último cuarto de siglo, el tiempo en que el mal de los Colinas, el mal de Isabel Llamazar, ha tenido a su marido encerrado en el cuarto donde ahora reposa, ya cadáver.

-Me lo anunció. Tu padre me lo anunció, pero no quise hacerle mucho caso. Fue un buen médico, y desde hace muchos años él mismo era su único paciente. El lunes me dijo que había llegado el final y su cuerpo se rendía, que sería cosa de pocos días. Intenté quitarle la idea de la cabeza, le dije que no era tiempo, le hablé de esperar la primavera ya anunciada, y el alivio del verano para los huesos, y el otoño de mostos y trajín… Me pidió silencio haciendo ademán de que me sentara junto a él, en su escritorio. Habló de papeles y de todos nosotros… Y ayer tarde, callados, sentados junto a la ventana de su cuarto, mientras me miraba a los ojos, dejó de apretarme la mano.

 El cementerio de Valdemocil es un cercado de tapias semiderruidas donde crecen los cardos y el olvido. En el centro se alza el panteón de los Colinas, un incongruente armatoste de piedra caliza rodeado de cruces de hierro con placas de esmalte que repiten apellidos y nombres. Aurelio observa la introducción del ataúd de su padre en el nicho. Mira a su madre, sola, en primera línea, dando instrucciones a los enterradores y al cura que reza su cantinela. Lee las lápidas de las paredes, buscando en el recuerdo significado a los nombres:

Gaspar Colinas Blanco 1851-1941

Isabel Llamazar Coto 1847-1919

César Colinas Llamazar 1886-1970

Luisa Tamaral Urzal 1885-1977

Isabel Colinas Tamaral 1914-1934

Luisa Colinas Tamaral 1916-1988

Y, en el suelo, apoyada en la pared, esperando:

Adriano Colinas Tamaral 1916-2006

Aurelio ve a su mujer, Elvira, acercarse a la suegra y cogerla del brazo. Le sorprende un parecido entre ellas que nunca antes había advertido. La barbilla alta, la mirada desafiante… Ve en las dos mujeres la fortaleza de la que él carece, y también el orgullo y la soberbia que nunca ha podido soportar. Observa la indisimulada distancia de sus hijos, y piensa que es mejor, que es preferible que sigan alejados de este mínimo y absurdo mundo y de estos ancestros incapacitados para la alegría. Un viento helado cruza el cementerio y se arremolina en las sepulturas, estrellando flores de plástico en las tapias. Los congregados se arrebujan como pueden, golpean el suelo con los pies y se agitan incómodos. María, del brazo de su nuera, alza la voz para dar las gracias a todos y finalizar el acto. En ese momento surgen unos gritos desde el fondo, junto a la puerta del cementerio; entre revuelo y murmullos un grupo de gente saca del recinto a una mujer. Aurelio ha escuchado ese grito que sigue resonando en su cerebro: << ¡Raza de fieras, os encamáis en la lobera y solo os sacan muertos!>>

 En la casa de Gaspar Colinas, al calor de la chimenea, la familia escucha los recuerdos de D. José, un anciano médico amigo de Adriano:

-¡Hace tanto tiempo…! No queda nadie vivo…, pero los odios se heredan como las taras y los dineros. Fue en verano, el año en que Adriano y yo habíamos hecho el primero de medicina en Salamanca y estábamos de vacaciones en el pueblo. Nadie nos contó nada, lo fuimos sabiendo o deduciendo de lo oído en nuestras casas o en el pueblo. Isabel, la hermana mayor de Adriano, que estaría en los veinte años,  quedó embarazada de un mozo ya maduro, Ulpiano Huerga, empleado en la alcoholera. La muchacha no dijo a nadie el nombre, pero Ulpiano presumió en la taberna de sus machadas. El cadáver del mozo apareció en el camino de Valdurceda. Tenía un tiro en el pecho y los testículos destrozados con señales de lo que, se dijo, era una rueda de espuela. En aquellos años solo había un hombre en el pueblo que usase espuelas y ese hombre tenía motivos para matar a Ulpiano. Pero César Colinas era también dueño del medio de vida de la gente. La bodega y la alcoholera daban trabajo, al menos una parte del año, a muchos hombres del contorno, a los que también compraba la uva que producían. Casi todos le debían favores personales, y su consultorio médico en Benavente siempre estuvo abierto a los menesterosos. Nadie tenía interés en enfrentarse a César Colinas, y tras un ritual de interrogatorios el asunto fue enterrado. Isabel se encerró en su habitación, olvidada de su padre, y murió durante un parto complicado atendida solo por la madre. La mujer que hoy ha gritado en el cementerio es hija de una hermana de Ulpiano, y el rencor heredado es su capital.

Es la primera vez, en mis sesenta años, que aquí no hay nadie encerrado.  Aurelio puede sentir aún sus miedos infantiles en la casa oscura del abuelo oculto, donde las mirillas de techos y paredes insinúan presencias que le rozan en las esquinas, que presiente tras las puertas o a la espalda, y que se hacen corpóreas en el silencio aterrador del sótano de los castigos… Las actividades de banquero o prestamista de Gaspar Colinas le llevaron a diseñar su casa de forma adecuada. Dispuso troneras al exterior y mirillas interiores para vigilar los compartimentos sucesivos que regulaban el acceso. Estos compartimentos estaban dotados de sistemas de cierre de las puertas que eran accionadas con cadenas desde el interior. Completaba la instalación una caja fuerte construida en un sótano profundo de complicado acceso. El hijo y el nieto de Gaspar hicieron sus ampliaciones pretendiendo algo más vividero, pero el fortín de los dineros del abuelo siguió siendo el centro de la vida en común y la imagen de la familia al exterior.

Aurelio va dejando pasar los días, demorando hablar con la madre y entrar en la habitación del padre. Deambula por la casa, la bodega y la alcoholera, como un visitante curioso y ajeno. María y Elvira le presionan.

-Llevo cincuenta y cinco años en esta oscuridad y desesperanza. Me casé con tu padre en 1945. Era un hombre alegre, guapo y gallardo. Trabajaba en un hospital en Madrid y era un médico considerado. En esos años fuimos felices, y en esa felicidad naciste tú. En 1951 tu abuelo César se encerró. Su mujer, Luisa Tamaral, intentó vender el negocio, pero no fue posible. Tu padre optó por venir, poner un consultorio médico en La Bañeza y atender la bodega. César Colinas había hecho crecer la industria fundada por su padre, pero cometió el error de hacer negocios con su hermano pequeño, Octavio, que siempre fue un hombre conflictivo. Había pasado unos años en Francia, y terminó pidiendo dinero a su padre para establecerse en Burdeos. César comenzó a exportar vinos y aguardientes a Francia en importantes cantidades, siendo su hermano el intermediario en las operaciones. La situación no duró mucho. En unos meses Octavio había desaparecido y las demandas judiciales llegaban a diario. Tu abuelo logró superar la situación pero el negocio ya nunca fue lo que había sido. Luego, cuando Adriano se hizo cargo, hubo unos años de bonanza con las ventas en La Rioja. Tu padre se encerró en 1978, hasta el otro día, que lo sacamos muerto. Desde entonces he hecho lo que he podido. He mantenido viva esta casa, si se pude llamar vida a lo que han guardado estos muros, el negocio, mal que bien, está en marcha, y en el banco hay un modesto capital. Hijo, tendrás que decidir qué se hace de tu herencia. Yo tengo 90 años de trabajo y sufrimiento. Quiero morir en paz y a la luz. Yo no tengo sangre de Isabel Llamazar.

-Pero esto no se puede abandonar, -dice Elvira-  es una labor más que centenaria… hay que continuar…

- No Elvira no, no seré yo quien pida a mi hijo que vuelva a esta casa.  Siempre vi con buenos ojos su alejamiento. -Dice María- Para su padre fue un disgusto que no estudiase Medicina, pero yo me alegré, y me alegré el día que se fue, y el día que terminó con los nombres romanos y llamó a vuestro primer hijo Gaspar, como el bisabuelo de sangre limpia. Vi la esperanza del fin del mal. En estos años mi única luz ha sido seguir su carrera, leer sus publicaciones…  No seré yo quien te reclame a destinos de horror, hijo. Tú tendrás que decidir. Mi labor terminó enterrando a tu padre. He querido seguir lo que él empezó, y hacer su trabajo. Ahora está en tus manos la continuación de esta historia, de la que te apartaste de joven.

 El salón está oscuro y se siente el aire pesado de las habitaciones cerradas. Aurelio abre las contraventanas y una luz de invierno se imparte en la estancia dando volumen a los muebles. Sobre una boiserie de nogal se recortan sillones isabelinos y vitrinas con abanicos y porcelana. En las paredes cuelgan espejos venecianos, paisajes con marcos rococó… y en la frontera a la puerta, presidiendo el salón y quizás la casa, un retrato de cuerpo entero de Gaspar Colinas, de un pintor zamorano pensionado en Roma allá por 1900. Gaspar está en el inicio de la cincuentena, es un hombre ligeramente grueso que mira con ojos firmes y risueños, tiene bigote sin guías, perilla recortada y su pelo es gris, casi cano. Viste chaqueta y pantalón de pana, polainas de cuero, chaleco negro y corbata de raso sobre la camisa blanca. Con la mano derecha introduce el reloj en el bolsillo, y apoya la izquierda en una consola sobre la que se ve una fotografía de su esposa, Isabel Llamazar. Es la misma consola y el mismo retrato que aún hoy están en la habitación. Aurelio coge la foto de su bisabuela y se sienta frente al cuadro…

Gaspar Colinas fue segundón de una familia de labradores pudientes para lo que era la zona y el momento. Para alejarle de la herencia el padre le dio estudios, y se hizo maestro. Obtuvo plaza en Benavente y compatibilizó su trabajo en la escuela con las clases a los hijos de una familia de terratenientes con título nobiliario. Con el tiempo llegó a ser el administrador de esa familia, administración que le produjo algún dinero. Lo empleó en comprar a su hermano mayor las tierras heredadas y muchas más que este había adquirido durante unos años de bonanza en que vendió mucho vino a Francia, entonces asolada por la filoxera. Cuando la plaga llegó al pueblo, hacia 1890, el hermano no pudo hacer frente a la situación y vendió las tierras. Gaspar, listo y bien asesorado, comenzó a plantar vides con pies americanos y en unos años estuvo en disposición de iniciar la construcción de la bodega con la que llegó a ser el mayor receptor de la uva producida en una amplia zona. Isabel Llamazar fue una mujer hermosa a la que Gaspar conoció en los carnavales de La Bañeza. Durante treinta y cinco años participó en la aventura del marido, alegró su casa y le dio dos hijos. Después comenzaron las invencibles tristezas, y en 1911 se encerró hasta su muerte, en 1919.

Aurelio mira la foto de su bisabuela. Esa mujer de ojos claros y rasgos dulces es la autora de los versos que ha leído en la habitación de su padre, en cuadernos con letra inglesa y flores disecadas. La mujer que pretendió una descendencia de césares y dejó el reguero de sufrimiento que él siente correr por sus venas.

 La habitación donde Adriano Colinas ha pasado los últimos veintiocho años de su vida está situada en la parte de edificación que él mismo realizo en 1945. Es una estancia grande que se distribuye en tres alas en torno a un pequeño patio porticado. Una de las alas menores está amueblada como dormitorio y se separa del resto con un biombo. El cuerpo central es la zona de trabajo y tiene sus paredes cubiertas por librerías repletas de libros y archivadores. Junto a una de las ventanas hay un escritorio donde se ven dos ordenadores rodeados de carpetas, cuadernos, papeles y objetos antiguos de escribanía. En otras mesas pueden verse una impresora, un microscopio, una ampliadora fotográfica y varios juegos de lupas, entre otros cachivaches. Junto a la otra ventana hay dos sillones de orejas y un equipo de sonido; las estanterías adjuntas contienen vinilos y compactos de jazz y blues. El ala opuesta al dormitorio es una sala de estar con sofás, chimenea y televisión.

Aurelio necesita saber cómo puede vivir un hombre durante tantos años entre esas paredes, tragado por la casa, sin alternativa, día tras día, hora tras hora; saliendo tan solo en las noches a girar en ese círculo sin hierba que puede verse en el jardín trasero. Enseguida se da cuenta de que su padre no ha estado ocioso ni ha abandonado su oficio. Ha permanecido suscrito a un considerable número de revistas médicas, con las que ha mantenido correspondencia y colaboración. En los primeros años parecía estar interesado en temas siquiátricos, quizás buscando explicaciones a sus propios males. En los escritos de esa época hace un exhaustivo análisis de su sintomatología y una perfecta descripción de su estado. Este material, junto con las opiniones de sus colegas al respecto, está recogido en varios archivadores con un título genérico: “Ego”.  Posteriormente parece perder ese interés y su atención se abre hacia otras facetas del oficio. Aurelio no puede comprender la diversidad de intereses y la curiosidad de este hombre sin contacto directo con el mundo. Ya era un anciano cuando accedió, sin ayuda, a la tecnología informática. Y llegó a tener bastante dominio. Internet fue para él, sin duda, una inesperada liberación. El primer ordenador tiene la memoria prácticamente agotada, y el segundo tiene archivos sorprendentes, curiosos, como una amplia colección de fichas de insectos con fotografías, clasificación taxonómica y firmes dibujos a pluma. Se supone que estos animalitos entrarían por sus ventanas o los capturaría en los limitados paseos nocturnos. Parece que algunos de los especímenes eran de reciente llegada a la zona, por lo que se escribía con un entomólogo de Madrid interesado en nuevas plagas. Muchos de estos archivos necesitaban para su creación el uso de técnicas cuyo conocimiento asombra en una persona tan anciana. Otra sorpresa para Aurelio ha sido descubrir una amplia producción literaria de su abuelo César, de la que no tenía noticia, y que ha encontrado clasificada y ordenada por su padre. Ha ojeado cuatro novelas, varios tomos con cuentos y relatos, y otros de artículos y ensayos sobre viticultura y temas agrarios. También se ocupó de asuntos médicos, y en concreto ha visto artículos sobre el paludismo, endemia de la zona que él proponía combatir con la introducción de una especie americana de peces comedores de larvas de mosquito. Hay ejemplares de un librito de relatos publicado en León en 1930, y algunas revistas especializadas con artículos de su abuelo. El resto de la obra parece estar inédita.

Aurelio se siente viejo. La jubilación ha sido una liberación para él, que desde hace algún tiempo se sentía desilusionado de su trabajo y de la condición humana en general. En realidad siempre se ha creído un diletante, incapaz de profesionalizarse, de poner excesiva pasión en algo. La laboriosidad de su padre y de su abuelo, dos enfermos recluidos entre paredes, le tiene desconcertado. ¿De dónde sacaban el mínimo de ilusión necesaria para trabajar a diario? ¿Qué pudo haberles movido?

-Aurelio ¿bajas a comer?

-Ahora no puedo, madre. Di que me suban algo, por favor.

En ese momento Aurelio se detiene y lentamente alza la vista hacia la anciana, que le mira desde la entrada con una pena vieja y resignada, mientras en sus ojos apuntan dos lágrimas. Aurelio siente el espanto de lo intuido. Se acerca vacilante a la ventana y mira al mundo que renace. Tras unos momentos, calmado, camina hacia la puerta y la cierra despacio.





lunes, 3 de junio de 2013

De benaventanos y homeopatía


 La imagen de Isaac se corresponde con la que guardo de los labradores de la tierra leonesa en el tiempo de mi infancia. Es de cuerpo enteco, fibroso, como dispuesto al esfuerzo sobrehumano y a la austeridad que pedía aquel campo. Su rostro es nariz y ojos; una enorme nariz y unos ojos pequeños, vivos y atentos. Sus manos, que solo han trabajado con la pluma y los códices, me recuerdan a las que manejaban el arado romano y la hoz, la aguijada y la yunta, aquellas manos de los labriegos de entonces, inconcebibles hoy día. Su piel, oscura y arrugada, parece haber recibido todo el sol caído sobre sus ancestros. Habla poco y despacio; no tiene prisa en la respuesta, que siempre es profunda y reflexiva. No suele estar necesitado de opinar, y cuando se le pide opinión la da con un saber reposado, fruto del aprendizaje lento, que desemboca en la idea sorprendente e inesperada. Isaac es un viejo sabio contestatario, un labrador entre libros y legajos, criado en los ubérrimos pechos del saber de la Iglesia, a la que llegó por su condición de segundo hijo de labradores con poca hacienda. Isaac es un fruto antes frecuente en la tierra leonesa, y a mí me gusta hablar con él, indagar en su sabiduría, intentar penetrar en su viaje desde el canon a la heterodoxia por el camino del saber más clásico. Me gusta recorrer con él la tierra leonesa, a la búsqueda de los restos del mundo de nuestra infancia.

Hace poco visitábamos juntos el Instituto Homeopático, en Madrid, nacido por el impulso de un benaventano: José Núñez Pernía. Su sede, terminada en 1877, es Bien de Interés Cultural, y ha sido recientemente restaurada por la Comunidad de Madrid. Allí, nos encontramos también con la memoria de otro comarcano, de San Adrián del Valle, el médico Nicolás Juárez Prieto, que trabajó en el Instituto, al igual que su hijo, el también médico Nicolás Juárez Cejudo. Esta Institución representa el mayor esfuerzo realizado por tratar de implantar en España la homeopatía. Disciplina que nunca ha llegado a tener arraigo en nuestro país, donde tradicionalmente ha pesado más la opinión de los alópatas y se la ha considerado como acientífica.

Galería solana del Hospital de San José.

Puede que el sol curase más que los anises.

A la semana siguiente comía con Isaac en el restaurante El Ermitaño, en Benavente, en lo que fue heredad de la familia Núñez. Por su ascetismo racial y educacional Isaac no parece sentir la necesidad de ir más allá del vino, las sopas de ajo y los más elementales guisos caseros. Elogiaba los platos y el trabajo y saber puesto en su elaboración; pero, sin decirlo, parecía dejar claro lo innecesario de tanto refinamiento para su paladar endurecido en los pucheros del seminario, el comedor universitario, la pensión provinciana y el restaurante de menú económico. Oyéndolo, yo también sentía que donde teníamos que estar era en una taberna, comiéndonos unas patatas con congrio. El saber suele acomodarse mejor a la humildad tabernaria que al lujo sibarita de los altos fogones.
Y mientras comíamos, rememorábamos a los Núñez en su antigua finca: los Salados. Fue una familia de hidalgos llegados a Benavente probablemente en el siglo XVIII. Procedían de Lugo, concretamente de Santiago de Cedrón. Un matrimonio, una herencia o vaya usted a saber qué, les hizo bajar a establecerse en tierras leonesas. Aneja al actual restaurante está la ermita, único resto de la finca de los Núñez que queda en pie. Esta ermita sirvió de panteón para algunos miembros de la familia. En los muros pueden verse unos escudos con un león rampante y una tau como blasones. Indudablemente estas armas fueron las utilizadas siempre por la familia, y nada tienen que ver con los títulos nobiliarios obtenidos por dos de sus miembros cien años después, a mediados del siglo XIX.

Escudo de la familia Núñez en los muros de la ermita de los Salados.
Isaac esbozó las historias de tres de los miembros más conocidos de la saga: los hermanos Pedro, Joaquín María y José Núñez Pernía. La familia Pernía, también hidalga, procedía de Otero de Escarpizo, en la Cepeda leonesa. Pedro, nacido en Benavente en 1810, fue religioso, llegando a obispo de Coria, en cuya catedral está enterrado. Joaquín María, diputado a cortes, fue el primer Marqués de los Salados, título que le fue concedido en 1848 por Isabel II. José Núñez Pernía, el mayor de los hermanos, es un personaje conspicuo, con una biografía contradictoria, con luces, sombras e interrogantes. Nació en Benavente en 1805, donde su padre, Juan Cayetano Núñez Ramos, era un hidalgo rico e influyente. José hizo estudios eclesiásticos en el seminario de Sahagún, y posteriormente pasó a formar parte del Cabildo Catedralicio de Astorga, obteniendo la dignidad de Arcediano de Rivas de Sil. Paralelamente, en Valladolid, obtuvo el grado de bachiller en leyes.
Durante la primera guerra carlista se significó en el apoyó a la causa del infante Carlos María Isidro, lo que terminó llevándole al exilio en Burdeos. Es en esta ciudad donde comienza el interés de José por la medicina homeopática, llegando a ejercerla durante muchos años y con notable éxito. Los médicos le denuncian por intrusismo profesional, pero con sus indudables habilidades sociales consigue que le sea otorgado un título honorífico de doctor en medicina, que le habilita para ejercer en toda Francia. Muestra de su éxito en Burdeos es el hecho de que, años después, Napoleón III le concediese la Legión de Honor.
En 1843 José regresa a Madrid. Su primera preocupación es conseguir una titulación habilitante para ejercer la medicina en España. Lo consigue aprobando un examen ante un tribunal creado al efecto, y presentando documentación sobre sus trabajos y méritos en Francia. Lo que naturalmente tiene una fuerte contestación del colectivo médico y del universitario en general. Establecida su consulta en Madrid obtiene un rápido reconocimiento profesional y social, y se la abren las puertas de la corte, llegando a ser médico de Isabel II, que en 1865 le concede el título de Marqués de Núñez.

Durante la segunda mitad del siglo pasado no cesa la decadencia del Instituto Homeopático y Hospital de San José, el que fue Hospitalillo de los Anises para el pueblo, por la forma esférica de las píldoras de glucosa en que los homeópatas incluyen sus diluciones presuntamente curativas. Las fuertes inversiones de la Comunidad de Madrid han venido a salvar el edificio de José Segundo de Lema, en un momento en que determinada familia consigue, después de muchos pleitos, la herencia del título de Marqués de Núñez, y litigan por hacerse con la propiedad de los edificios del Instituto, alegando el fin de la actividad fundacional. Parece que, por el momento, la institución cuenta con personas y entusiasmo para su defensa.
Después de la comida y la larga sobremesa, a la que se sumaron algunos contertulios, nos dirigimos hacia Pobladura del Valle, para completar nuestro peregrinaje por la homeopatía histórica en la comarca. Nos tomamos un café en La Gruta y cruzamos la antigua carretera de la Coruña hacia el cementerio. La zona se ha convertido en un pequeño caos urbanístico, en el que se mezclan sin sentido las bodegas trasformadas en restaurantes, el cementerio, una industria y unas viviendas adosadas promovidas por el ayuntamiento.

Recuerdo a Nicolás Juárez en la capilla del Hospital de San José.

 La sepultura de Nicolás Juárez Prieto es una lápida de piedra caliza recercada por una verja de hierro. Fue traída, junto con sus restos, del antiguo cementerio del camino de la estación. Murió en 1943 en su querida Pobladura, donde se había retirado después de la guerra civil. Salimos del cementerio y al bajar paseando hacia el pueblo pasamos por delante de su casa, en la calle de las Cuevas.