Ayer sábado,
once de octubre, fue un día lluvioso de otoño madrileño. Comienzan ya a
imponerse los amarillos en el paisaje y las verjas se tiñen con el rojo de la
parra virgen. Comimos fuera con unos amigos y pasamos la tarde en casa de uno
de ellos, charlando de asuntos que hoy es difícil eludir: la asombrosa
improvisación de nuestros gobernantes en algo tan serio como la importación
del Évola y la repugnante compra de voluntades con las tarjetas opacas de Caja
Madrid. Un querido contertulio, hombre sentado, progresista, de izquierdas,
entre bromas y veras manifiesta una sorprendente reacción al fenómeno Podemos
tras su lectura del libro Conversación con Pablo Iglesias, de Jacobo Rivero. Concreta
su reacción en un – inaudito en él - apoyo al PSOE. Puede que sean muchas las
personas que reaccionen así en un futuro cercano, al irse dando cuenta de la
fuerza real, de las posibilidades reales de estos jóvenes políticos. La edad
nos va haciendo temerosos de la novedad y el cambio. Pero la situación es tan
alarmante que la catarsis se hace ineludible. Y con lo que ha llovido no es fácil
poner esperanzas en el PSOE.
Mi manía
de resistirme a la adopción de las nuevas tecnologías hasta no sentir la
necesidad de las mismas, hace que siempre me coja el toro. No tengo más remedio
que adoptar el dichoso wasap para comunicarme con mis hijos de las Américas, y
lo tengo que hacer ya.
Resisto
hasta las tres de la mañana esperando noticias, pero me acuesto sin ellas. El
domingo amanece húmedo y fresco. En el ordenador tengo noticia, emoción y
primera foto. Durante la madrugada -sábado en Bogotá - ha nacido mi nieto
Gabriel. Tengo la tranquilizadora certeza de que sus padres sabrán hacer de él
un niño feliz y un hombre honrado. Y tengo la esperanza de disfrutar algo de su
infancia.