martes, 13 de marzo de 2018

La Casa del Gallo


















A la inusitada llegada de Nicolás todos los muertos han querido asomarse, curiosos y fugaces, por las cristaleras que cierran el corredor de la planta alta. Unos le son conocidos, otros menos, otros nada, y más que reconocerlos los intuye. Unos son antiguos habitantes de la casa, connaturales a ella, otros son anteriores y se acogen a este recinto en el que aún se guarda algún jirón de su existencia. No le esperaban por estas fechas y su presencia ha alterado el manso resbalar de esas sombras sobre los muebles, los cuadros, los libros, las fotografías; ha trastornado su reposada cotidianidad al recorrer las habitaciones, abrir los armarios o leer documentos arrinconados. No es que él les moleste, todo lo contrario, es sorpresa y es esperanza lo que Nicolás adivina en la inquietud de las sombras. Demasiada esperanza. Y también hay, como no, rubor al sentirse observados en los retratos, en las cartas y papeles que sacan a la luz su humanidad sepia y olvidada.

No termina de tener claro qué es lo que le ha traído a la casa en esta época, en este invierno extraño en que a días de hielo con un viento que entra por todas las rendijas y se cuela hasta el alma, le siguen mañanas de sol primaveral en las que, desde el mirador del despacho, ve a los viejos apostarse en la solana de la plaza, a calentarse los huesos, juntos, en silencio, las manos en la cachava, los ojos y la memoria dios sabe dónde. A Nicolás le asusta relacionar su propia vejez con la llegada a la casa. La realidad es que cada día se siente más achacoso; le duele la espalda y el cuello y las manos; las manos le duelen dedo a dedo, a nada que haga, a nada que las use. Y últimamente ha creído sentir avisos de importancia, una presencia hasta ahora desconocida: ha sentido, siente, su corazón; y al acostarse esa presencia se hace más notable, es un desacompasado golpeteo que incluso le parece oír. Y hay otra dolencia quizás peor: hace tiempo que ve cómo se le va llenando el alma de indiferencia y apatía.

No tiene razones claras pero aquí está, en el que fue despacho de su padre y sus abuelos, hurgando entre papeles que nunca antes le habían interesado, recorriendo las habitaciones de la interminable casa, cada una con su pequeña historia recibida de la familia, de los empleados o del pueblo. Desde hace años solo pasaba aquí unos días entre los meses de septiembre y octubre, y escapaba a Madrid tan pronto sentía los primeros fríos.

Siempre fueron los Gallos, y algunos hicieron por justificar el apodo. Esta fue siempre la Casa del Gallo, y un gallo se ve en la clave del arco adintelado de la puerta, desde que su abuelo Quirce lo mandó esculpir al construir la casa en 1917.

No sabe si fue el primero, pero quizás el gallo mayor fue su bisabuelo Dalmacio Valdueza, la sombra menos tímida y fugaz de cuantas ahora observan expectantes su presencia en la casa; un maragato que emigra a La Argentina con dieciocho años, en 1868, a la provincia de Río Negro, en la Patagonia, donde solía concentrarse la emigración leonesa. Allí comienza a trabajar en la pulpería de un paisano de Val de San Lorenzo, y pronto su  instinto trajinero le lleva a hacerse con un carromato con el que repartir mercaderías entre las aisladas chacras y haciendas. En unos años ya tiene varias pulperías propias y una red de distribución y venta por la comarca. En 1898 dispone de un capitalito que le permite pensar en la posibilidad de regresar a su tierra, lo que unido a un asunto del que a Nicolás solo le ha llegado confusa noticia, le hacen liquidar sus propiedades y embarcarse hacia España con su mujer y sus hijos. Se instala en León, donde abre una tienda de ultramarinos. De nuevo su sentido comercial y sobre todo su natural algo o mucho trapacero, le hacen ver la oportunidad de comprar por tres perras las viñas destruidas por la filoxera, que ya se ha extendido por la zona. Compra tierras en el Páramo y en el Bierzo, y con un locomóvil que trae de Inglaterra arranca las cepas de raíz y las replanta con pies americanos que injerta con las variedades locales. Nicolás llegó a ver lo que quedaba de aquel enorme trasto que despertaba sus fantasías infantiles, una montaña de hierro y telarañas que se oxidaba en un pajar. A su muerte en 1930 Dalmacio es uno de los mayores productores de vino de la región y tiene tiendas de ultramarinos en todos los pueblos importantes de la provincia.

Este es el origen de la fortuna de la familia, el origen del dinero de los Gallos, sobre el que la oralidad popular ha creado, como suele ocurrir, versiones bastante más interesantes que la siempre tozuda y repetitiva  realidad.


*****


Los viejos van subiendo la cuesta del cotarro hacia las ruinas del convento. Caminan bajo los entrelazados muñones de los plátanos que fueron sustituyendo a los negrillos vencidos por la grafiosis; aún queda alguno, enorme y poderoso, con el tronco encalado, empeñado en reverdecer cada primavera. La mañana está fría y húmeda. A José le ha costado salir de casa; hace ya tiempo que se le hace pesado este paseo de los jueves escuchando el monotema de Emilio, su salmodia sobre el anticlericalismo hispano; tiene ya dos libros sobre el asunto y sigue dándole vueltas. Pero a José ya se le hace pesado todo; es consciente de que no aguanta nada ni a nadie, de que su carácter se agria. También le retrae el saber que al llegar al convento les esperará algún nuevo disgusto: será el avance de la ruina, las plementerías que van cayendo dejando las nervaduras dibujadas en el cielo, o los continuos robos que nadie parece interesado en detener, o esas absurdas pintadas de los jovencitos sobre los más sutiles elementos constructivos, o los montones de escombros que van vertiendo los chapucistas. Hace más de medio siglo que José comenzó su lucha por conseguir algún grado de protección para estos restos conventuales que la desamortización llevó a manos privadas y a la ruina. Hoy, la protección existe sobre el papel. Sacaron a las ovejas que por entonces dormían en la iglesia y pusieron una valla cercando el conjunto, pero ya está caída y nadie se ha vuelto a preocupar por estas piedras medievales.

Pasa del mediodía cuando bajan la cuesta del cotarro. Parece que hace menos frío. Algún rayo de sol logra penetrar los grises poniendo algo de color a la mañana. Al fondo, humea la ciudad somnolienta.

Ambrosio les sale al encuentro. Es un anciano mínimo, con una barba incontrolada y unos disparados pelos blancos escapando de su sombrero. Fue profesor de latín en el Instituto y hoy entretiene su tiempo tratando de poner orden en algunos archivos olvidados y escribiendo en octavas reales interminables odas que nadie lee. Un osado aventurero por el mundo de los libros y habitual contertulio del Jardín de Epicuro, amante de ese mundo sin aspavientos. Ambrosio se acerca a sus amigos con pasos titubeantes, adelantando una mano trémula que parece querer hablar antes que su boca.

—Buenos, buenos días. Supongo que os acordáis de que hoy comemos con Nicolás, me ha llamado hace un rato para recordármelo.

—Buenos días, Ambrosio —dice José—. Sí, a mí también me ha llamado esta mañana temprano. He intentado convencerle de que comiésemos fuera, pero no, quiere que sea en su casa. Con lo poco que me gusta esa casa.


*****


Tras el dintel del gallo la penumbra del hall con arrimaderos de azulejos modernistas, damero en el suelo, oscuro artesonado, y aspidistras en tiestos de azules y amarillos talaveranos. A José se le encoge el ánimo, desearía encender luces y abrir ventanas que oreen los tufos a tiempo viejo que se enreda en la oscuridad de esos rincones. La luz sur del comedor alegra algo la solemnidad rancia de la casa. La doncella, anciana y temblorosa, cofia, bata negra y delantal de almidonados vuelos, amenaza verter la sopera sobre el hombro de cada comensal.

Los viejos comentan lo urdido por la fantasía popular sobre los  Gallos y sus dineros, les llama la atención el nuevo e inusitado interés que muestra Nicolás por sus ancestros.

  —Nunca había oído nada de esa relación que comentas entre vuestro capital y la compra de viñas filoxéricas. La plaga fue un asunto traumático, sobre todo en el Bierzo; dejó a muchos jornaleros sin trabajo y fue origen de bastante emigración. Es curioso que no se haya incorporado esa faceta al imaginario popular.— Dice Emilio.

—Ese imaginario —apunta José— de lo que más se ha nutrido es de las actividades de tu bisabuelo y de sus hijos como prestamistas. Esa es la base de todas las leyendas y sambenitos que os han adjudicado.

—Dalmacio tuvo alguna actividad de ese tipo, creo, pero quien más se dedicó a eso fue uno de sus hijos, Adrián, hermano de mi abuelo Quirce. Supongo que de él parte la fama de usureros generalizada a toda mi familia. Pero quizás quien más datos tenga sea Ambrosio, que ha hurgado más que yo en los archivos.

—Sí —dice Ambrosio—, Adrián ejerció de prestamista en toda la provincia, llegó a ser un pequeño banquero. Prestaba a los labradores que esperaban la cosecha que podía llegar o no llegar; y cuando no llegaba o llegaba escasa, los bienes en garantía cambiaban de amo. La historia de siempre. Yo conocí la casa que se hizo Adrián, a prueba de robos, un auténtico fortín lleno de artilugios para controlar entradas y salidas. En ese oficio es más fácil tener enemigos que amigos, y es de imaginar que por ahí anda la causa de su asesinato en agosto de 1936, y no como se ha dicho sus ideas políticas, que eran bastante cercanas a las de los sublevados.

La tarde cae lenta tras los visillos. Los ancianos siguen rebuscando en sus recuerdos y en lo recibido de la oralidad familiar y popular, contrastándolo con lo que escuchan al último representante de la saga de los Gallos, que disecciona su historia con total desapego.

—De mi abuelo Quirce, el constructor de esta casa, todos tendréis alguna memoria viva, pues murió en 1965. Si mi bisabuelo fue un mercachifle algo trapacero y muy trabajador, y su hijo Adrián un usurero, mi abuelo fue un vividor sin el menor interés por los negocios familiares, atento tan solo a gastarse los cuartos que producían las actividades de su padre y hermano. Pero el sino fue que se casase con mi abuela Remedios, que era todo lo contrario. Durante muchos años esta mujer administró la hacienda familiar y la amplió considerablemente con acertadas inversiones, mientras trataba de controlar a su incontinente marido. Recordaréis su imagen delgada, de negro, con velo y devocionario camino de la iglesia. Yo sigo viéndola en ese despacho gestionando sus negocios, con aquella mirada que hacía tartamudear a la gente. Me daba miedo. Nunca recibí el menor maltrato de ella, tampoco muchas caricias, esa es la verdad, pero su imagen y su adustez me asustaban. Fue hija de una familia humilde, de un carpintero gallego empeñado en que su niña progresase. La mandó a Madrid, a casa de una hermana, y allí estudió música y llegó hasta la Escuela Normal, mucho para su tiempo. Y allí también conoció a mi abuelo, un simpático juerguista que supo cautivarla. Quizás fue la sensatez de Remedios lo que llamó la atención de Quirce, puede que buscando inconscientemente aquello de lo que él carecía.

—Estoy viendo a tu abuela Remedios cuando visitaba el colegio. Era “la señora benefactora”, y todo eran reverencias y zalamas. Sí, era una presencia que daba miedo a los niños y a los no tan niños.— Recuerda José.

—Yo —dice Emilio— guardo la imagen de aquella figura negra que se levantaba en la iglesia imponiendo su presencia, y ascendía lenta hacia el ambón de las lecturas. No cabe imaginar mayor silencio. Allí desaparecían curas y monaguillos, solo existía la figura poderosa, la voz reposada y el levantar la mirada durante los amplios silencios que parecían depositarse sobre una concurrencia boquiabierta. Después era el descenso solemne hasta su reclinatorio en el lado de las mujeres. El mundo tardaba en volver a girar.

—Pues de Quirce, en cambio, todos los recuerdos son leves. Era todo alegría. Parecía vivir para hacer del mundo una fiesta, y la gente le quería. Creo que le quería incluso su mujer, a pesar de sus desmanes. Con él todo eran risas y regalos. Dos mundos muy distintos conviviendo en esta casa durante los periodos en que mi abuelo no estaba en alguno de sus continuos viajes.

—Tu abuelo también tuvo una hermana, creo… recuerdo alguna historia…

—No, mi abuelo solo tuvo un hermano, Adrián, del que os he hablado. Supongo que te refieres a mi tía Inés, la única hermana de mi padre. Desapareció a poco de nacer yo. Aún está arriba su cuarto tal y como ella lo dejó, después de casi ochenta años nadie lo ha usado, una especie de temor reverencial parece haber protegido esa habitación. He buscado entre los papeles de mi tía datos que me completasen su imagen. Poco he encontrado, es indudable que a su desaparición se destruyó lo que molestaba. Mirad, en esa foto está con su madre, debe de ser el año treinta y cuatro o treinta y cinco; como veis se parecían mucho. Inés aprendió piano y solfeo con don Elías Huerga, aquel organista de la catedral que quizá recordéis. Estudió letras en Salamanca y después pasó un tiempo en París, no sé bien por qué motivo. Parece ser que poco antes de la guerra mi abuelo contrató a un joven pintor que había venido a hacer restauraciones en la catedral, quería que diese clases de dibujo a su hija. Es de suponer que en el treinta y seis el joven fuese movilizado, pero no tengo la menor noticia. El caso es que Inés estuvo encerrada en esta casa desde el inicio de la guerra hasta su inexplicable desaparición el año cuarenta y uno. Tan solo he oído de alguien que dijo haberla visto subir a un tren. Ninguna noticia más. Simplemente desapareció. En ese cuarto de ahí arriba hay decenas de acuarelas y dibujos retratando a un joven con uniforme militar o con bata blanca, paleta y pinceles. También está retratado en los márgenes de algunas partituras, junto a fragmentos subrayados. A los empleados y al rumor popular he oído hablar del amor y de una inmensa pena en Inés. A nadie de la familia he escuchado nada al respecto.

—Mi madre conoció a tu tía, debieron de ser algo amigas, me contó la historia adobada con la cruel oposición de la madre a la relación con el pintor.— Dice Emilio.

—Nunca me habló de ello, pero creo que la desaparición de su hermana afectó mucho a mi padre; esto y la mala relación de mi madre con su suegra debieron ser las razones por las que pasamos tantos años alejados de esta casa.

— ¿Has indagado sobre lo que pudo ser de tu tía?— Pregunta José.

—Algo he hecho, pero nunca logré saber nada. Y en la familia todo ha sido silencio.

— ¿Y sobre el pintor, has investigado?

—Sí, y también sin resultado. Es sorprendente, pero no ha quedado el menor rastro de esa persona. En realidad no conozco ni su nombre completo. Ambrosio ha buscado también en la catedral, donde parece ser que trabajó, y tampoco ha encontrado nada.

—Así es. En los archivos no hay el menor rastro de ese restaurador. Es algo extraño, desde luego.

—En el momento de la sublevación militar del treinta y seis mi padre vivía en Madrid, donde estudiaba Medicina. Fue movilizado y destinado a sanidad, pasando por distintos hospitales de sangre según el desarrollo de la guerra. En uno de estos hospitales conoció a mi madre, una enfermera galesa llegada con las Brigadas Internacionales. Como podéis imaginar, al finalizar la guerra ambos tuvieron serias dificultades. Mi madre, que ya conocía a mi padre, se negó a irse en la retirada de las Brigadas en el treinta y ocho, y en agosto del treinta y nueve fue encarcelada. Mi padre fue llamado de nuevo a filas para cumplir el servicio militar en el ejército victorioso. El abuelo Quirce, con su gracejo y sus buenas amistades entre los vencedores, movió los resortes que bien conocía y consiguió traerse a la pareja a la Casa del Gallo. Unos meses después nací yo, aquí, en esta casa que tanto le gusta al amigo José. Entre mi madre —marxista teórica— y mi abuela, la relación fue difícil. Debieron ser tiempos duros en la Casa del Gallo. La desaparición de mi tía terminó de enrarecer el ambiente, pues mi padre veía en la intransigencia de su madre buena parte de los motivos que condujeron a Inés a la decisión que tomó. A finales de 1945, tan pronto terminó la Guerra, mi familia partió hacia Gales, el país de mi madre. Vivimos unos años en casa de mis abuelos maternos, gente sencilla y cariñosa, mientras mi padre conseguía su título de licenciado en Medicina. Luego se establecieron en una población cercana, donde mis padres ejercieron sus oficios y yo pase una infancia que creo poder calificar de feliz. El recuerdo de aquellos años siempre me llega acompañado del fragor y  la espuma de las olas que rompían en las rocas por las que los niños saltábamos en una libertad que siempre he añorado.

—Recuerdo el regreso de tu familia. Tendríamos once o doce años, estábamos en segundo de bachillerato, creo. Tu acento y las historias que nos contabas supusieron una nota de exotismo en aquella infancia nuestra, tan provinciana.— Dice Emilio.

—Mi madre murió en 1952. Una breve enfermedad terminó con su vida y dejó a mi padre desarbolado, por lo que decidió regresar a su tierra. Creo que nunca llegó a recuperarse del todo. El resto de mi historia os es de sobra conocido, no voy a daros más la lata. De mi persona qué puedo deciros que no sepáis. Ahora os llama la atención mi repentino interés por esta casa y por mi familia, a mí también, os lo aseguro. Sabéis que no he sentido mucha pasión por los Gallos ni por esta casa. Es la verdad, nunca he tenido carácter de gallo, no creo que nadie me haya visto nunca gallear. Tampoco me he servido mucho del capital familiar. He hecho lo imprescindible para administrarlo y no causar problemas a las personas que de él han dependido. He vivido con mi oficio de enseñante, por el que tampoco he sentido excesiva afición, ni he tenido el talento suficiente para descollar como intelectual. Todo lo he hecho con trabajo y sentido del deber, sin mucha pasión.  La cuestión es que ya soy viejo y me siento viejo, no tengo descendencia ni familia ninguna y no sé qué hacer con este patrimonio heredado. Vosotros me conocéis desde niño y me inspiráis la suficiente confianza como para permitirme involucraros y pediros ayuda en este asunto. Quiero que me ayudéis a dar un destino adecuado a ese dinero de los Gallos, origen de tantas realidades y fantasías populares de este lugar del mundo donde hemos nacido. No, no me contestéis ahora. Ya supondréis las vueltas que le he dado al asunto. Pensadlo, y si lo consideráis oportuno me hacéis vuestras propuestas.

Los ancianos salen de la Casa del Gallo ya anochecido. En las calles, la suciedad antigua de los jueves de feria y la algarabía moderna que escapa de los garitos de la juventud.


*****


—Dices que te sientes viejo, pues ten en cuenta que algún pañal te he cambiado. Como tú, nací en esta casa, en esa habitación de la buhardilla donde siempre he vivido. Tú y yo fuimos los últimos niños que han corrido por estos pasillos. He pasado mi vida manteniendo esta vieja gallera de muertos; siempre esperando tu visita; limpiando el polvo de las acumulaciones de trastos que llenan las vitrinas y que tu abuelo traía de sus viajes; dando cera a maderas que conozco veta a veta; abrillantando metales a los que creo que he terminado dando forma. Tantos años me han dado para mucho; hasta he leído buena parte de los libros de tu padre y de tus abuelos. Dices que te sientes viejo y no sabes qué hacer con la vieja gallera. Supongo que es momento de hablar de lo no hablado.

Nicolás está sentado a la mesa del despacho. Tras él y sobre un papelero del XVII, un retrato de su abuelo Quirce, comprador de los magníficos muebles de la habitación, seguramente a alguno de sus muchos amigos tronados. Asunta, la anciana doncella, le habla de pie, frente a la mesa. Nicolás se levanta y la lleva del brazo a sentarse junto a él, en el inmediato tresillo.

—Mi querida Asun, desde hace muchos años tú has sido el espíritu de esta casa. Bien sé que sin ti esto que llamas la vieja gallera no existiría. Yo nunca habría tenido fuerzas para mantener vivo este… este almacén de sufrimientos.

—Es algo más, Nicolás, es algo más. Aunque tienes razón, el sufrimiento siempre ha sido fiel habitante de la gallera. Pero nunca faltaron las golondrinas; año tras año han anidado en los aleros del patio; hasta el año pasado, que no vinieron. Creo que tu abuelo las echó de menos, dejó de visitarme, no se le veía por la casa, hasta tu llegada, tu llegada ha alborotado a vivos y a muertos. No te queda familia, dices, pero yo sigo viendo los ojos, los inconfundibles ojos de tu padre y de tu abuelo en viejos y en jóvenes, vivos, muy vivos, en cuanto salgo a la calle. A veces tengo la sensación de que los veo y me ven, de que nos reconocemos. Remedios, ella sí sabía de sufrimientos; de los suyos y de los que imponía a los demás. Remedios. En esa habitación de la buhardilla, donde nací y he vivido siempre, murió mi madre, de pena, murió de pena, sin decirme una palabra sobre mi padre. Inés supo irse, supo romper con el sufrimiento, con Remedios. Le ayudó mi madre. Se fue con aquel hombre dulce que trajo tu abuelo, el de los lápices y los pinceles, el hombre de quien hablaba mi madre, aquel hombre niño incompatible con la gallera. Qué habrá sido de las golondrinas del alero del patio; siempre eran las mismas; yo ponía cintas de color en las patas de los pollos y al año siguiente los reconocía. Tan pronto salió de la cárcel, tras la guerra, la niña Inés se fue con él, se fue tras la alegría. Y todo lo hizo mi madre. Mira, mira esta foto, es el nieto, ya será hombre maduro. Allí, junto al mar, lejos de esta casa que mata la alegría…


*****


Es jueves, y Emilio, Ambrosio y José bajan la cuesta del cotarro a la sombra de las horizontales ramas de los plátanos. Bajan pronto, más tarde hace demasiado calor. Además tienen que ir a comer a la Casa del Gallo. Ya hace cinco meses de la muerte de Nicolás, y Quirce, el nieto de Inés, les ha citado como albaceas testamentarios.

Tras el dintel del gallo José siente el hall luminoso y aireado. En el patio bullen en alborotados círculos las golondrinas. Los vuelos del delantal de Asunta orlan su retrato en el comedor.