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decían en un susurro, la mirada de reojo y apurando el paso: —es la casa de los
protestantes-. No recuerdo haberla visto abierta, en mi memoria ha sido siempre
una casa cerrada, tampoco recuerdo haber visto a ninguno de sus habitantes. Pero ese actuar de la gente del pueblo, unido
a la capacidad de sugerir misterio y prohibición que por aquel entonces podía
tener el sustantivo protestante, eran suficiente acicate para disparar la
fantasía del niño, del niño urbano para el que las vacaciones en el pueblo eran
continuo descubrimiento de otras realidades.
Puede que el poder
sugeridor que ese sustantivo tenía para el niño haya mantenido en mí una
curiosidad por la heroica, dura y poco fructífera aventura de los predicadores
luteranos en España. Siempre me atrajo la figura de George Borrow, aquel don Jorgito el inglés, el colportor que aprendió el caló en campamentos gitanos de
su tierra y que llegó a España con sus biblias en 1835. Su visión de nuestro
país ya había seducido a muchos, y en particular a don Manuel Azaña, que nos tradujo La Biblia en España.
Al rey desvelado le
leyeron el Libro de las memorias de las cosas… y Jesús Fernández Santos ganó el premio
Nadal de 1970 con su novela sobre la predicación protestante de la familia
inglesa de Eduardo T. Turrall en el
duro León de la posguerra. Entre los rojos de las tapias del Páramo y los de
las arcillas cocidas por los alfareros de Jiménez
de Jamuz, donde sitúa su relato, don Jesús nos trazó una historia urdida
con creencias ultraterrenas y pasiones humanas; como suelen ser las historias
de los hombres. Mi vinculación con esa tierra me acerca a la novela. Quizás también me acerca el hecho de que el novelista fuese vecino del
madrileño barrio de Chamberí, donde yo nací; y que utilizase como fuente de
información la capilla de los Hermanos
allí existente, en la calle de Trafalgar, cerca del Hospital de San José de la hoy calle de Eloy Gonzalo, donde mi
bisabuelo Nicolás —enterrado en Pobladura
del Valle— ejercía como médico cuarenta años antes.
Parece ser que el primer
protestante de Pobladura fue Matías
Cordero Juárez (1888—1978), convertido hacia 1932 por las prédicas en
Benavente del misionero inglés Arturo
Shallis. Matías fue hijo de Manuel
Cordero Cano y María Juárez Valverde
(1862—1950). Si como mi primo Miguel Ángel asegura —tras el pertinente
análisis documental—todos los Juárez de Pobladura descendemos de Andrés Juárez, de Barcial del Barco, que a principios del siglo XVIII llegó a
Pobladura para casarse con Isabel López,
servidor es pariente de esta María
Juárez Valverde y de todos sus descendientes.
Matías
Cordero Juárez casa con Úrsula Maniega y tienen siete hijos. Uno de ellos es Nicolás Cordero Maniega (1896—1967),
guardia civil, que casa con Asunción del
Campillo Alonso. De este matrimonio es hijo Miguel Cordero del Campillo, nacido en 1925, reputado catedrático
de veterinaria, senador independiente en el periodo constitucional, que se opuso
a la inclusión de Dios en el texto de la Constitución alegando el segundo de
los mandamientos, y enfrentándose a los aún poderosos representantes del
nacionalcatolicismo.
Don Miguel Cordero del Campillo ha escrito una semblanza de otro
veterinario: Audelino González Villa (1901—1984),
personaje fundamental en la historia de los luteranos en León, que fue perseguido
con saña por la dictadura. Don Audelino también se singularizó por la defensa
de otro ilustre veterinario leonés: Félix
Gordón Ordás (1885—1973), republicano, liberal, enemigo de socialistas y
comunistas, creador de Unión Republicana, ministro de industria y comercio en
1933, diputado entre 1931 y 1933, embajador en Méjico en 1936 y presidente de
la República en el exilio en 1951.
Entre el caserío de
Jiménez de Jamuz aún se mantiene en pie lo que fue “El Culto". Es
como un dado de paredes ocres, rematado por una pequeña cúpula deslucida por el
tiempo.