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o era
previsible ese tiempo. Estábamos a finales de junio y el cielo parecía querer
darnos el agua que nos había negado en invierno y primavera. Al principio,
mientras trabajaron las máquinas, brilló el sol; la lluvia comenzó al aparecer
las primeras señales entre la tierra roja y los cantos rodados, e iniciarse la
excavación a mano en las cuadrículas que los arqueólogos delimitaron con sus
cuerdas. La hoya no tardó en anegarse y el agua buscó su alivio ladera abajo, hacia
La Pedregosa, esa tierra labrada por los hombres de mi familia desde que me
alcanza la memoria propia y la recibida.
Para
entonces, la niebla ya se había extendido por el pueblo. No era la temida
niebla del invierno, la que penetra en las casas hasta el último recoveco
sorteando esquinas y puertas cerradas, la niebla que moja las camas, pudre la
matanza, anega los pulmones de los viejos. No. Era una niebla distinta, un
hálito denso, un vaho invisible con olor a miedo añejo que emanaba de las
heridas del cerro y que se iba posando sobre las gentes, haciéndolas huidizas,
esquivas, prestas a trancar sus puertas.
Cesaron
las coplas de Elvira durante el barrido cotidiano de su puerta; la televisión de la señora Lina dejó de atronar
la calle con programas mañaneros; no se oían ya los golpes de las fichas del
dominó en la taberna del tío Juan, ni los cagoendiós de Manolo con la cabeza dentro del motor que se resiste a
funcionar, ni los buenosdías, ni las buenastardes, ni los condiós, ni los
taluegos. Solamente en el molino de Saturio - en el que sus nietos hicieron la
casa rural - se escuchaban las risas, los cánticos y la guitarra de los
estudiantes que trabajaban con el arqueólogo en la herida del cerro, a la
espera de que escampase, ajenos, inmunes, a los efectos de la niebla que descendía
de su obra.
Al
aminorar la lluvia las puertas se fueron abriendo a sombras furtivas que salían
de las casas y subían al cerro. Bajo los paraguas, un corro de atónitos rodea
la escara abierta ladera abajo del camino de los bacillares, en la pequeña
explanada del almendral de Exiquio. El agua ha lavado el terreno descubriendo el
escorzo tragicómico de la muerte. Silencio hondo del campo cruzado por el
chillido del alcaraván. Un gemido leve, de dolor viejo y guardado: María, La Quilina, mínima en su ancianidad, toma del barro una abarca de neumático y
la alza dirigiendo su brazo hacia la figura de la gabardina y el sombrero
oscuro. El corro de atónitos se va separando despacio. Quedan la anciana y el
hombre al que dirige su brazo, el hombre que va siendo arropado por el sargento y el alcalde, en
ese ballet repetido a través de los siglos.
ResponderEliminarTu ruralismo, que a veces se me hace lejano, en este caso se adapta al tema como un guante de cuero viejo.
Nada que añadir. Bravo.
Juan Manuel
Me pongo a contestar tu comentario mientras miro nevar por la ventana, esta buena televisión para el invierno de los viejos. A pesar del agua que cae con la nieve parece que los copos van logrando imponer su blanco. Así así está el partido. Yo, como lo tengo todo hecho, me inclino por la nieve y sus paisajes de postal. Como los niños. Ya veremos en qué queda.
EliminarRuralismo. Valoración de lo rural… Yo nací urbano y me eduqué urbano, y nunca he pretendido militancia en ruralismos. Sí he llorado y lloro la muerte de las culturas campesinas, pero no como propias, que en sentido estricto nunca lo han sido. Tengo lo rural a la altura de mis tatarabuelos, lo que en España es muy lejos. Se, sin embargo, que los veranos de mi infancia en la casa, en el espacio de esos tatarabuelos, conformaron mi paisaje fundamental; el recurrente durante toda nuestra vida, al que acudimos - como al mito - para explicar el mundo.
Parece que se impone el blanco.
Abrazo