Hospital de la Piedad. Benavente |
La
ventana de su cuarto de trabajo se asoma a una calle con dos hileras de árboles
de troncos enormes y raíces superficiales que ondulan el pavimento. En verano
se forma una bóveda verde y umbría y en invierno las ramas se dibujan serpenteantes
y nudosas sobre el cielo gris. A ambos lados se suceden los edificios de las
residencias de profesores y alumnos y al final la calle se abre al espacio verde
que precede a las Facultades. Hace veinte años que Elías escribe junto a esa
ventana; veinte años urdiendo en prosas y versos la nostalgia de exilado de su
mundo, aunque no sepa ya cual es su mundo; veinte años quejándose de la poca
vida que se ve vibrar al otro lado de los cristales, tan poca como en las cinco
universidades en que trabajó durante los otros veinte años anteriores a estos.
Pero entonces tenía la alegría de su mujer, que le movía a cambiar de sitio,
aceptar mejores contratos, publicar y participar en la vida académica. Cuarenta
años dedicados por Elías a tratar de comunicar a pasmados jovencitos yanquis su pasión por gente tan exótica
como el Arcipreste de Hita, Jorge
Manrique o San Juan de la Cruz. Cuarenta
años vividos en provisionalidad, en una perenne víspera de mudanza a no se sabe
dónde. Y así le ha sobrevenido el anuncio de su jubilación.
Ha
sido una mañana de discursos, loas floridas, medallas, pergaminos y gaudeamus que
Elías no ha sentido como fin ni como inicio de nada, tan solo como parte de su
temporalidad. Durante una semana ha estado metiendo libros y papeles en cajas en las que ha puesto, de forma casi automática, una dirección apenas meditada, la
misma que ha puesto en la maleta que lleva veinte años en el hall. Tiempo en el que no ha
podido apartar de su cabeza el recuerdo de aquel día, en aquel viaje que cambió
su vida.
Elías cree que ya solo queda coger ese barco, camino
del principio.
*****
En
mayo de 1887 Tirso Criado, arriero
de Tabladillo, afincado en Santa Colomba de Somoza, inicia el que
ha decidido que sea su último viaje con la recua. Su habilidad y sus muchos
años de trajín entre Vigo y Madrid le han hecho relativamente rico.
Supo darse cuenta a tiempo del significado del ferrocarril y hoy ya tiene en
marcha una organización para el trasporte en tren de pescado fresco y su
almacenaje y distribución en Madrid.
Su hijo mayor, Lorenzo, dirige el tinglado en la capital. El segundo, León, lo
hace en Galicia. Desde la muerte de la esposa su hija Irene se ocupa de la casa
de Santa Colomba y de la ya precaria
hacienda del pueblo, que fundamentalmente ha consistido en la cría de los
mejores machos de la región, unos soberbios animales obtenidos de yeguas
francesas y asnos zamoranos, capaces de hacer cuarenta kilómetros diarios con
ciento ochenta kilos sobre las albardas durante ocho o nueve meses al año.
Tirso tuvo el capricho de que su hijo pequeño, Elías, estudiase. Le llevó a Astorga y le puso al cuidado y pupilaje
de un canónigo al que ha tenido bien pagado y regalado. El padre ha decidido
que le acompañe en este su último viaje con la recua hasta Benavente, y que
después prosiga viaje a Madrid con otros arrieros. Su idea es que se vaya preparando
para hacerse cargo de la parte administrativa y contable del negocio.
Hace tiempo que Tirso no tiene necesidad de
hacer este trabajo, pero los muchos años de caminar le hacen difícil el
permanecer todo el año en la casa cuidado por la hija, y echa de menos los
avatares de la ruta y los trapicheos del trajín. Tirso ya no se llega a Madrid; sube a Galicia, carga congrio
cecial, bacalao, sardina salada de los catalanes, escabeche de besugo y algún
barril de ostras, y baja hasta La Bañeza,
sigue por la orilla derecha del Órbigo,
lo cruza en la barca de Pobladura y
termina su viaje en Benavente;
vendiendo su producto a antiguos clientes en esta zona aún no servida por el
ferrocarril. Al regreso, carga a sus machos con aceite y pimentón de La Vera que
le lleva a Benavente un paisano que
sube de Extremadura. Productos que
Tirso transportará para los socios gallegos que elaboran los escabeches.
*****
La venta de la Vizana está situada junto al viejo trazado de la cañada que bajaba de Babia y junto al puente por el que el
ganado cruzaba el Órbigo, y que fue
volado en 1808 por las tropas inglesas perseguidas por Napoleón. Las
barbaridades de estos dos ejércitos en los pueblos de la zona aún se cuentan en
los filandones locales.
La
larga línea de la recua de Tirso se estira tras la esquila del delantero, y
llega a la venta por el camino de Alija
mediada la tarde. Son doce machos y los de silla, cargados con los fardos de
cecial, de bacalao, los toneles de los escabeches y los barriles de sardinas.
Ya ha dejado mucha mercancía en La
Bañeza y los pueblos de la vega del Órbigo,
por lo que los animales van más descargados. Entra la hilera en el patio y
comienza la labor de descargar, estibar la mercancía en los cobertizos, observar
y curar rozaduras en las bestias, inspeccionar herraduras, disponer agua y
pienso… Tres muleros, dos somozanos y un gallego, sirven a Tirso en su recua. Trabajan
con eficacia bajo las órdenes y la atenta mirada del maragato, que, parco en
palabras, manda más con gestos. El padre mantiene a Elías al margen de estos
trabajos; su formación es para otros menesteres.
Los
hombres comen tocino; lo sujetan con el pulgar sobre la rebanada de pan y van
cortando trozos con la navaja. Esperan las sopas que cuecen en la trébede, al
rescoldo del sarmiento. La cocina tiene impregnados los olores del hollín y del
sebo; los hombres aportan el propio del sudor rancio unido al que se les pega
de las bestias, del pescado seco, del vinagre de los escabeches, de la grasa y
el cuero de los arreos. La náusea impide a Elías comer. El muchacho recuerda cómo
su madre y su hermana sabían crear una frontera entre los olores de las cuadras
y los almacenes con la casa, en la que se respiraba la limpieza del
membrillo y el espliego de los armarios, la cera de los muebles, la tierra regada
antes de barrer, o los estimulantes vapores del cocido del mediodía.
—Tronchaenteras
anda amagado por Carpurias. Ha
asaltado a varios viajeros de buena bolsa en los últimos días. Vayan ustedes
con ojo. — Avisa el ventero. Un afilador orensano corrobora la información.
Tirso cruza una mirada con otros dos maragatos presentes y los tres salen al
patio.
Con
los primeros atisbos del alba los machos están cargados y la recua sale en
dirección a Coomonte. Tirso tiene la
intención de pasar por varios pueblos en que tiene clientes, y no quiere llegar
tarde a Benavente.
La
experiencia de los arrieros ha previsto el sitio donde salta el grito: — ¡Alto!
— Como la recua sigue caminando el bandolero dispara al bulto falso sobre el
primer macho de silla. Los animales, espantados, inician un alborotado galope.
Un silbido, a espaldas de Tronchaenteras, para en seco al macho de punta, que
detiene a la recua. El bandolero, al girarse, se encuentra con los cañones de
la escopeta de Tirso; el amago con el arma provoca el disparo que le destroza
la cabeza. En la caída del cadáver el arma golpea en el suelo y se dispara,
alcanzando al maragato en el vientre. El resto de los asaltantes son abatidos
por los muleros y los otros arrieros, que esperaban emboscados.
Tres
días después Tirso muere en el Hospital
de la Piedad, en Benavente. Los
médicos no han podido controlar la septicemia.
*****
El
carácter, y quizás la formación, han hecho a Elías incompatible con sus
hermanos. Le es difícil admitir lo que ellos llaman "el sentido práctico que exige
el negocio"; y que al muchacho le parece una laxitud ética que en su padre podía justificar por la
enorme dureza de su vida, pero no en sus hermanos. Elías trabaja para Lorenzo como un simple empleado,
sin involucrarse en responsabilidades que no es capaz de asumir. Estudia en la
facultad de letras y en el mundo académico centra su vida. En 1893 termina la
carrera, pero continúa en la facultad como profesor, desvinculándose
laboralmente de los hermanos, a los que cede el negocio a cambio de la
propiedad de la casa de Santa Colomba.
En
1894 conoce a la que será su mujer, una joven estadounidense que trabaja en la
embajada de su país en Madrid; ese
mismo año marcha con ella a los Estados
Unidos.
*****
Elías
está sentado en la solana de su casa de Santa
Colomba, donde al andar por los pasillos siente el roce y el frufrú de las
sayas de su madre. La casa sigue alzándose orgullosa entre las inmediatas
cubiertas de cuelmo de las chozas de los labradores somozanos. La arriería ya
no existe, pero las casas maragatas han seguido recibiendo el dinero de los
comerciantes de Madrid o Galicia. Es el mes de mayo de 1934, la situación
social de España es límite, pero Elías se siente sosegado entre las flores con
que su hermana llena la solana. Por primera vez en su vida ha guardado la maleta.