sábado, 23 de mayo de 2015

El último viaje










Hospital de la Piedad. Benavente








La ventana de su cuarto de trabajo se asoma a una calle con dos hileras de árboles de troncos enormes y raíces superficiales que ondulan el pavimento. En verano se forma una bóveda verde y umbría y en invierno las ramas se dibujan serpenteantes y nudosas sobre el cielo gris. A ambos lados se suceden los edificios de las residencias de profesores y alumnos y al final la calle se abre al espacio verde que precede a las Facultades. Hace veinte años que Elías escribe junto a esa ventana; veinte años urdiendo en prosas y versos la nostalgia de exilado de su mundo, aunque no sepa ya cual es su mundo; veinte años quejándose de la poca vida que se ve vibrar al otro lado de los cristales, tan poca como en las cinco universidades en que trabajó durante los otros veinte años anteriores a estos. Pero entonces tenía la alegría de su mujer, que le movía a cambiar de sitio, aceptar mejores contratos, publicar y participar en la vida académica. Cuarenta años dedicados por Elías a tratar de comunicar a pasmados  jovencitos yanquis su pasión por gente tan exótica como el Arcipreste de Hita, Jorge Manrique o San Juan de la Cruz. Cuarenta años vividos en provisionalidad, en una perenne víspera de mudanza a no se sabe dónde. Y así le ha sobrevenido el anuncio de su jubilación.
Ha sido una mañana de discursos, loas floridas, medallas, pergaminos y gaudeamus que Elías no ha sentido como fin ni como inicio de nada, tan solo como parte de su temporalidad. Durante una semana ha estado metiendo libros y papeles en cajas en las que ha puesto, de forma casi automática, una dirección apenas meditada, la misma que ha puesto en la maleta que lleva veinte años en el hall. Tiempo en el que no ha podido apartar de su cabeza el recuerdo de aquel día, en aquel viaje que cambió su vida.
 Elías cree que ya solo queda coger ese barco, camino del principio.

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En mayo de 1887 Tirso Criado, arriero de Tabladillo, afincado en Santa Colomba de Somoza, inicia el que ha decidido que sea su último viaje con la recua. Su habilidad y sus muchos años de trajín entre Vigo y Madrid le han hecho relativamente rico. Supo darse cuenta a tiempo del significado del ferrocarril y hoy ya tiene en marcha una organización para el trasporte en tren de pescado fresco y su almacenaje y distribución en Madrid. Su hijo mayor, Lorenzo, dirige el tinglado en la capital. El segundo, León, lo hace en Galicia. Desde la muerte de la esposa su hija Irene se ocupa de la casa de Santa Colomba y de la ya precaria hacienda del pueblo, que fundamentalmente ha consistido en la cría de los mejores machos de la región, unos soberbios animales obtenidos de yeguas francesas y asnos zamoranos, capaces de hacer cuarenta kilómetros diarios con ciento ochenta kilos sobre las albardas durante ocho o nueve meses al año. Tirso tuvo el capricho de que su hijo pequeño, Elías, estudiase. Le llevó a Astorga y le puso al cuidado y pupilaje de un canónigo al que ha tenido bien pagado y regalado. El padre ha decidido que le acompañe en este su último viaje con la recua hasta Benavente, y que después prosiga viaje a Madrid con otros arrieros. Su idea es que se vaya preparando para hacerse cargo de la parte administrativa y contable del negocio.





Hace tiempo que Tirso no tiene necesidad de hacer este trabajo, pero los muchos años de caminar le hacen difícil el permanecer todo el año en la casa cuidado por la hija, y echa de menos los avatares de la ruta y los trapicheos del trajín. Tirso ya no se llega a Madrid; sube a Galicia, carga congrio cecial, bacalao, sardina salada de los catalanes, escabeche de besugo y algún barril de ostras, y baja hasta La Bañeza, sigue por la orilla derecha del Órbigo, lo cruza en la barca de Pobladura y termina su viaje en Benavente; vendiendo su producto a antiguos clientes en esta zona aún no servida por el ferrocarril. Al regreso, carga a sus machos con aceite y pimentón de La Vera que le lleva a Benavente un paisano que sube de Extremadura. Productos que Tirso transportará para los socios gallegos que elaboran los escabeches.

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La venta de la Vizana está situada junto al viejo trazado de la cañada que bajaba de Babia y junto al puente por el que el ganado cruzaba el Órbigo, y que fue volado en 1808 por las tropas inglesas perseguidas por Napoleón. Las barbaridades de estos dos ejércitos en los pueblos de la zona aún se cuentan en los filandones locales.
La larga línea de la recua de Tirso se estira tras la esquila del delantero, y llega a la venta por el camino de Alija mediada la tarde. Son doce machos y los de silla, cargados con los fardos de cecial, de bacalao, los toneles de los escabeches y los barriles de sardinas. Ya ha dejado mucha mercancía en La Bañeza y los pueblos de la vega del Órbigo, por lo que los animales van más descargados. Entra la hilera en el patio y comienza la labor de descargar, estibar la mercancía en los cobertizos, observar y curar rozaduras en las bestias, inspeccionar herraduras, disponer agua y pienso… Tres muleros, dos somozanos y un gallego, sirven a Tirso en su recua. Trabajan con eficacia bajo las órdenes y la atenta mirada del maragato, que, parco en palabras, manda más con gestos. El padre mantiene a Elías al margen de estos trabajos; su formación es para otros menesteres.
Los hombres comen tocino; lo sujetan con el pulgar sobre la rebanada de pan y van cortando trozos con la navaja. Esperan las sopas que cuecen en la trébede, al rescoldo del sarmiento. La cocina tiene impregnados los olores del hollín y del sebo; los hombres aportan el propio del sudor rancio unido al que se les pega de las bestias, del pescado seco, del vinagre de los escabeches, de la grasa y el cuero de los arreos. La náusea impide a Elías comer. El muchacho recuerda cómo su madre y su hermana sabían crear una frontera entre los olores de las cuadras y los almacenes con la casa, en la que se respiraba la limpieza del membrillo y el espliego de los armarios,  la cera de los muebles, la tierra regada antes de barrer, o  los estimulantes vapores del cocido del mediodía.
—Tronchaenteras anda amagado por Carpurias. Ha asaltado a varios viajeros de buena bolsa en los últimos días. Vayan ustedes con ojo. — Avisa el ventero. Un afilador orensano corrobora la información. Tirso cruza una mirada con otros dos maragatos presentes y los tres salen al patio.
Con los primeros atisbos del alba los machos están cargados y la recua sale en dirección a Coomonte. Tirso tiene la intención de pasar por varios pueblos en que tiene clientes, y no quiere llegar tarde a Benavente.
La experiencia de los arrieros ha previsto el sitio donde salta el grito: — ¡Alto! — Como la recua sigue caminando el bandolero dispara al bulto falso sobre el primer macho de silla. Los animales, espantados, inician un alborotado galope. Un silbido, a espaldas de Tronchaenteras, para en seco al macho de punta, que detiene a la recua. El bandolero, al girarse, se encuentra con los cañones de la escopeta de Tirso; el amago con el arma provoca el disparo que le destroza la cabeza. En la caída del cadáver el arma golpea en el suelo y se dispara, alcanzando al maragato en el vientre. El resto de los asaltantes son abatidos por los muleros y los otros arrieros, que esperaban emboscados.
Tres días después Tirso muere en el Hospital de la Piedad, en Benavente. Los médicos no han podido controlar la septicemia.

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El carácter, y quizás la formación, han hecho a Elías incompatible con sus hermanos. Le es difícil admitir lo que ellos llaman  "el sentido práctico que exige el negocio"; y que al muchacho le parece una  laxitud ética que en su padre podía justificar por la enorme dureza de su vida, pero no en sus hermanos. Elías trabaja para Lorenzo como un simple empleado, sin involucrarse en responsabilidades que no es capaz de asumir. Estudia en la facultad de letras y en el mundo académico centra su vida. En 1893 termina la carrera, pero continúa en la facultad como profesor, desvinculándose laboralmente de los hermanos, a los que cede el negocio a cambio de la propiedad de la casa de Santa Colomba.
En 1894 conoce a la que será su mujer, una joven estadounidense que trabaja en la embajada de su país en Madrid; ese mismo año marcha con ella a los Estados Unidos.

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Elías está sentado en la solana de su casa de Santa Colomba, donde al andar por los pasillos siente el roce y el frufrú de las sayas de su madre. La casa sigue alzándose orgullosa entre las inmediatas cubiertas de cuelmo de las chozas de los labradores somozanos. La arriería ya no existe, pero las casas maragatas han seguido recibiendo el dinero de los comerciantes de Madrid o Galicia. Es el mes de mayo de 1934, la situación social de España es límite, pero Elías se siente sosegado entre las flores con que su hermana llena la solana. Por primera vez en su vida ha guardado la maleta.