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as lecturas y evocaciones de
José, su continuo hurgar entre papeles, convocan la diaria visita de las
sombras que entretienen los días del anciano maestro de Valdurceda, entre las
paredes del mesón de Rojo. Solo la anciana Nina parece compartir con José estas
visitas, aunque para ella toda sombra suele ser Marcelino o Hermógenes. Hace
unos días que la mirada de marino de Maqroll se extiende por las amplitudes de
la paramera, mientras charla con el maestro. Aquí no hay más gavias
que esas espadañas de agrias lajas de cuarcita; esas espadañas que itinerantes
canteros gallegos fueron plantando por el llano hace doscientos o trescientos
años. Aquí no hay más piedra que esa cuarcita; es piedra que se resiste a la
labra del hacha o el trinchante; es piedra que solo se presta a la exfoliación
en lajas, y con esas lajas hicieron las espadañas de las iglesias o los
alizares que separan las tapias de tierra de la humedad del suelo. Toscas
gavias son estas espadañas; y navíos de un solo palo son estos pueblos, anclados
en un páramo ilimitado que parece ofrecer amplitud suficiente a los ojos
del
gaviero.
El perfil geométrico del
marino se recorta en el contraluz de una ventana abierta a un bosquecillo de
varas de malva, en el que bullen zumbones los reflejos metálicos de las abejas
carpinteras. Hace un rato que José tiene la sensación de que ese rostro de sal
y viento se dulcifica, se ablanda. Al poco, ya no es Maqroll, es Mutis el que
le habla de su universalista tío abuelo José Celestino; le habla de los dibujos
que su ancestro hizo de la flora colombiana; le habla mientras observa
refocilarse en el polen a los enormes, amenazantes, lentos insectos que hacen
posible la fiesta de color de las malvas cada primavera. Don Álvaro es nuevo en
el mundo de las sombras, y su inexperiencia le hace confundir su presencia con
la de sus criaturas.
―Déjeme usted de sendas
verdes, ecológicas o como quiera usted llamarlas. Aquí lo que nos hace falta es
el tren, ¿sabe usted?, el tren que daba vida a estos pueblecicos. Bienvenidos
serán todos esos paseantes de mochila o bicicleta que nos dice usted que
llegarán, pero para ellos ya hay caminos suficientes, se lo aseguro, no es
necesario hacerles uno sobre las vías. Las vías son para el tren, que falta nos
hace. Aquí ya no estamos para monsergas, y usted sabrá perdonarme; somos ya
viejos, habitantes y país, ambos somos ya viejos. Fue duro oír que nos quitaban
el tren porque ya no era rentable. Ni idea teníamos por aquí de que el tren tuviese
que ser un negocio, al menos desde que lo expropió el Estado, y mucho hace ya
de eso; ignorancia campesina, usted me disculpará. Y me duele decir que fueron
los socialistas, allá por 1985, los que terminaron con el tren de la Vía de la
Plata; sí, fue Felipe González, ese señor que ahora no se sabe si va
o si viene, pero que por entonces muchos creíamos que iba. Una vía sin plata que unía norte y sur de
España por el oeste, según me enseñó mi maestro don José, aquí presente, al que
ruego corrija mis errores.
La prudente Inés se ha ido
indignando con la perorata del cliente sobre las maravillas de la conversión de
la vieja vía, y al final ha estallado. Don José lo que realmente lamenta es
que estos clientes parlanchines ahuyentan a las sombras que le entretienen. No
le interesa en absoluto la absurda perorata del joven sobre la ruta verde en
las vías, pero se siente en la obligación de apoyar las razones de Inés, y así
se lo hace ver al joven, que escapa del mesón lamentando haberse metido en
camisa de once varas.
―Este joven es un primo
segundo de mi Marcelino; fueron quintos; un poco tonto este muchacho, siempre
fue algo tonto.― Dice Nina.
―Madre, ese muchacho tendrá
setenta años menos de los que ahora tendría mi padre.― Le contesta Inés.
Y el viejo maestro queda a
la espera de las sombras del día siguiente, parece que se ha hecho ya tarde
para Maqroll y para Mutis. Y José rememora en alta voz la estación de
Valdurceda en los días de su infancia:
―Gentes de los pueblos de la
zona llenaban el recinto a la llegada de cada uno de los trenes diarios. Las
caballerías, atadas en ese trozo de rail que aún perdura. Los carros y las
tartanas. Las vacas y los bueyes, uncidos en las carretas, rumiando lentos.
Subir y bajar de mercancías. Cestas de merienda. Baúles y maletas. Holas y
adioses. Y la espectacular imagen de fuerza de aquellas locomotoras que se
lanzaban hacia el horizonte del páramo entre estruendos, resoplidos, vapor
y humo. Vida, todo lo contrario de la que hoy se ve. Hasta el viejo rótulo de
azulejos de la estación ha caído, lo han roto para abrir una ventana, ya ve
usted, qué falta de sensibilidad. Aún veo a Julio, el jefe de estación de aquellos
años, saliendo de su oficina, cogiendo el gorro y la bandera para dar salida al
tren. ¿Le recuerda usted, Nina? Y manos que se agitan en adioses, y alguna
lágrima, y algún beso volandero al estudiante que marcha, al emigrante de
futuro incierto…
―¿Unas sopas, don José?
―Sí, hija, unas sopas.
―¿Con huevo?
―Con huevo.
―¿Con jamón?
―Con jamón.
―¿Picantes?
―Un poco, hija, solo un
poquito.
Y el sol, un día más, comienza
a ponerse tras el Teleno.