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a carretera de acceso a Valdemocil desde la
general cruza una esquina del límite sur del Páramo, y desciende al pueblo asentado
en el valle que forma el arroyo Yebro. Desde el altozano puede verse el
conjunto del caserío de tierra roja extendido a los pies de su iglesia y
vigilado por la espadaña de lajas. Hacia el este, algo separado, otro grupo de
construcciones destaca por su diferente tamaño y color. Aurelio Colinas detiene el
coche antes de iniciar el descenso, y se apea en busca del paisaje de la
infancia: los revocos de cal de la casa de los Colinas entre los rojos y los
ocres del pueblo, entre el dorado de las tierras trigales, y sobre el fondo de
los cerros delineados por las alineaciones de los bacillares. Su mente evoca olores
de parvas trilladas y de orujos secándose al sol, gemidos de norias
vertiendo canjilones en surcos de pasado, campanas de viejas al rosario en
las tardes lentas, esquilas de vacadas en el retorno de la tarde, lento rumiar de la yunta en la solanera de julio, en la algarabía de vendimia y
en los eneros de las sábanas heladas. … Pero ya solo queda esa casa del frío, que
le espera. Quisiera que fuese solo memoria, ruina, recuerdo tranquilo, pero la
casa aún impone su desafiante presencia en los restos del paisaje. Aurelio va
poniendo un nombre a las distintas zonas de la edificación: las primeras construcciones de
Gaspar Colinas en 1895; la ampliación que su abuelo César hizo treinta y cinco
años después, junto con la fábrica de aguardientes y la segunda bodega; el ala de
su padre Adriano en 1945; y, adentrándose ondulantes en el Páramo, como
huyendo, los restos de la línea del ferrocarril que tendió su abuelo para
llevar los vinos hasta la estación de Valdurceda. Los años ensucian el blanco
de las paredes con churretes del rojo de la tierra, como si el tiempo fuese
difuminando la soberbia de los Colinas.
María Hierro, en la ventana, ve llegar el
coche del hijo y su familia. Es una mujer alta, delgada, fibrosa, de pelo blanco
y tirante hacia un pequeño moño, de barbilla erguida y unos ojos grises de
difícil lectura. Viste un luto antiguo de ropa y alma. Es ágil y lúcida a sus
noventa años y tiene la energía con que ha mantenido la casa y el decadente
negocio familiar durante el último cuarto de siglo, el tiempo en que el mal de
los Colinas, el mal de Isabel Llamazar, ha tenido a su marido encerrado en el
cuarto donde ahora reposa, ya cadáver.
-Me
lo anunció. Tu padre me lo anunció, pero no quise hacerle mucho caso. Fue un buen
médico, y desde hace muchos años él mismo era su único paciente. El lunes me
dijo que había llegado el final y su cuerpo se rendía, que sería cosa de pocos
días. Intenté quitarle la idea de la cabeza, le dije que no era tiempo, le
hablé de esperar la primavera ya anunciada, y el alivio del verano para los
huesos, y el otoño de mostos y trajín… Me pidió silencio haciendo ademán de que
me sentara junto a él, en su escritorio. Habló de papeles y de todos nosotros…
Y ayer tarde, callados, sentados junto a la ventana de su cuarto, mientras me
miraba a los ojos, dejó de apretarme la mano.
El cementerio de Valdemocil es un cercado de tapias semiderruidas donde crecen
los cardos y el olvido. En el centro se alza el panteón de los Colinas, un
incongruente armatoste de piedra caliza rodeado de cruces de hierro con placas
de esmalte que repiten apellidos y nombres. Aurelio observa la introducción del
ataúd de su padre en el nicho. Mira a su madre, sola, en primera línea, dando
instrucciones a los enterradores y al cura que reza su cantinela. Lee las
lápidas de las paredes, buscando en el recuerdo significado a los nombres:
Gaspar Colinas Blanco 1851-1941
Isabel Llamazar Coto 1847-1919
César Colinas Llamazar 1886-1970
Luisa Tamaral Urzal 1885-1977
Isabel Colinas Tamaral 1914-1934
Luisa Colinas Tamaral 1916-1988
Y, en el suelo, apoyada en la pared, esperando:
Adriano Colinas Tamaral 1916-2006
Aurelio ve a su mujer, Elvira, acercarse a
la suegra y cogerla del brazo. Le sorprende un parecido entre ellas que nunca
antes había advertido. La barbilla alta, la mirada desafiante… Ve en las dos
mujeres la fortaleza de la que él carece, y también el orgullo y la soberbia
que nunca ha podido soportar. Observa la indisimulada distancia de sus hijos, y
piensa que es mejor, que es preferible que sigan alejados de este mínimo y
absurdo mundo y de estos ancestros incapacitados para la alegría. Un viento
helado cruza el cementerio y se arremolina en las sepulturas, estrellando
flores de plástico en las tapias. Los congregados se arrebujan como pueden,
golpean el suelo con los pies y se agitan incómodos. María, del brazo de su
nuera, alza la voz para dar las gracias a todos y finalizar el acto. En ese
momento surgen unos gritos desde el fondo, junto a la puerta del cementerio;
entre revuelo y murmullos un grupo de gente saca del recinto a una mujer.
Aurelio ha escuchado ese grito que sigue resonando en su cerebro: << ¡Raza de fieras, os encamáis en la
lobera y solo os sacan muertos!>>
-¡Hace
tanto tiempo…! No queda nadie vivo…, pero los odios se heredan como las taras y
los dineros. Fue en verano, el año en que Adriano y yo habíamos hecho el
primero de medicina en Salamanca y estábamos de vacaciones en el pueblo. Nadie
nos contó nada, lo fuimos sabiendo o
deduciendo de lo oído en nuestras casas o en el pueblo. Isabel, la hermana
mayor de Adriano, que estaría en los veinte años, quedó embarazada de un mozo ya maduro,
Ulpiano Huerga, empleado en la alcoholera. La muchacha no dijo a nadie el
nombre, pero Ulpiano presumió en la taberna de sus machadas. El cadáver del
mozo apareció en el camino de Valdurceda. Tenía un tiro en el pecho y los
testículos destrozados con señales de lo que, se dijo, era una rueda de
espuela. En aquellos años solo había un hombre en el pueblo que usase espuelas
y ese hombre tenía motivos para matar a Ulpiano. Pero César Colinas era también
dueño del medio de vida de la gente. La bodega y la alcoholera daban trabajo,
al menos una parte del año, a muchos hombres del contorno, a los que también compraba
la uva que producían. Casi todos le debían favores personales, y su consultorio
médico en Benavente siempre estuvo abierto a los menesterosos. Nadie tenía
interés en enfrentarse a César Colinas, y tras un ritual de interrogatorios el
asunto fue enterrado. Isabel se encerró en su habitación, olvidada de su padre,
y murió durante un parto complicado atendida solo por la madre. La mujer que hoy
ha gritado en el cementerio es hija de una hermana de Ulpiano, y el rencor
heredado es su capital.
Es
la primera vez, en mis sesenta años, que aquí no hay nadie encerrado. Aurelio
puede sentir aún sus miedos infantiles en la casa oscura del abuelo oculto,
donde las mirillas de techos y paredes insinúan presencias que le rozan en las
esquinas, que presiente tras las puertas o a la espalda, y que se hacen corpóreas
en el silencio aterrador del sótano de los castigos… Las actividades de
banquero o prestamista de Gaspar Colinas le llevaron a diseñar su casa de forma
adecuada. Dispuso troneras al exterior y mirillas interiores para vigilar los
compartimentos sucesivos que regulaban el acceso. Estos compartimentos estaban
dotados de sistemas de cierre de las puertas que eran accionadas con cadenas
desde el interior. Completaba la instalación una caja fuerte construida en un
sótano profundo de complicado acceso. El hijo y el nieto de Gaspar hicieron sus
ampliaciones pretendiendo algo más vividero, pero el fortín de los dineros del
abuelo siguió siendo el centro de la vida en común y la imagen de la familia al
exterior.
Aurelio va dejando pasar los días, demorando
hablar con la madre y entrar en la habitación del padre. Deambula por la casa,
la bodega y la alcoholera, como un visitante curioso y ajeno. María y Elvira le
presionan.
-Llevo
cincuenta y cinco años en esta oscuridad y desesperanza. Me casé con tu padre
en 1945. Era un hombre alegre, guapo y gallardo.
Trabajaba en un hospital en Madrid y era un médico considerado. En esos años
fuimos felices, y en esa felicidad naciste tú. En 1951 tu abuelo César se
encerró. Su mujer, Luisa Tamaral, intentó vender el negocio, pero no fue
posible. Tu padre optó por venir, poner un consultorio médico en La Bañeza y
atender la bodega. César Colinas había hecho crecer la industria fundada por su
padre, pero cometió el error de hacer negocios con su hermano pequeño, Octavio,
que siempre fue un hombre conflictivo. Había pasado unos años en Francia, y
terminó pidiendo dinero a su padre para establecerse en Burdeos. César comenzó
a exportar vinos y aguardientes a Francia en importantes cantidades, siendo su
hermano el intermediario en las operaciones. La situación no duró mucho. En
unos meses Octavio había desaparecido y las demandas judiciales llegaban a
diario. Tu abuelo logró superar la situación pero el negocio ya nunca fue lo
que había sido. Luego, cuando Adriano se hizo cargo, hubo unos años de bonanza
con las ventas en La Rioja. Tu padre se encerró en 1978, hasta el otro día, que
lo sacamos muerto. Desde entonces he hecho lo que he podido. He mantenido viva
esta casa, si se pude llamar vida a lo que han guardado estos muros, el
negocio, mal que bien, está en marcha, y en el banco hay un modesto capital.
Hijo, tendrás que decidir qué se hace de tu herencia. Yo tengo 90 años de
trabajo y sufrimiento. Quiero morir en paz y a la luz. Yo no tengo sangre de
Isabel Llamazar.
-Pero
esto no se puede abandonar, -dice Elvira- es una labor más que centenaria… hay que
continuar…
- No
Elvira no, no seré yo quien pida a mi hijo que vuelva a esta casa. Siempre vi con buenos ojos su alejamiento. -Dice María- Para su padre fue un disgusto que no estudiase Medicina, pero yo me
alegré, y me alegré el día que se fue, y el día que terminó con los nombres
romanos y llamó a vuestro primer hijo Gaspar, como el bisabuelo de sangre
limpia. Vi la esperanza del fin del mal. En estos años mi única luz ha sido seguir
su carrera, leer sus publicaciones… No
seré yo quien te reclame a destinos de horror, hijo. Tú tendrás que decidir. Mi
labor terminó enterrando a tu padre. He querido seguir lo que él empezó, y
hacer su trabajo. Ahora está en tus manos la continuación de esta historia, de
la que te apartaste de joven.
Gaspar Colinas fue segundón de una familia
de labradores pudientes para lo que era la zona y el momento. Para alejarle de
la herencia el padre le dio estudios, y se hizo maestro. Obtuvo plaza en Benavente
y compatibilizó su trabajo en la escuela con las clases a los hijos de una
familia de terratenientes con título nobiliario. Con el tiempo llegó a ser el
administrador de esa familia, administración que le produjo algún dinero. Lo
empleó en comprar a su hermano mayor las tierras heredadas y muchas más que
este había adquirido durante unos años de bonanza en que vendió mucho vino a
Francia, entonces asolada por la filoxera. Cuando la plaga llegó al pueblo,
hacia 1890, el hermano no pudo hacer frente a la situación y vendió las
tierras. Gaspar, listo y bien asesorado, comenzó a plantar vides con pies
americanos y en unos años estuvo en disposición de iniciar la construcción de
la bodega con la que llegó a ser el mayor receptor de la uva producida en una
amplia zona. Isabel Llamazar fue una mujer hermosa a la que Gaspar conoció en
los carnavales de La Bañeza. Durante treinta y cinco años participó en la
aventura del marido, alegró su casa y le dio dos hijos. Después comenzaron las
invencibles tristezas, y en 1911 se encerró hasta su muerte, en 1919.
Aurelio mira la foto de su bisabuela. Esa
mujer de ojos claros y rasgos dulces es la autora de los versos que ha leído en
la habitación de su padre, en cuadernos con letra inglesa y flores disecadas.
La mujer que pretendió una descendencia de césares y dejó el reguero de
sufrimiento que él siente correr por sus venas.
Aurelio necesita saber cómo puede vivir un
hombre durante tantos años entre esas paredes, tragado por la casa, sin
alternativa, día tras día, hora tras hora; saliendo tan solo en las noches a girar
en ese círculo sin hierba que puede verse en el jardín trasero. Enseguida se da
cuenta de que su padre no ha estado ocioso ni ha abandonado su oficio. Ha permanecido
suscrito a un considerable número de revistas médicas, con las que ha mantenido
correspondencia y colaboración. En los primeros años parecía estar interesado
en temas siquiátricos, quizás buscando explicaciones a sus propios males. En los
escritos de esa época hace un exhaustivo análisis de su sintomatología y una
perfecta descripción de su estado. Este material, junto con las opiniones de
sus colegas al respecto, está recogido en varios archivadores con un título
genérico: “Ego”. Posteriormente parece
perder ese interés y su atención se abre hacia otras facetas del oficio. Aurelio
no puede comprender la diversidad de intereses y la curiosidad de este hombre
sin contacto directo con el mundo. Ya era un anciano cuando accedió, sin ayuda,
a la tecnología informática. Y llegó a tener bastante dominio. Internet fue
para él, sin duda, una inesperada liberación. El primer ordenador tiene la
memoria prácticamente agotada, y el segundo tiene archivos sorprendentes,
curiosos, como una amplia colección de fichas de insectos con fotografías,
clasificación taxonómica y firmes dibujos a pluma. Se supone que estos
animalitos entrarían por sus ventanas o los capturaría en los limitados paseos
nocturnos. Parece que algunos de los especímenes eran de reciente llegada a la
zona, por lo que se escribía con un entomólogo de Madrid interesado en nuevas
plagas. Muchos de estos archivos necesitaban para su creación el uso de
técnicas cuyo conocimiento asombra en una persona tan anciana. Otra sorpresa
para Aurelio ha sido descubrir una amplia producción literaria de su abuelo César,
de la que no tenía noticia, y que ha encontrado clasificada y ordenada por su
padre. Ha ojeado cuatro novelas, varios tomos con cuentos y relatos, y otros de
artículos y ensayos sobre viticultura y temas agrarios. También se ocupó de asuntos
médicos, y en concreto ha visto artículos sobre el paludismo, endemia de la
zona que él proponía combatir con la introducción de una especie americana de
peces comedores de larvas de mosquito. Hay ejemplares de un librito de relatos
publicado en León en 1930, y algunas revistas especializadas con artículos de
su abuelo. El resto de la obra parece estar inédita.
Aurelio se siente viejo. La jubilación ha
sido una liberación para él, que desde hace algún tiempo se sentía desilusionado
de su trabajo y de la condición humana en general. En realidad siempre se ha creído
un diletante, incapaz de profesionalizarse, de poner excesiva pasión en algo. La
laboriosidad de su padre y de su abuelo, dos enfermos recluidos entre paredes,
le tiene desconcertado. ¿De dónde sacaban el mínimo de ilusión necesaria para trabajar
a diario? ¿Qué pudo haberles movido?
-Aurelio
¿bajas a comer?
-Ahora
no puedo, madre. Di que me suban algo, por favor.
En ese momento Aurelio se detiene y
lentamente alza la vista hacia la anciana, que le mira desde la entrada con una
pena vieja y resignada, mientras en sus ojos apuntan dos lágrimas. Aurelio
siente el espanto de lo intuido. Se acerca vacilante a la ventana y mira al
mundo que renace. Tras unos momentos, calmado, camina hacia la puerta y la
cierra despacio.